Elías Crespín, por Fernando Rodríguez

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En general los artistas plásticos, y por supuesto la mayoría de los críticos, suelen delirar ante una mancha amarilla informal, atribuyéndole el significado de una vuelta a la otra cara del ser o de reinventar el sentido de lo cotidiano abriendo un paréntesis cuasi místico en nuestro diario vivir. El ser no tiene caras, y el sentido de nuestra cotidianidad nacional es el chavismo y no se imagina uno tratando de abrir un espacio en nuestro afanoso y de por sí difícil vivir a partir de una mancha amarilla. Total, un disparate sobre otro.
Un filósofo alemán ha dicho, ante lo polémico de las artes contemporáneas, que la vanguardia predominante y extrema puede hacer arte –algunos sesudos obstinados lo niegan– pero no hablar sobre él. Lo cual parece sensato ante la verborragia imperante sobre las comarcas del ser.
Por ello resulta liviano, como su arte, que Elías Crespín diga que él no pretende en sus obras trasmitir mensaje alguno, decir esto o aquello. Ellas son lo que son. Una hazaña técnica, sobre la cual no hablaré por desconocimiento, que permite mantener en el aire y en movimientos rítmicos, danzando, un conjunto de bellas y armoniosas figuras. La gente y él mismo lo llaman cinetismo.
Pero habría que deslindarlo de los cinéticos al menos nacionales y sobre todo de sus obras ciudadanas, en general pesadas y paradójicamente inmóviles. Y que proliferaron en el país por obra de Soto y, sobre todo, de Cruz Diez que levantó una verdadera industria transnacional. También Otero, pero éste tiene una larga y bella obra no cinética. Y Gego, abuela y primera maestra de nuestro artista y a la que le debe un montón, pero ella es inclasificablemente deslumbrante.
Estas obras sí se mueven y lo hacen con ritmos premeditados y muy sigilosos y armónicos que realmente embelesan al espectador. Digamos que es belleza silenciosa, música callada, ballet. Es uno de nuestros grandes creadores, ya, todavía mozo, no me cabe duda. Tanto es así que el que escribe consideraba en su juventud a Jacobo Borges, al informalismo, al surrealismo y a un arte objetual particularmente agresivo (como el Homenaje a la necrofilia) como el arte de estas tierras convulsas e izquierdosas y al abstraccionismo geométrico, que genera el cinetismo, como mera decoración, arte bancario lo llamaban los malvados. Y algo de eso me quedó, modificado y atemperado claro. Este artículillo es una muestra.
Pero yo quería decir otra cosa. La barbaridad de gente que todos estos primeros días se ha agolpado en la Hacienda la Trinidad. No recuerdo nada similar. Bien por el público, no solo numeroso sino con la boca abierta. El hecho de que el caballero haya entrado a decorar Le Louvre, el mayor museo del mundo, ha sido un buen motivador. Y la voz que ha corrido del deslumbramiento que produce tiene lo suyo. Es cosa buena ahora que comenzábamos a pensar que las botas y las torturas eran el sólo horizonte noticioso de la vida nacional en estos días.
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