El todo está bien y la apariencia juramentada, por Luis Ernesto Aparicio M.
Si intentara describir el lugar en donde se juramentó este 10 de enero Nicolás Maduro, podría decir que fue en uno de los salones más pequeños del conocido Capitolio de Venezuela, sede del Poder Legislativo: el Salón Elíptico, cuyo nombre proviene de su peculiar diseño arquitectónico que describe una planta elíptica. Este espacio, aunque solemne e histórico, es notablemente más reducido en comparación con otros escenarios tradicionales para actos de esta naturaleza.
El Salón Elíptico alberga el acta de independencia de Venezuela, convirtiéndolo en un lugar cargado de simbolismo y significado histórico. Es un espacio donde convergen pasado y presente, un recordatorio físico de los ideales de libertad que marcaron la independencia del país, muy contrario al sistema de gobierno que ejerce Maduro, más, sin embargo, su capacidad es limitada.
Aunque bien organizado, el referido salón puede acomodar a una centena de invitados. No obstante, esto contrasta marcadamente con las ceremonias de juramentación de presidentes anteriores que solían realizarse en espacios más amplios, como la Cámara de Legislativa, o aquel momento del Teresa Carreño. Este cambio de escenario no parece ser casual.
La decisión de Maduro de juramentarse en este espacio reducido habría interpretarse como un intento de evitar evidenciar su «desnudez» internacional. A diferencia del emperador en el famoso cuento de Hans Christian Andersen, que ignoraba su propia desnudez, Maduro es plenamente consciente de su aislamiento, sobre todo en el escenario internacional.
La ausencia de mandatarios electos democráticamente en la ceremonia subraya su carencia de legitimidad y respaldo entre las democracias del mundo. No obstante, al optar por un lugar solemne pero discreto, busca proyectar una imagen de poder y control ante sus adeptos, ocultando su fragilidad.
También la fragilidad de lo que comenzó el 10 de enero, es una realidad inocultable: ese gobierno está al descubierto no solo por la ilegitimidad de su permanencia en el poder según lo establece la Constitución y la voluntad popular, sino también por su irrespeto sistemático a los valores democráticos. La brecha entre el autoritarismo que Maduro representa y los valores democráticos que rechaza es cada vez más evidente.
Sin embargo, lo que Maduro sí ha logrado es consolidar un engranaje institucional que le permite mantenerse en el poder, al menos por ahora. Esta «maquinaria» autoritaria, basada en el control absoluto, el miedo y el hermetismo, le otorga ventaja frente a una oposición fragmentada e ilusionada con aquello que, según, están aplicando y está funcionando.
Además del control institucional, en el esquema del grupo que lidera Maduro, las disidencias internas no salen a la luz pública, y cualquier conflicto es subsumido bajo la estricta disciplina del silencio. Esto les ha permitido a su régimen proyectar una imagen de estabilidad y control, aunque sea una ilusión cuidadosamente fabricada.
No obstante, como la historia ha demostrado, incluso los sistemas autoritarios más bien aceitados tienen sus puntos de quiebre. Ningún régimen, por más sólido que parezca, es invulnerable al paso del tiempo ni a la presión interna y externa. Las tensiones sociales, los errores de cálculo político y el creciente descontento popular son factores que tarde o temprano desestabilizan incluso a las dictaduras más longevas.
El verdadero desafío radica en identificar dónde y cómo puede surgir el contrapeso necesario para romper con esta dinámica. ¿Será desde el seno de la misma maquinaria autoritaria? ¿Desde una oposición revitalizada y fresca? ¿O desde la presión internacional, a menudo limitada por los intereses geopolíticos? Mientras tanto, es crucial para quienes desean el retorno de la democracia trabajar en la organización y revisión de estrategias.
Esto implica regresar al principio del camino, reformular las ideas originales y trazar una hoja de ruta clara y, al menos por esta vez, viable para el cambio. La experiencia venezolana demuestra que las estrategias basadas únicamente en, anunciar y prometer lo que no se cumplirá, emociones o en el rechazo al régimen no son suficientes. Se necesita un plan integral que articule la resistencia interna con el apoyo externo y que ofrezca una visión coherente de futuro.
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En este contexto, la oposición enfrenta la tarea monumental de superar el desencanto y la frustración para construir una alternativa creíble y efectiva. Solo así podrá romperse la delgada línea que sostiene a Maduro y su régimen, y abrir paso a un futuro donde la democracia vuelva a ser el eje central de la vida política de Venezuela.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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