El último librero, por Jesús Hurtado

Autor: Jesús Hurtado | @jahurtado15
No recuerdo cuando fue la primera vez que lo vi. Un vago destello de mis tiempos de estudiante de comunicación social y trabajador del archivo, me permite ver entre las tinieblas del tiempo a un hombre de cara recia y mirada de pocos amigos, pero que sin embargo era amigo de todos en aquella redacción de El Nacional de los años 90.
De lo que sí estoy seguro es de verlo llegar con sus maletas repletas de conocimiento a la vetusta sede de la Cadena Capriles -acompañado siempre de su inseparable Mary- y desplegar sobre una mesa en la redacción de Últimas Noticias aquel mar de sabiduría que, aun en los momentos de mayor ‘cochino’, recibía un desfile de periodistas, diagramadores, pasantes y personal de cualquier cargo para hacerse con alguno de los libros que el viejo Esteban Brassesco vendía.
Su semblante de pocos amigos nunca cambió, pero una vez que te conocía y descubría tus gustos, entendías que aquella cara no era más que un reflejo de las huellas que el tiempo, el exilio y el celo por la literatura imprimieron a un alma amable y cordial, que siempre tenía un comentario para todos y un cúmulo de conocimientos para ofrecer.
Siempre sabías lo que me gustaría leer, bien se tratara de una escritora iberoamericana nueva o consagrada, de nóveles plumas japonesas o bálticas, de un tratado de comunicología»
Quise traer a la mente el primer libro que compré a ese librero de oficio y amigo de camino pero no logro recordarlo, no tanto por los años pasados desde aquel entonces sino porque me doy cuenta que casi toda mi biblioteca se la debo: los libros de cocina y los de religión, los manuales de estilo y los libros de comunicación, los tratados de música, los textos académicos y las biografías, los poemarios y los cuentos que regalé a sobrinos propios y prestados.
Pero en especial las novelas. Porque si a alguien tengo que agradecer haber puesto en mis manos lo mejor de la literatura vieja y por venir fuiste tú, querido Esteban. “Esto te va a gustar”, me decías con absoluta convicción, dándome un resumen magistral de aquel autor y de la maravilla que encontraría en aquellas páginas engomadas que dejabas sobre la mesa.
Y siempre sabías lo que me gustaría leer, bien se tratara de una escritora iberoamericana nueva o consagrada, de nóveles plumas japonesas o bálticas, de un tratado de comunicología o un nuevo compendio de música medieval. Siempre tenías razón en lo que recomendabas. Ah, y no faltó la ocasión en la que me sacaste de un apuro con un regalo, con el cual siempre quedaba bien parado y, de paso, pagaba por partes.
No había semana que no te comprara un libro ni quincena que no me quejara por dejar parte de mi sueldo en tu libreta de anotaciones, donde tachabas con el bolígrafo que siempre perdías la cuenta vieja y escribías la nueva cifra. Hoy reitero que fue el mejor dinero invertido y por ello te estaré eternamente agradecido, querido Esteban.
Ahora, cuando la tristeza por tu partida nos invade a todos los que te conocimos, reconozco que se me olvidó decirte algo: que fuiste tan maestro como el mejor de mis profesores, que de ti aprendí casi tanto como de los que me ilustraron en años de colegios y universidades, porque ayudaste a formar muchos de los conocimientos que hoy tengo.
Me queda el dolor por tu partida, pero también la enorme satisfacción y el orgullo de haber conocido al último librero, a un ser que no solo hizo de la literatura la fuente de ingresos para levantar una familia sino que ayudó a ilustrar a generaciones enteras de periodistas, que hizo de las letras su pasión y razón de vida.
Deja un comentario