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En medio del apagón el ánima de Disney o de Pica Pica lo ayudó a llegar a su casa



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Gregorio Salazar | @goyosalazar | julio 23, 2019

Una experiencia de las muchas que debieron vivir miles de caraqueños para llegar a su casa en medio del cuarto apagón del año

Gregorio Salazar


Llegando a Plaza Venezuela el metro empezó a acusar un abandono de sus fuerzas, una especie de fatal desvanecimiento  como a un viejito al que se le van repentinamente los tiempos,  pero pudo llegar al andén con el impulso que traía. Eso sí, perezosamente, con menos velocidad que un carrito de carreras YMCA.

Con el tren y el andén a oscuras la sorpresa es que la gente no quiere desalojarlo. Y uno se imagina porqué: asumir de una vez que el percance no tendrá remedio en breve significará echarse a andar por una ciudad donde el transporte superficial, colectivos o taxis, prácticamente ha desaparecido.

Y aunque así no fuera, con la marejada humana que el metro paralizado lanza a la calle difícilmente se encontrará otra forma de llegar a la casa como no sea caminar para algunos durante  horas. Por eso se quedan inmovilizadas en sus puestos o aferradas de la esperanza más fuertemente que de las correas o los tubos del techo mientras musitan preces a San Cristóbal, santo de los viajeros, o al Anima de Pica Pica, a ver quién quita. Los que no se caen a cobas mascullan las consabidas mentadas de madre o las profieren en clara, inteligible y ensordecedora voz.

Cuando enfrentábamos el calvario de los 56 escalones que nos separaban del boulevard de Sabana Grande, suplicio algo regular si usted padece de meniscos algo roídos, por el sonido interno se instruía a las personas a permanecer en las zonas iluminadas de la estación.  ¿Y cuáles? Aquello era una boca de lobo donde algunos ingenuos trataban vanamente de iluminarse con los celulares, aun a riesgo de un arrebatón.

Uno se maravilla de cómo todavía es capaz de obnubilarnos cualquier fragmento de partícula infinitesimal de optimismo por allí olvidada “en un rincón del alma”, como dice la vieja balada. Uno cree que la cosa no es difícil, que todo se va a resolver rápido y bien. No será para tanto: en un rato volverá la luz, para el metro todo irá sobre rieles, otro mega apagón ni pensarlo, podremos regresar a casa relativamente temprano después de cumplir nuestros objetivos: una diligencia en el Centro Comercial El Recreo y seguir hacia los lados de Parque Miranda para asistir a una reunión. Y manda un mensaje: “Voy en camino”, sin darse cuenta de que las tres palabras se quedarán encapsuladas en el aparato porque hace raaaaato que no hay señal.

La realidad comienza a desmentirnos cuando llegamos al centro comercial en el justo momento en que están cerrando los pesados portones metálicos porque también está a oscuras. Uno sigue pensando en positivo. Este apagón es reducido, eso debe estar restringido a esta zona, un pequeño racionamiento ordenado por Delcy. Pero la avalancha humana que comienza a inundar el boulevard  va dando señales que la cosa no se viene fácil. No va a haber metro. Y se presenta el primer dilema: regresar o seguir adelante. Regresar al centro norte de Caracas es imposible. Ni las rodillas ni un repentino y persistente dolor, que ubicaríamos empíricamente entre los cuboides y los escafoides del pie izquierdo, nos lo permitirían. Total apenas son cuatro estaciones: Chacaíto, Chacao, Altamira y, sí, Parque del Este.  

Abreviemos la relación de este suplicio. A las seis y picote de la tarde estábamos en las afueras del edificio donde habría la reunión. No funciona el timbre del comunicador, no funcionan las líneas telefónicas, nadie conocido con carro llega, nadie sale. Uno es el único que no se enteró de que se suspendió el encuentro porque no le llegaron los mensajes.

La cosa se va poniendo seria. Hay que regresar al centro de Caracas, pero ahora desde un extremo más distante. Y oscureciendo. Recordar de improviso que un familiar vive en las cercanías de Altamira fue un alivio. Alivio que volvió a alejarse cuando llegamos a las afueras del edificio otra vez sin modo ni manera de comunicarnos. La conserje está afuera, en la planta baja, conoce a quien buscamos, pero por nada del mundo nos va a dejar entrar ni va a subir 15 pisos para ir a avisar.

Al menos había un banquito de cemento en la entrada. Allí se sienta uno con el puño enterrado en el mentón cual Pensador de Rodín estudiando las alternativas para romper tamaño cerco. ¿Regresar caminando a esa distancia y a oscuras? Ni con veinte años menos nos lanzaríamos a esa proeza olímpica. Podía ser que volviera la luz y la señal telefónica. Nos asalta la pregunta que pone a circular  por las venas un líquido así como refrigerante para motores ¿Y si se trataba de un nuevo mega apagón?  Y ya nos imaginábamos las intoxicantes excusas del Goebbels criollo, que efectivamente resultaron desquiciomagnéticas, ineptoanalógicas, electroinventadas y cibernembusteras.

La historia tiene un final de Disney, propiciado diría uno que por un hada madrina, quien sabe si Pancha  Duarte, la célebre y generosa Anima de Taguapire, condolida de nuestra desvalida situación. Pasadas las ocho de la noche baja nuestro familiar en busca de algo para comer, nos ve y pega un grito:  ¡Qué haces tú aquí! Oye la historia boquiabierto. Vente, responde, vamos a cenar que a la vuelta hay un restaurant con planta.  Unos trozos de pizza Margarita fueron un buen consuelo, pero no tanto como poder regresar a casa cerca de las diez de la noche en un taxi pedido por nuestro samaritano que milagrosamente, lógico, tenía señal en su móvil.

No quiero imaginar la pobre gente que peregrinó durante la noche de ayer a Propatria o a Petare abandonada a su suerte olvidada por él ánima de Disney, Doña Pancha  o Pica Pica.  Para ellos sólo las excusas de quienes mantienen al país en la oscurana y el oscurantismo.  

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