El telefonito, por Fernando Rodríguez
Sin duda es notablemente molesto, al menos para los que nacimos antes, eso de hablar con una persona que está mirando y accionando su teléfono portátil, así te conteste con cierta coherencia a lo que le has dicho. Se tiene la sensación de que te está contestando no tu buen amigo, o enemigo no hay diferencia a ese respecto, sino una especie de doble o de gemelo y que esa réplica funciona como una especie de mecanismo automatizado, impersonal.
Valga decir, que te dice cualquier vaina, más o menos coherente y mecánica como la vocecita electrónica esa con que te puedes comunicar en el propio teléfono. Y, me he dado cuenta, que hasta ahora por lo menos –ya nada es seguro para mañana– que la comunicación humana necesita además de las palabras, los gestos del rostro y, por ejemplo, del movimiento de las manos y en ocasiones del cuerpo todo -estaba sentado y se paró airado. Pero sobre todo de los ojos, de la mirada, que a veces dice mucho más que montones de palabras, asunto que manejan bien los que andan en procesos amatorios.
Si esto se entendiera y se decretara como acto de mala educación, andar chateando o enviando un mensajito y sostener una conversación sobre la felicidad en Aristóteles o la privatización de las industrias, comercios y cualquier otra entidad u objeto expropiado por Chávez, se ganaría mucho en civilidad y humana fraternidad. Se podría incluso hacerla constitucional, como numeral de un artículo que versara sobe “el derecho a ser oído en apropiadas condiciones receptivas”.
Y no se me diga que es una extravagancia porque no hay mayor derecho y deber humanos que, después de amarse a uno mismo, amar al otro con la misma intensidad. Y amar es ante todo comunicarse
Segundo mandamiento, dicho sea de paso, que siempre he pensado que es bastante incomprensible y que pudiera ser confundido incluso con un mandato de algún comunismo inverosímilmente extremo pero que, tomado a la ligera, puede servir de orientación general.
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Digo yo que quién quita que, hasta los diálogos políticos, como el de Oslo-Barbados, son al menos retrasados por la interferencia de los teléfonos inteligentes. Pongamos por caso que ya está a punto de acordarse que Maduro se va, que hay que buscarle donde irse porque el objeta a Cuba, Nicaragua y Bolivia por subdesarrolladas (esto último en privado), y en eso la cara de Jorge el del smartphone no el del diálogo, pierde su enérgica y empalagosa energía, se oscurece, y le contesta pacito al aparato: los hijos de Cilia, ¡qué barbaridad!, es que esos gringos no se miden…. y ante la conminación del dialogante de que si por fin Maduro va a aceptar lo de Moscú a pesar del rollo del frío…contesta, después de oír un rato a Caracas con muchas y fuertes muecas: pues sepan una vaina, Maduro no se va, no se va ni para Moscú ni para Turquía ni al carajo, se queda en Caracas porque fue electo el 20 de mayo en las más prístinas condiciones electorales ni tampoco se va Tibisay, la impoluta, los que a lo mejor nos vamos somos nosotros.
Perplejidad porque Jorge, el otro, había llevado voz cantante en esos arreglos específicos de la ida, muy viajado él. Es que así es la incomunicación o, más bien, la supercomunicación que para el caso es parecida. Igual, otro ejemplo muy distinto, una prima de mi mujer perdió la vida, la vida, porque, manejando y de prisa, le daba or al aparatico una receta de una torta de zanahorias a su amiga del gimnasio y no vio, cosa de segundos, el camión lleno de cemento.
Todos padecemos y disfrutamos de este bien y este mal de nuestro tiempo. Que no hace sino crecer con cada aplicación que sustituye un contacto carnal con el mundo. Claro que nos comunicamos más, pero en cierto sentido
Juancito está en Australia y reza con la vieja todas las noches por skipe, pero es probable que un mundo sin skipe Juanito estuviese en su Candelaria natal y rezara en familia antes de irse a dormir. Con toda seguridad, con mayor complacencia del Señor-