El último, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Torre Sur del Centro Simón Bolívar, en Caracas, en una tarde de enero de 1999 en la que ni el tráfico ni los buhoneros apostados a todo lo largo de la entrada del Pasaje Municipal, frente del viejo teatro caraqueño, hacían presagiar lo que sobrevendría en Venezuela en los siguientes pocos días. Desde el quinto piso despachaba el ministro de Sanidad, mi maestro doctor José Félix Oletta. El ambiente en aquel recinto era espeso. Las paredes del despacho, en el que reinaba un gran escritorio repleto de papeles, estaban cubiertas por paneles de madera. Empotrado, destacaba un viejo televisor Phillips inservible. Testigos mudos de la antigüedad de aquella oficina eran también el sofá y las dos poltronas dispuestas alrededor de una mesita «vintage» que muy probablemente formaron parte de su mobiliario original.
El maestro me recibió aquella tarde con una mezcla de cordialidad y de alivio. Eran días duros y el profesor Oletta ultimaba los detalles para la entrega formal del ministerio al nuevo titular de la cartera de Sanidad en pocos días. Supongo que encontrar el rostro familiar del antiguo alumno le habría traído algún solaz a en medio de tantas horas de angustia, consciente como era de estar asistiendo a los últimos estertores de la democracia venezolana herida de muerte por la inconciencia de sus propios hijos.
Victoria –su leal y tenaz asistente desde los tiempos de la dirección de la Escuela de Medicina Vargas– nos trajo café. Lo bebimos sin hablar, buscando en la lontananza respuestas a aquello. Todo estaba previsto sobre su mesa de trabajo: diagnósticos y estadísticas, memoria y cuentas, programas en marcha, transferencia de firmas autorizadas y cargos a disposición, como para que no dejar duda alguna acerca de la absoluta pulcritud de aquel relevo de mando tan natural en la vida institucional republicana, pero que en este caso llevaba el sino trágico de último acto de una sanidad pública que una vez fuera epifánica en Iberoamérica.
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A 25 años de aquello, ninguna duda albergo de que el doctor Oletta estaba plenamente consciente de la gravedad del momento. El largo silencio que plenaba aquel despacho desdecía del coro de voces que sus paredes habrían oído cincuenta años antes, cuando sobre el mismo gran escritorio de extendían los mapas que señalaban el indetenible avance de las cuadrillas de saneamiento protagonistas de la lucha antimalárica, la más grande proeza sanitaria y civil venezolana de todos los tiempos.
Invocando aquel mismo espíritu, mi antiguo profesor de Clínica Médica intentó un último esfuerzo de rescate de nuestra desdichada sanidad pública: la descentralización, el grito de auxilio «in extremis» de una democracia acosada al que la clase política de entonces desatendió. Desde allí se decretó, como con acierto lo recordara hace poco desde México mi colega y amigo Julio César Rojas Guerra, el primer municipio sanitario del país –Chacao– que el municipalismo venezolano tantas veces reivindicó como modelo a seguir.
Cuando sonó la hora de partir, el maestro Oletta entregó la administración a su cargo con la pulcritud y la prolijidad que le caracterizaron en todos sus largos años en el ejercicio de la Medicina Interna. Nada se llevó consigo tras su paso por el antiguo MSAS salvo la presilla de la Orden del Libertador que le fuera impuesta como reconocimiento a sus servicios a la República y que desde entonces siempre lució en la solapa izquierda.
Poco tiempo pasó antes de que lo viéramos de vuelta por las salas del Hospital Vargas, cuando no metido de lleno en el debate sanitario venezolano lo mismo que en la permanente denuncia de la tragedia de nuestros hospitales y del abandono de los programas alguna vez hicieron de la nuestra una sanidad pública modélica. Su sistemática y valiente labor de denuncia basada en datos irrebatibles hicieron de los suyos –los temibles «números de Oletta»– uno de los más consistentes focos de crítica a la veintena de ruinosas administraciones que siguieron a la suya.
Reunidos los varguistas de toda la vida alrededor de su féretro, en medio de un doloroso adiós, mi memoria voló a los duros días de noviembre de 2008 cuando, a poco de haber sido designado como Secretario de Salud del Estado Miranda, hube de enfrentar la arremetida de un chavismo herido por la derrota electoral que decidió arrebatar «manu militari» a la administración entrante hasta el último de sus hospitales y ambulatorios.
«¿Qué piensas hacer, hijo?», me inquirió el profesor. Mientras yo enumeraba las acciones que simultáneamente estábamos adelantando lo mismo en el terreno judicial como en el administrativo, el político y el programático, el doctor Oletta asentía con un «ujm» grave tras cada planteamiento. Cuando concluí, se hizo un breve silencio que el mismo profesor interrumpió: «!así es, carajo! ¡Pa´lante, hijo, pa´lante! ¡Aguante y resista allí! Y cualquier cosa, me llama, ¡no lo vamos a dejar solo!». Y así fue. En cada lucha, en cada esfuerzo, el viejo profesor estuvo allí con nosotros, guiándonos y protegiéndonos siempre.
Ha muerto el último de los ministros de la sanidad venezolana. Después de él siguió una retahíla de titulares del cargo de recuerdo tan vergonzoso como infausto. Que celebre su memoria la Escuela de Medicina Vargas, que le tuvo entre sus más brillantes alumnos, como su profesor y como su director. Que le homenajeen también la Academia de Medicina, que le sentó entre suyos, y las sociedades venezolanas de Medicina Interna y de Salud Pública, de las que fuera miembro destacadísimo. Y que le llore el país entero, que después de él nunca más volvió a ver a un hombre de la sanidad pública ejerciendo su rectoría y que sufre hoy en la carne de sus hijos más postergados la infamia del desdén por el enfermo y del total desprecio por la salud de sus grandes mayorías.
Profesor José Félix Oletta, el último ministro de la sanidad venezolana de la democracia. A gala llevo haberme contado entre sus alumnos.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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