El último venezolano, por Gustavo J. Villasmil Prieto
«Dígale a Monagas que mi cadáver lo pueden llevar, pero que Fermín Toro no se prostituye»
Don Fermín Toro, 24 de enero de 1848
Mañana del 24 de enero de 1848. El ministro de Relaciones Interiores y Justicia, Tomás José Sanabria y Meleán, comparecía ante el Congreso para rendir el informe anual del Poder Ejecutivo. José Tadeo Monagas era el presidente de la República. Los conservadores controlaban las cámaras y se preparaban para enjuiciar a Monagas por violación a la constitución.
Las «bolas» corrían por toda la ciudad y se difundió el rumor de que Sanabria y Meleán iba a ser detenido tan pronto ingresara al recinto. El coronel Guillermo Smith, oficial escocés veterano de la Legión Británica que combatiera en Carabobo, comandaba la guardia que protegía al Parlamento.
Una multitud de liberales se había congregado a las afueras del edifico, el mismo que hoy ocupan las Academias Nacionales. El mirandino Jerónimo Pompa, diputado monaguista, distribuía brazaletes amarillos entre sus compañeros de bancada para diferenciarlos de los conservadores. La bárbara operación estaba montada. A las 10 de «ante meridiem» de ese día, la turba fiel a José Tadeo Monagas tomaba por asalto el Congreso repartiendo bayonetazos por doquier. En la lista de muertos destaca uno de los más extraordinarios hombres de Estado de la Venezuela de todos los tiempos: Don Santos Michelena, quien habiendo sobrevivido inicialmente, pudo ser trasladado a la Legación Británica. Allí le asistieron el doctor José María Vargas y su joven ayudante, el doctor Eliseo Acosta, a quien veremos brillar años más tarde como héroe médico de Francia durante la guerra con los prusianos.
Dada la gravedad de las heridas tòraco-abdominales recibidas, Michelena, el antiguo Secretario de Hacienda y Relaciones Exteriores promotor de numerosas leyes orientadas a abrirle puertas al comercio mundial, a sanear las finanzas públicas, a reducir las tasas de interés y a combatir el contrabando para dotar de estabilidad económica a un país devastado por la guerra de independencia, finalmente murió meses más tarde, el 12 de marzo de 1848.
Tengo en el 24 de enero de 1848 a una de las fechas más aciagas de nuestra historia republicana. Porque una democracia podrá carecer de cualquier cosa, pero jamás de un parlamento. Tasajeado a golpes de bayoneta como quedó aquel, el poder omnímodo de José Tadeo Monagas quedó fuera de todo control institucional. Pero como todo tirano venezolano, al mayor de los Monagas le urgía cuidar ciertas formas. Había que montar algo que pareciera un parlamento. Fue entonces cuando se le ocurrió nada menos que mandar a buscar al gran Fermín Toro a su casa conminándolo a ir a formar cámara. Pero el generalote oriental la embarró a lo grande y mayor sería su sorpresa cuando a su infeliz mandadero el jurista, diplomático y finísimo escritor nacido en El Valle despachó gritándole: «dígale a Monagas que mi cadáver se lo pueden llevar, pero que Fermín Toro no se prostituye».
Perpetrado su crimen contra la República, a Monagas no le faltaron respaldos. El caudillo maturinés eventualmente tendría su parlamento títere y se ceñiría la banda presidencial hasta enero de 1851 y luego entre enero de 1855 y marzo de 1858, con una tercera y última pasantía por el poder en 1868 tras la tragicómica Revolución Azul. No nos ha de extrañar tal cosa, pues la historia de Venezuela siempre ha estado llena de buscavidas y asomados en procura de acomodo a cambio de lo que les pidan. Lo mismo que en estos días.
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En tiempos de profunda anemia republicana, evocar la memoria de aquel gran patricio venezolano nos acicatea y nos emplaza ante la contemplación pavorosa de tanta alma acomodaticia en constante apelación a la «normalización» y el «pase de página» cuando no en cada vez más creativos «desmarcajes», convencidos de que contra ellos nunca irán siempre y cuando guarden la más obsecuente de las composturas políticas.
Desde muy fundamentosos políticos hasta empresarios, académicos y hasta cantantuelos de tarima desarmable: de todo hay en la inmensa grey de gentes hoy dispuestas en Venezuela a la fotografía de rigor que los acredite como elegibles ante un régimen que ha perdido todo pudor y toda vergûenza. «Pasar agachado», «si te he visto, no me acuerdo» y «calladito te ves más bonito» son las nuevas consignas en una Venezuela sin instituciones legítimas en la que los escrúpulos están de sobra. ¡Nuestra antenora nacional está llena de almas así!
En este enero de vergüenza, la Venezuela decente tendría que celebrar el testimonio ejemplar de Don Fermín Toro en aquel otro, hace 177 años, cuando se plantó firme ante otro más de los tantos aspirantes a tirano que este país ha sufrido para bien mandarlo al mismísimo carajo.
¿Es que ya no hay quien lo emule? Porque de ser así, razón tuvo Juan Vicente González cuando en célebre meseniana en ocasión de a su muerte, con justicia llamó a Fermín Toro «el último venezolano».
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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