El síndrome de Chamberlain, por Bernardino Herrera León
El 30 de septiembre de 1938 se firma el infame Acuerdo de Múnich, sin la presencia de la víctima, Checoslovaquia. Inicialmente, se permitiría la anexión alemana de los “Sudetes”. Pero los nazis terminaron invadiendo y esclavizando a todo el país.
El primer ministro inglés regresó a Londres exhibiendo jubiloso una copia del inútil tratado que había firmado con Hitler. Una ceremonia oficial poco común, que se explica por la intensa presión tanto opositora como de su propio partido. Le advertían y criticaban sobre su cada vez más inexplicable política de negociación con el nazismo. Neville Chamberlain se defendía, echando en cara el acuerdo refutaba a sus críticos, a quienes tildaba de radicales y guerreristas.
La historiografía ha sido muy dura con Chamberlain. La mayoría de los historiadores concluyeron que su “política de apaciguamiento” fue la causa de la fase triunfal nazi de la Segunda Guerra. Quedaría como un político condenado a la categoría eterna de “tristemente célebre”. Han sido pocos los historiadores que afirman en su defensa, que dicho tratado había logrado demorar un año el comienzo de la guerra, para la cual Gran Bretaña no estaba preparada, argumentan.
El caso es que Chamberlain atenúa un año de presidente del gobierno, tiempo suficiente como para tomar en cuenta los informes de inteligencia, que desde unos años atrás gritaban que el régimen nazi llevaba tiempo en una intensa y veloz carrera armamentista.
Razón que explicaba su aparente prosperidad económica, en medio de la crisis global de la Gran Recesión. Aunque, lo de la prosperidad, fue más propaganda goebbeliana que realidad. La demora de Hitler en iniciar la guerra sólo se explica por el temor de la desventaja militar de Alemania.
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El tratado de Munich, por el contrario, alimentó la osadía nazi, que le otorgó la ventaja inicial, permitiéndole apoderarse, a principios de 1940, de casi toda la Europa continental, con gran costo en vidas de soldados y civiles. Esa ventaja se la otorgó, coinciden la mayoría de los historiadores, tanto la ambigüedad francesa como la política de apaciguamiento británica. De haber tenido fundamento la tesis que defiende a Chamberlain, Inglaterra y Francia habrían estado más preparadas como para no ser derrotadas en unas cuantas semanas, como ocurrió.
Inexplicablemente, Chamberlain subestimó por completo al comportamiento nazi. Creyó que se conformarían con algo más de territorio, con rearmarse hasta los dientes, y con expropiar y expulsar a los judíos de Alemania. Pues ya sabían del inicio del Holocausto.
¿Cómo pudo un estadista tan preparado ser tan ingenuo y equivocarse tan garrafalmente?
La respuesta aún se debate, 82 años después. Pocos historiadores siguen dando crédito a Chamberlain. Otros culpan a la dureza del Tratado de Versalles como origen y causa del comportamiento nazi. La mayoría coincide en lo opuesto. Los nazis no capitalizaron la excusa de Versalles para llegar al poder. Pero la Gran Depresión sí.
Los comunistas creyeron que la recesión acabaría con el capitalismo y los nazis que lo haría con la democracia. Obviamente, se equivocaron.
La política de Chamberlain quedaría en la historia como el símbolo de la respuesta ingenua frente a los grupos totalitarios. Y más allá, como el comportamiento de la mayoría de las democracias que emergieron en el siglo XX. Muchas democracias permitieron que grupos políticos totalitarios llegasen al poder, y una vez allí, pervertir la sociedad y destruir la democracia. Los nazis fueron un claro ejemplo.
Haber absuelto y liberado a Hugo Chávez después de haber cometido un cruento golpe de Estado fallido, con víctimas asesinadas, no puede calificarse sino de ingenuidad, que raya en la estupidez. Chávez se convirtió, luego, en el liberticida y genocida que aún, y hasta quién sabe cuándo, sufrimos los venezolanos.
De eso se trata el síndrome de Chamberlain. De “doblarse para no partirse”. De ceder y negociar con fanáticos totalitarios, o con delincuentes o con terroristas, valga la redundancia. Todo basado en otorgar una inexistente racionalidad a quienes han demostrado por trayectoria que no la tienen. Por el contrario, que muestran constantemente claros comportamientos irracionales.
El síndrome de Chamberlain puede resumir quizás el fondo de la crítica a la democracia liberal que hacen pensadores como Yuval Harari y Francis Fukuyama. Y es también el mismo síndrome que orienta el criterio de muchos grupos políticos opositores, en sus tantos intentos fallidos de negociar con el chavismo algún pequeño destello de racionalidad. O tratando de pillar algún “descuido democrático” para sacarlos del poder. La política Chamberlain no ha funcionado en Venezuela. Probablemente, jamás funcionará.
Lo supieron con creces los aliados en la Segunda Guerra Mundial, al intentar la rendición nazi en 1943, cuando ya se vislumbraba que Alemania perdía la guerra. Pues no. Tuvieron que invertir millones de vidas más hasta llegar al bunker, en Berlín, para lograr finalmente la rendición total e incondicional del ejército alemán.
No sostengo que chavismo y nazismo sean idénticos. Sostengo que ambos grupos se comportan con el mismo patrón irracional que muestran los fanáticos de las ideologías totalitarias. Salvo excepciones, en las que siempre ganan con un “por ahora”, estos grupos sólo han sido desalojados por la fuerza del poder.