El último día, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Apenas lo recuerdo y pienso que será la única imagen que me lleve de este mundo porque yo también estoy a punto de ser borrado. Parece mentira que apenas hace unos minutos de este lunes soleado nos desplazábamos por la autopista mi hijo de once años y yo cuando, en la búsqueda de música agradable que nos acompañara durante el viaje, desde la emisora escogida saltó la alarmante noticia: fuentes cercanas al Kremlin aseguran que Vladimir Putin acaba de ordenar el plan de ataques letales contra Estados Unidos y Europa activando miles de cohetes termobáricos que, según los expertos, sería el arma más temible de Rusia.
El hombre al micrófono explica que fueron hechos para destruir una ciudad de un solo disparo y dada su trepidante velocidad, estos misiles estarían ya horadando la atmósfera, a punto de golpear varias ciudades occidentales.
La información hubiera pasado inadvertida para Adrián de no ser que el locutor, con indisimulada desolación, afirmó que Estados Unidos y las fuerzas militares de la OTAN habían respondido con un arsenal de cohetes, en especial las armas nucleares basadas en aire del heavy bomber group de la Fuerza Aérea con rumbo a Moscú y Bielorrusia, lo que convertía este acto no en el inicio de la tercera guerra mundial sino en la antesala al fin del mundo. “La etapa final de la especie humana”, dijo llorando el locutor al despedir la emisión. Con esa confusión que suele adosarse a la mente de un niño de once años Adrián me observó por un instante para estudiar mis reacciones justo cuando yo le tomé de la mano y le aconsejé que buscase otra estación con música que nos tranquilizara.
-¿Significa que vamos todos a morir?, me interrogó, presa de angustia, mientras observaba el floreciente paisaje primaveral que dejábamos en el trayecto.
-No, no lo creo posible… es ese señor, que exagera, respondí algo nervioso y agregué «Como tú sabes, hay una guerra entre Rusia y Ucrania pero hasta donde yo tengo conocimiento no existe peligro inminente de que Putin tenga en su diabólica mente la idea de convertir la invasión a un país al que se obstina en anexar, como hizo Hitler con Polonia, en el fin del mundo, porque sería un acto idiota… sería el fin de él mismo, de su familia y de su mismo país. ¿Cómo haría entonces para disfrutar de las riquezas que ese dictador ha acumulado?», contesté para convencerle pero mi hijo prestaba más atención al tono de mi voz gangosa y aprensiva que a las palabras que trataban de calmarlo. Su terror interior estremeció mi cuerpo cuando apreté su mano y noté que temblaba.
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-Es verdad… pero han dicho que Putin es un demente, dijo Adrián en vano intento por darse ánimo a sí mismo.
-Exacto ¿Y eso, dónde lo leíste?, pregunté sorprendido y avergonzado por haber subestimado la inteligencia de mi hijo mayor.
-No lo he leído… me lo ha dicho Sasha ¿te acuerdas?, mi compañero de tercero, que nació aquí pero sus padres son rusos y tuvieron que huir porque la policía secreta los citó para interrogarlos por haber aparecido en una manifestación pacifista y para que no lo negaran les mostraron las fotos donde aparecían en la protesta. Me dijo que muchos de los citados no aparecieron más. Entonces decidieron abandonar Rusia y pedir asilo aquí.
-¡Vaya! Nunca nos contaste eso durante la cena cuando mamá y yo les preguntamos a Laura y a ti cómo les fue en la escuela, exclamé aturdido.
-Bueno, estábamos en tercero y se suponía que no tenía importancia… pero ahora con esto de Ucrania. Acuérdate que el martes en la cena les conté que a clase trajeron a dos hermanos ucranianos de mi edad que huyeron de la guerra y no hablan español. La maestra nos ha pedido que fuésemos solidarios y nada de hacerles bullying cuando pronunciaran mal su primera frase en español.
Continuamos el trayecto en silencio. Sin expresiones reconfortantes ni palabras de disimulo. Mi hijo intentaba volver a un juego con su móvil antes de que lo sacudiera la noticia. Yo estuve callado, sumido en las profundidades de todos mis miedos, al punto que de manera instintiva volví a encender la radio y cualquiera de las emisoras que sintonizaba no hacían más que repetir noticias cada vez más pavorosas e inquietantes: «Hace una hora Varsovia ya no existe, una combinación de cohetes hipersónicos y misiles con rayos láser destruyeron en menos de dos horas la capital de Polonia».
Cambiamos de emisora y otro locutor con voz aterradora confirma que Rusia ha activado el sistema de misiles estratégicos Avangard, portadora de una unidad hipersónica planeadora que se diferencia de otras armas existentes por su capacidad para volar en la atmósfera a distancias intercontinentales, sin ser rastreado por la batería antimisiles y a una velocidad hipersónica de más de Mach 20 (unos 24.700 kilómetros por hora). Desesperado, al borde del desquiciamiento, Adrián cambia de una emisora a otra con la idea de todo cuanto se dice y se repite como si fuese el apocalipsis no fuera más que una pesada broma, alguna invención de un humorista, mientras yo observo que los otros autos se desplazan erráticos, imprecisos, algunos se detienen, los ocupantes descienden y se arrodillan para rezar.
Le doy mi teléfono y le ordeno –noto que ya comienzo a desvariar– que ponga urgente cualquier canción al azar de la música que tengo grabada, y entonces nos calma progresivamente Nothing compares, de la infortunada Sinéad O’Connor, maltratada tempranamente por una suerte de demencia, tal y como ahora parece que nos toca al hombro a todos. Nos miramos con miedo, ya nadie puede fingirlo: tenemos miedo.
Si volvíamos a la radio seguían escupiendo noticias cada vez más espeluznantes. Un misil ha destruido por completo el museo del Louvre y casi todo el centro de París. Desde Montreal reportan una lluvia de cohetes que estaba acabando con Quebec. Desde Colombia alguien asegura que Bogotá había sido engullida por un inmenso hongo explosivo despidiendo bolas de fuego a todas partes. Ya la melodía de Sinéad O’Connor no nos tranquiliza.
El viento trae una brisa calurosa, con sabor amargo y los cielos parecen ennegrecerse. Detuve el coche y abracé con toda las fuerzas a mi hijo, al tiempo que le preguntaba ocultando mi llanto cómo estarán en estos momentos su mamá y su hermanita. Nos miramos fijamente y bajamos también para correr descontroladamente por el bosque en direcciones distintas, tal y como lo estaban haciendo ahora los ocupantes de los otros vehículos. Una nube de polvo, como de arena impulsada por una ventisca nos tiró al suelo.
Le ordené a Adrián acurrucarse en posición fetal y cubrirse la cara con las manos pero nadie respondió. Me atrevía mirar de reojo y lo que vi fue una suerte de espejismo para unos ojos demasiados cansados. Todas las ideas me daban vuelta, la imagen de mi mujer y de mis hijos, a la vez que reviví mis años de otro tiempo, como cuando niño me caí por un despeñadero y me rompí una pierna; los besos de mi madre la noche que la desconectamos; la alegría que me produjo el nacimiento de Adrián; la última noche cuando Susana y yo nos peleamos y ella decidió llevarse a la niña para vivir en casa de sus padres. Todo flotaba como en una nube de absurdidad, y me dije he aquí la grandeza de las guerras y las pasiones y los odios convertidos en cenizas. No queda nadie ya para cantar el final.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España