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El síndrome del incentivo perdido: la renuncia a la plenitud, por Rafael A. Sanabria M.



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El síndrome del incentivo perdido: la renuncia a la plenitud
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Rafael A. Sanabria M. | noviembre 27, 2025

Correo: [email protected]


La expresión juvenil, concisa y lapidaria, «¿Cuántos puntos vale eso y yo lo hago? Si no, ¿para qué hacer tal actividad?», trasciende la mera crítica al sistema educativo. Es, en esencia, una profunda renuncia individual a la autonomía intelectual y un síntoma de la crisis de propósito que afecta a una generación entera.

El joven que emplea esta frase como filtro para cada actividad académica no está desafiando al profesor; está, de manera inconsciente, hipotecando su futuro al condicionar su esfuerzo únicamente a la existencia de una recompensa externa cuantificable. Esto va mucho más allá de la pereza, del agotamiento o del cinismo adolescente; es la adopción de un modelo mental que equipara la autosuperación con la remuneración, un paradigma que la vida adulta desmontará brutalmente y que la sociedad no recompensará de la forma inmediata que esperan.

El fenómeno que hemos denominado el «Síndrome del Incentivo Perdido» es la cristalización de una cultura educativa y social que ha sobrevalorado la métrica instantánea y ha despojado al aprendizaje de su valor intrínseco. Al convertir la educación en una cadena de transacciones —»te doy esfuerzo, me das puntos»— se ha sustituido el eros del aprendizaje (la curiosidad, el deseo de dominio, la fascinación por lo desconocido) por un mero contrato laboral inmaduro.

El resultado es un estudiante que no pregunta por qué debe aprender algo, sino cuánto recibirá por hacerlo. Esta mentalidad es un cáncer silencioso que consume la motivación interna, el motor esencial para la excelencia sostenida y para la madurez emocional.

La consecuencia más insidiosa de esta mentalidad reside en la formación de un modelo de rendimiento fundamentalmente erróneo. El mundo, más allá del aula, no es un videojuego de arcade donde cada acción acertada genera puntos visibles en una barra de progreso. La mayoría de los logros significativos en la vida —la construcción de una carrera de valor, el desarrollo de una relación profunda, la maestría en una habilidad compleja, el emprendimiento exitoso— son procesos largos, ambiguos e inherentemente no puntuados durante meses o incluso años. Son travesías en el desierto donde la única brújula es la convicción interna y la satisfacción es el avance incremental, a menudo invisible para los demás y para el propio sujeto.

El joven que solo actúa por el punto desarrolla una baja tolerancia a la ambigüedad, al fracaso constructivo y al esfuerzo no remunerado. Cuando se enfrenta a un proyecto profesional que requiere meses de trabajo estratégico sin un feedback inmediato; cuando intenta dominar un software complejo solo por necesidad de mercado; o cuando debe lidiar con un problema ético o social sin una «respuesta correcta» preasignada, su sistema de motivación colapsa estrepitosamente. La falta de la métrica instantánea se interpreta de manera automática como una falta de valor o, peor aún, como una pérdida de tiempo.

Esto lleva a la procrastinación crónica, a la frustración inmediata y, finalmente, al abandono prematuro. Se convierte en un adulto funcional, sí, pero incapaz de la iniciativa proactiva, ese motor interno que diferencia a los seguidores de los líderes, al empleado eficiente del innovador visionario. La vida se vuelve una sucesión de tareas que deben ser supervisadas y pagadas, y no una exploración guiada por la vocación y la autodeterminación.

Al requerir una calificación para justificar el esfuerzo, el estudiante se entrega por completo al rol de ejecutor supervisado. La fuente de su valor y su dirección no está en su propia curiosidad, en su plan de vida o en su vocación, sino en el diseño de la evaluación del docente. Es decir, su centro de control (locus of control) se vuelve puramente externo. Este cambio de perspectiva tiene un impacto catastrófico en el pensamiento lateral, la creatividad y la innovación.

El pensamiento lateral, la creatividad, la búsqueda de soluciones inusuales y la exploración de caminos alternativos son actos de alto riesgo intelectual que, por definición, pueden no encajar en la rúbrica de calificación. El estudiante guiado por los puntos evitará sistemáticamente la experimentación por el miedo paralizante a «perder puntos», optando por el camino seguro, predecible y que ya ha sido validado por el sistema.

