El voto de Chachita, por Rafael A. Sanabria M.
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Chachita es aún joven, vive en un pueblo de Venezuela y después de los morochitos que parió «cerró la fábrica». Tiene cuatro niños y ya el mayor está próximo a salir del bachillerato y se ayuda afeitando, que parece que lo hace bien porque lo buscan para que «nos eche una peluqueada». Los morochitos son lindos como todos los niños del mundo. Andan pendientes de las cosas de su edad, en casa siempre, o caminando con su madre hasta una casa de alimentación del Estado donde les daban almuerzo, en los días que hay almuerzo. O en otras oportunidades hasta una fundación de ayuda donde también les dan una ayuda vital en esta situación del «resolver la papa» en el día a día.
El voto de Chachita y de todos en su casa no se discute, es rojo rojito desde siempre. Con este éxodo que viven, ella es el único voto que queda en su casa y seguramente que sigue siendo del color de su corazón, entrañablemente rojo para ellos.
Son muchas bocas que alimentar, pero en verdad que lo ha podido resolver. Con su trabajo informal y sus manos fuertes lo resuelve. Además, los vecinos son solidarios. Y hay gente amiga que no son pudientes, pero si sensibles. Así van llegando unas ropitas lindas como nuevas, y «un cuaderno que no usé y una mortadela porque tengo dos». Son pobres, claro, pero son venezolanos, que es una ventaja –no por aquello del petróleo y el oro–, por lo de «entren que caben cien».
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Hace unos días comenzaron a pasar frente a su casa los líderes y «a todos hay que saludar». Hubo uno en particular que cuando la abrazó la entusiasmó, no por lo que dijo –porque ella no lo oyó–, sino porque era joven, estaba muy limpio y perfumado. Como una niña muy crecida, se regocijaba en el medio de la calle, recordando el perfume y reía. A los días el hombre que huele rico pasó en su carro y ella se puso los zapatos y se fue detrás de la estela de perfume, y reía. Seguramente que, en el momento de la votación, ante una máquina que huele a plástico y metal, su voto seguirá siendo como siempre ha sido, sin discusión ni argumento alguno, rojo rojito. A pesar de que ella un día saltó detrás de un olor rico que la hizo reír entusiasmada.
Hace días la muchacha jefa de calle para el CLAP, educadamente, le transmitió la información que, a ella y sus cuatro hijos, les iban a quitar su derecho a la bolsa de alimentación por estar detrás de los escuálidos y le reafirmó: «Debes pagar con lealtad a la revolución».
Todo el vecindario (mayoritariamente rojo rojito) quedó entre el estupor y la rabia. Ella no, porque estaba ocupada haciendo un encargo, porque si no se muere de un infarto. No sabemos cómo votará Chachita el próximo mes de julio, nadie le pregunta eso, pero muchos del vecindario sí han cambiado de parecer.
Sus niños no toman leche de la bolsa CLAP porque, misteriosamente, las bolsas cuando llegan no la traen. Ni trae nunca un pedacito de carne para esos niños que están creciendo, a pesar de todo, sanos e inteligentes. Cada dos meses o tres, nunca antes, la bolsa CLAP al fin llega. La bolsa le trae harina de maíz, arroz, granos y pasta, ¡ah! y un kilo de sal; así que con la bolsa se ayuda unos días. Cada seis meses la bolsa le trae dos (2) pequeñitas latas de sardina para que sus cuatro hijos tengan la proteína que necesitan.
¡Ah! También le dijeron que debía ser agradecida, ya que ella era una de las primeras en recibir el gas Comunal.
Porque el gas, aunque es del Estado, está a muchos dólares de distancia. Y también a mucha paciencia de por medio. Porque se pierde toda una mañana cuando viene el camión del gas que al final muchas veces no aparece. Se excusan diciendo que hubo complejísimos problemas logísticos que no pudieron resolver. Claro, con los dólares adecuados esos enredados problemas se resuelven. Casi nunca viene, pero ahora definitivamente no vendrá más para ella si decide tomar otro rumbo que no sea la revolución, que si no se hubiera hecho experta encontrando leña hace años se hubiese muerto de hambre.
No pido que le devuelvan su derecho a alimentarse a esos cinco venezolanos porque no se lo han quitado. Al contrario, solo han puesto con claridad ante los ojos de todos, que no se necesita esa cornucopia llamada CLAP. Que ella vive y come con o sin ellos. Quienes sí viven del CLAP, se visten, beben y hacen negocios son los que manejan las bolsas, mucho más arriba.
Toda esta perorata no es para pedir que le devuelvan el acceso al CLAP, porque evidentemente no lo ha perdido y no le es indispensable. Tampoco para solicitarle al partido de gobierno y a sus personeros, caporales o sargentos, que políticamente no metan más la pata así, porque ese no es mi problema.
Lo que sí quiero pedir, pero no sé ante quien se hace eso, quiero pedir un poquito más de inteligencia. Supongo que, si tanta gente tan radical no estuvieran como dirigentes en las organizaciones sociales y políticas, en todas, las cosas marcharían mucho mejor en las instituciones y los partidos, en todos los partidos, y mejoraría toda la política y el país en general.
Sí, no estoy clamando por justicia (que bien podría) ni por verdadera sensibilidad social ni por ayuda humanitaria. Clamo por inteligencia.
Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).
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