En el nombre, por Marcial Fonseca
Era una familia de lo más peculiar: padre, madre; varón el hijo mayor, hembra la menor. Los dos primeros se sentían ufanos de que su hija hubiese nacido en ese terruño; todavía la madre recuerda que cuando llegaron a esos lares, faltaban pocos días para que la niña viniera a este mundo; nació y los progenitores juraron que ese sería un nuevo comienzo, y lo fue.
Y tenía que serlo. No podían seguir brincando caminos y enfrentando riesgos; los hijos merecían tranquilidad y los padres estaban dispuestos a hacer el sacrificio. Sabían que si se retiraban de la ya ancestral práctica familiar, los descendientes podrían lograr la tan huidiza y tediosa humanidad. Y la alcanzarían con tesón y paciencia. El padre se dedicó a lo que sabía hacer: enseñar algebra. Consiguió una plaza de profesor en el colegio local y se ayudaba con clases particulares los fines de semana y en los meses vacacionales. La madre hacía tortas por encargo.
A veces sus conversaciones, antes de reconciliar el sueño, era sobre lo fácil de la adaptación a la nueva vida; aunque no estaban seguros de si la comodidad era más para ellos que para los hijos. Bueno, la hija, al llegarle la menarquia, pasó muy bien la prueba. No podían decir lo mismo del desarrollo del muchacho ya que con este no conocían maneras de cómo comprobarlo.
Sin embargo, el varón no la estaba pasando muy bien; este no entendía lo que sucedía a su alrededor; no descubría cuál era el meollo de por qué se sentía tan raro, claramente era algo que no sabía definir; pero la zozobra estaba ahí. Había ciertas sensaciones que no sabía cómo digerir.
Una vez tuvo una experiencia incomprensible. Estaba en el receso de la mañana. Conversaba con varios amigos en el patio del liceo, una de sus compañeras metió la mano en su bolso de útiles escolares y la sacó rápidamente:
–¡Coño! –gritó ella.
Se había puyado uno de los dedos con la punta del compás; la estudiante se vio la herida y el pequeño sangrado; y atávicamente se llevó el dedo sangrante a la boca y engulló el rojo líquido. Él se imaginó que aquello tenía que ser un verdadero deleite y pensó que él, y todos en su familia, no conocían el placer de degustar sangre.
Quiso indagar por su propia cuenta y un fin de semana visitó a la compañera de estudio, la del corte en el dedo, con el pretexto de hacerle una consulta sobre la última clase de biología. Después de una hora con el aguaje de estar estudiando, le pidió que le mostrara la pequeña herida. Al ver la cicatriz en formación, y lo rosado de la piel, sintió un escalofrío en todo su cuerpo y movimiento cortos y espasmódicos en los miembros superiores; así como un gran deseo de succionarla.
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Decidió preguntarle a su padre qué era aquella sensación.
–Hijo, llegó el momento de que lo sepa; a mí me conocen como Turafenos, que leído retrógrada y silábicamente es Nosferatu, mi nombre sempiterno; esto es, tengo origen, igual que Eva y Adán, pero no fin; pero para ello tengo que alimentarme de sangre humana.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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