El sueño de mi padre, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Foto: Prodavinci
«Salud para todos en el Año 2000». Así rezaba la consigna lanzada en 1978, año de la célebre asamblea general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) reunida en Alma Ata, capital de la República de Kazajistán integrada entonces a la ya desaparecida Unión Soviética. La vuelta del siglo llegó y como tantos otros propósitos, tan preciosa meta nunca se cumplió. Ningún derecho tengo yo a juzgar, 45 años más tarde, a los hombres que todo lo dieron –juventud, vida y talentos– persiguiendo el sueño de la gran utopía sanitaria para Venezuela, entre otras razones porque mi padre, el doctor Humberto Villasmil Faría, fue uno de ellos.
Quiso la democracia venezolana, infectada ya por la ponzoña rentista de los tiempos de «La Gran Venezuela», darse un segundo aire a casi dos décadas de sus sonorosas victorias sanitarias de principios de los sesenta sobre la malaria, la tuberculosis, la mortalidad materna y la infantil. Victorias a cuya cabeza se situó el más sólido liderazgo civil jamás conocido en nuestra historia, que materializó tales hazañas al tiempo que, simultáneamente, resistía los embates de la subversión auspiciada tanto por la Internacional de las Espadas como por el castrismo.
Fue así como, en 1961, con un Rómulo Betancourt al que ni Fidel ni «Chapita» Trujillo lograron «renunciar» en la Presidencia y un Arnoldo Gabaldón el mando de las legiones de Saneamiento Ambiental del antiguo MSAS, Venezuela se alzó con la certificación de la OMS como país libre de malaria.
La fuerza moralizante de aquella épica sanitaria determinó que un día mi padre abandonara el lar zuliano con la familia entera a bordo de una vieja «ranchera» Plymouth modelo 1968 para trasladarse a la capital. La bonita quinta llena de sol de Irama, cerca de la rivera del Lago, quedaría atrás y el doctor, con mamá y su muchachera, pondría suelas en Caracas, en un pequeño apartamento de un edificio en propiedad horizontal en el que transcurrirá el resto de su vida.
Desde su nueva posición, mi padre recorrerá el país entero decenas de veces, planificando hospitales y ambulatorios en una carrera sin descanso tras la ansiada meta y defendiendo por el mundo la causa sanitaria venezolana donde quiera que le tocó expresándose en el mejor francés exigible a un marabino oriundo de la Cañada de Urdaneta.
Crecí viendo dar vida a las bases sobre las que se fundó la promesa de salud para todos a finales del siglo. Políticas públicas, programas, presupuestos, indicadores: todo un complejo instrumental técnico construido al conjuro venezolanista de una sanidad universal plasmado por vez primera en la constitución de 1947 y reafirmado con más fuerza que nunca en la de 1961. Y al frente de aquel esfuerzo, los «sanitaristas» venezolanos – se enorgullecían de llamarse y ser llamados así–, mi padre entre ellos.
No vivió mi padre para ver el derrumbe de tan extraordinarios esfuerzos. El ideal de salud de 1978 efectivamente se materializó, pero tan solo para unos pocos. De aquellos indicadores de excelencia que la generación de mi padre mostrara con orgullo por el mundo es imposible hallar hoy vestigio alguno. Volver a soñar aquel, el que fuera el sueño de mi padre y de su generación, el de los sanitaristas venezolanos de toda la vida, se impone hoy como un mandato ante la contemplación cotidiana del incendio institucional venezolano que nos ha devuelto a condiciones propias del país sin sanidad pública que fuimos hasta 1936.
Reivindicar el espacio público sanitario frente a quienes lo vapulean a placer cada vez que les da por lucirse en audaces presentaciones «gerenciales» que soslayan la noble historia de ocho décadas durante las cuales se duplicó la esperanza de vida del venezolano y se vencieron las pestes que asolaron al país de nuestros abuelos; defenderlo en su esencia sanitaria y republicana frente a quienes han hecho de él un pingüe negocio: he allí lo primero que hay que hacer.
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Reconstruir el cañoneado edificio de la sanidad pública venezolana costará mucho, bastante más de lo que se pueda hacer en una sola generación. Tengámoslo claro. Pero toca que dar un primer paso, legislando responsablemente, integrando conocimiento, talento y voluntades políticas, reconociendo realidades, alineando incentivos y liberando las inusitadas fortalezas atesoradas en localidades y regiones de la Venezuela profunda.
La república tendrá que reconstruirse alrededor de una idea de decencia para la que un diagnóstico no equivalga a una sentencia y un ciudadano no se vea forzado a vivir o morir a merced de una condición –la enfermedad– que nunca escogió.
Porque el mercado falla y en materia sanitaria falla mucho, así en Davos digan lo contrario. Una sociedad decente no puede admitir que ninguno de sus integrantes sea dejado atrás estando enfermo por el hecho de carecer de capacidad de pago. Como mi padre en su día, creo en ello firmemente.
A poco de cumplirse otro aniversario de la gesta del 23 de enero de 1958, rindo aquí homenaje a los hombres de aquella sanidad pública de la democracia venezolana que primero que nadie en el mundo vencieran a la malaria y a los grandes males que diezmaron a Venezuela por siglos. Celebre Venezuela la memoria y legado de sus grandes sanitaristas forjadores del sueño de una salud para todos dos décadas antes que Alma Ata, mi padre entre ellos.
Un sueño que clama por volver a ser soñado en la Venezuela sin esperanza de estos tiempos.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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