El Síndrome Maduro, por Gregorio Salazar
Twitter: @goyosalazar
Hace años los psiquiatras detectaron una enfermedad psíquica que bautizaron Síndrome de Jerusalén, un mal que aqueja a algunos turistas en Tierra Santa y que se manifiesta con signos de delirios en los que el afectado se cree un personaje del Antiguo o Nuevo Testamento y quiere actuar a semejanza de Moisés, el rey David o al propio Jesús de Nazareth.
Es algo parecido, con sus matices, a lo que le acaba de ocurrir a Nicolás Maduro en la reciente reunión de la Celac, donde rodeado de gobernantes en su mayoría democráticos y cuando al ser señalado y emplazado por los presidentes de Paraguay y Uruguay pretendió hablar –previa pasada del zipper cerebral– como si fuera la propia encarnación civilista del doctor José María Vargas, como Lincoln o como si dejara tras de sí una estela de logros y reconocimientos como la señora Angela Merkel.
El presidente La Calle Pou recordó que la democracia es el mejor sistema que tienen los individuos para ser libres, porque «el estado más puro que tiene un ser humano es la libertad», y advirtió de seguidas que participar en ese foro no significaba ser «complaciente con aquellos gobiernos en cuyos países no hay una democracia plena, no se respeta la separación de poderes, se usa el aparato represor para acallar las protestas, se encarcelan opositores y no se respetan los derechos humanos». Un bien delineado retrato hablado al que solo le faltó el bigote.
«Al que le caiga el poncho (ruana) que se lo ponga», dicen en el sur del continente, y Maduro no tardó en acomodarse el suyo, de igual tejido al de Nicaragua y Cuba, países que también fueron aludidos por el presidente uruguayo. Fue una acusación a la cual el jefe del régimen venezolano no podía responder sino haciendo total abstracción de las responsabilidades que le caben, por las condiciones de opresión y limitaciones vitales extremas en las que está sumido el pueblo venezolano.
Solo ubicándose en ese estado de cerrazón ante la cruda realidad puede pretender Maduro darse el lujo de retar a los presidentes que lo señalaron para debatir «sobre democracia, libertades, de resistencia, revolución y sobre lo que haya que debatir».
Pidió que le fijaran el lugar, la fecha y la hora. Le faltó agregar, para mayor teatralidad, que lo haría «en ring de alambre y sin límite de tiempo», al estilo de los postizos enfrentamientos de quienes luchaban en el antiguo Palacio de los Deportes.
En medio de ese escenario internacional, en su autocrático extravío, ante la flagrante desnudez institucional de su régimen, Maduro no podía responder sino con una fanfarronada. Retos que nadie tomará en serio ni se rebajará a atender, en primer lugar, por innecesarios. Bastaría enviarle al retador una carpeta con los varios informes sobre Venezuela de la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de la ONU o los expedientes que por las más diversas causas reposan en la Corte Penal Internacional y la Fiscalía de Nueva York, en los tribunales de Sudáfrica, Miami y Madrid o el simple ranking de Reporteros sin Fronteras sobre libertad de expresión.
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De modo que en materia de democracia y libertades nadie va a cruzar su florete con quien teniendo el suyo de retorcido alambrón ni remotamente califica para esas lides. Mucho menos en materia de revolución, que ya nadie está para entelequias, fábulas, viles ficciones ni crueles estafas.
El debate sobre la resistencia, propuesto también por Maduro, sí resulta interesante. Allí pueden presentarse como fajadores varias embajadas de sectores de venezolanos muy experimentados en el asunto. Bien pudieran ser nuestros jubilados, el gremio médico y de enfermeras, los maestros y profesores universitarios y hasta los periodistas, hambreados, perseguidos y vilipendiados.
Ojalá que el Síndrome Maduro no se propague ni se haga tan famoso al igual que otras curiosas afectaciones mentales como el Síndrome Stendalh o el Síndrome de París. El primero lo sufrió el célebre escritor cuando ante la magnificencia de Florencia padeció elevado ritmo cardíaco y vértigo. Algo así como cuando usted acude a la emergencia de algún hospital público en Venezuela.
En el extremo opuesto está el Síndrome de París, trastorno transitorio que sufren los japoneses cuando creen que esa capital es solamente lo que ven en la tele y al llegar allá se llevan desengaños y sufren ansiedad, neurosis y alucinaciones. Es que la tele, como se decía antiguamente del papel, aguanta todo. Cómo será, que ante las arremetidas de Lacalle Pou y Abdo Benítez, la defensa de Maduro la ha asumido en las pantallas de VTV Pedro Carreño. ¿Pa’ qué más?
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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