Esto no solo limita su capacidad de resolver problemas no estructurados —que son la norma en la vida profesional de alto nivel—, sino que secuestra su autonomía intelectual de raíz. Se acostumbra a que otros definen qué es importante, qué es valioso y qué merece la pena ser explorado. Pierde, así, la capacidad fundamental de autodefinir sus metas de aprendizaje y de encontrar placer intrínseco en el dominio de una materia, un placer que es la base de la verdadera excelencia y de la felicidad intelectual. El conocimiento se convierte en una moneda de cambio en lugar de un enriquecimiento personal.

La actitud de «pagar por el estudio» se extiende inevitablemente al plano personal, creando un modelo de vida profundamente transaccional y utilitarista. Si el esfuerzo solo se justifica por la recompensa cuantificable, la persona proyectará este modelo de costo-beneficio en sus relaciones, su ocio y su participación cívica.

Las preguntas que definen esta existencia empobrecida son: ¿Por qué leer un libro que no está en el currículo? No vale puntos, no genera rédito visible. ¿Por qué participar en un voluntariado o en una causa social? No hay métrica de beneficio personal directo, la recompensa es puramente intangible. ¿Por qué mantener una conversación compleja o desafiante sobre filosofía o historia que no tiene una conclusión práctica? No hay recompensa inmediata ni una solución al problema, es esfuerzo sin «ganancia».

Esta visión utilitarista empobrece la existencia a niveles preocupantes. Conduce a una vida donde la generosidad desinteresada, la empatía profunda, la profundidad intelectual y el compromiso cívico son actividades marginales, porque son, esencialmente, esfuerzos no puntuados, no métricos y que exigen una fe en el valor de lo intangible. El joven que hoy exige el punto para moverse, mañana será el adulto que se sentirá estafado por la realidad, incapaz de encontrar satisfacción en los vastos y complejos campos de la vida que se miden no con números, sino con sentido, conexión, propósito y crecimiento espiritual. La renuncia al esfuerzo no puntuado es, en última instancia, la renuncia a la plenitud, a la trascendencia y a la construcción de una identidad rica en matices.

*Lea también: Una sorpresiva barajita colombiana, por Gregorio Salazar

Queridos padres y tutores: Es imperativo que comprendan que el sistema educativo formal está diseñado para evaluar, pero es la familia la única institución con el poder y la obligación de inocular el valor intrínseco del conocimiento. No podemos delegar la motivación. El hogar debe ser el santuario donde el hecho educativo no pueda ser visto como algo que, si no obtengo un beneficio directo, cuantificable e inmediato, no tiene valor y, por lo tanto, no hago nada.

Fomentar la curiosidad es una tarea diaria, ineludible y vital para la salud intelectual de sus hijos. Hagan preguntas abiertas que no tengan una respuesta en Google o en los apuntes escolares. Animen a sus hijos a leer libros que no sean obligatorios. Celebren el esfuerzo por encima del resultado, la perseverancia por encima de la nota, y la pregunta inteligente por encima de la respuesta correcta.

Lean juntos, discutan sobre la actualidad sin juzgar la postura, y modelen la iniciativa proactiva en sus propias vidas. Si sus hijos ven que ustedes se esfuerzan en tareas no remuneradas (un hobby, un voluntariado, un proyecto personal complejo), aprenderán que el propósito y el dominio son recompensas en sí mismas. La semilla de la autonomía intelectual se siembra en casa, no en el aula. No permitan que la calculadora de puntos de la escuela dicte el alma de sus hijos.

La reflexión final es una llamada a la responsabilidad individual del estudiante y una exigencia de conciencia a la sociedad. Aunque el sistema haya creado un ambiente tóxico y transaccional, el estudiante tiene la obligación ética y personal de trascenderlo. La capacidad de esforzarse por el dominio, por la curiosidad y por la construcción del yo —sin esperar una recompensa inmediata y externa— es el verdadero indicador de madurez. Es la llave maestra no solo para un futuro profesional exitoso, sino para una vida adulta rica en significado.

El conocimiento debe ser un fin en sí mismo, un músculo que se ejercita por el placer de la fortaleza, no solo por el cheque de pago. Solo así lograremos forjar una generación que no pregunta «¿Cuánto vale?», sino «¿Qué voy a construir?».

 

Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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