El Síndrome de María Antonieta, por Carlos M. Montenegro
El 14 de julio de 1789, el pueblo de París siguiendo a sus líderes revolucionarios asaltó el fuerte de la Bastilla, símbolo del absolutismo monárquico y centro estratégico de las acciones represivas de Luis XVI. Tras cuatro horas combatiendo contra las tropas reales, los insurgentes tomaron la prisión, asesinando al gobernador de la fortaleza Bernard-René Jordan, Marques de Launay, cuya cabeza pasearon por toda la ciudad clavada en una lanza. La Revolución francesa acababa de empezar, y aquel Marqués fue su primera víctima aristocrática.
Debido a una pertinaz sequía en la década previa a la Revolución, Francia padeció varios años de malas cosechas de mies, que motivó una desmesurada alza en el precio de la harina, alimento básico en la dieta del pueblo llano, hasta el punto de tener que gastar más de la mitad del salario para adquirirla. En ese ambiente, agravado por la indiferencia de las clases privilegiadas ante la miseria popular, se produjo una fuerte crisis de subsistencia con el consiguiente descontento ciudadano; el hambre ya se había instalado y continuamente se sucedían manifestaciones. En uno de esos eventos el pueblo se arremolinó en torno a Versalles para hacerle saber a la aristocracia, a voz en grito, que no tenían trigo ni harina para poder hacer pan.
En Versalles ese día, al parecer la corte disfrutaba de una fastuosa fiesta ofrecida por la caprichosa Maria Antonieta de Austria, esposa del rey Luis XVI de Borbón, con toda su cohorte de aduladores»
Fue entonces cuando la reina ordenó a sus damas de compañía que averiguaran qué sucedía con aquella multitud de gente vociferando tras las rejas de los jardines del palacio, al regresar le informaron que se trataba del pueblo protestando porque no tenían pan para comer; fue cuando la reina encogiéndose de hombros soltó la famosa frase:”eh bien, s’ils n’ont pas de pain, laissez-les manger des gâteaux» (Pues si no tienen pan, que coman pasteles).
En ocasiones la cultura popular pone en la boca de algunos personajes palabras que no se sabe con certeza si las llegaron a pronunciar. Es el caso de las famosas palabras atribuidas a María Antonieta, y aunque la historia no ha puesto la mano en el fuego sobre su veracidad, la anécdota no deja de ser verosímil dada la naturaleza del personaje.
Quizás el mayor pecado cometido por la reina más legendaria y odiada de Francia fue su ignorancia. De su Corte natal en Austria pasó a su nueva vida en el Palacio de Versalles tras su matrimonio en 1770 con el Delfín de Francia, el futuro Rey Luis XVI coronado cuatro años después. Además del divertimento cortesano, el galanteo sin mesura, los caprichos y los corrillos intrigantes de “dimes y diretes”, poco más conocía la joven reina.
Su influencia en la política francesa fue antojadiza y trivial, acompañando a su esposo Luis XVI, a su vez un monarca absolutista débil e incapaz para dirigir un país que estaba hirviendo. El pueblo pasaba hambre mientras los reyes comían manjares y bailaban exhibiendo impúdicamente lujo y despilfarro, burlándose del resto. Irremisiblemente la Revolución habría de estallar enardecida tarde o temprano. La realidad se impuso.
Napoleón Bonaparte el gran beneficiado de la Revolución francesa escribió sobre María Antonieta: “Su ligereza, sus inconsecuencias, su poca capacidad, han contribuido bastante a provocar, a precipitar la catástrofe. Cambió enteramente las costumbres de Versalles; la antigua gravedad, la severa etiqueta, se hallaba transformada en un galanteo licencioso, en una verdadera charlatanería de retrete, cuya disposición a mofas y burlas estaba aguijoneada por los aplausos a una soberana joven y hermosa de sus cortesanos” (sic)
Cierta o no, la expresión de María Antonieta quedó para la posteridad como ejemplo de frivolidad e insensibilidad ante el sufrimiento de sus súbditos o, más aún, de su existencia en un mundo casi virtual, abismalmente alejado de la realidad del pueblo. Algunos autores actualmente califican como Síndrome de María Antonieta a la vida de esas élites que permanecen “ausentes” a la realidad del resto de los ciudadanos.
Dos siglos y medio después las cosas no lucen muy diferentes, ni en el fondo ni en las formas y ejemplos sobran. Los sistemas de gobiernos autoritarios, opresores, despóticos, absolutistas, dictatoriales, tiránicos o como quieran llamarlos, no importa si son zurdos o diestros, emplean como norma los trucos más viejos de la política fallida: no enterarse de nada, o sufrir de una oportuna amnesia sobre los casos que no les interesa conocer, especialmente si van en contra de sus designios.
Sin embargo igual que ocurrió con el antiguo régimen que moró María Antonieta, no fue la Revolución lo que desbarató el sistema, fue la realidad; ésta fue solo la herramienta de que se valió la realidad, para poner las cosas en su sitio. Lo mismo sucedería con la propia Revolución, pues según decían los antiguos sabios griegos las naciones y la política son en realidad, aunque intangibles, como la materia que no desaparece porque se transforma.
El panorama venezolano es muy parecido al que enfrentó el Borbón Luis XVI y su corte de privilegiados, que no vio o no quiso ver el sufrimiento de su pueblo, y dejó ir la situación demasiado lejos, a pesar de que se cansaron de pedirle que mejorara sus horribles condiciones de vida. Una vez más la realidad impuso su regla: en enero de 1793 Luis XVI fue decapitado en la plaza de la Revolución. En octubre de ese mismo año lo sería María Antonieta de Austria, en ambos casos los verdugos alzaron sus cabezas agarradas por los cabellos mostrándolas a la multitud parisién que gritaba ¡Viva la Revolución! Era La misma gente que les había pedido pan en las verjas de Versalles.
Muy mal también acabaron Mussolini, Hitler, Batista, Somoza, Trujillo, Sadam Husein, Idi Amin, Muamar Gadafi, Pol Pot, Bokassa, Ceausescu y deben faltar muchos más que desconozco; a pesar de tan diverso surtido de indeseables, todos tienen al menos dos cosas que los hermanan, la primera que todos fueron asesinos en gran escala, y la otra que se enfrentaron y fueron vencidos por el mismo enemigo: la inexorable realidad.
Cuesta creer que sabiendo cómo son las cosas y cómo pueden terminar de mal, haya gobernantes, y vaya que los hay, que no escuchen a sus maltratados ciudadanos que no quieren pasteles, que quieren comer su propio pan.