Enseñando a los niños, por Marcial Fonseca

Pedro sabía que él sería el cimiento donde se levantaría la iglesia del Señor, y para lograrlo, solo tenía que propagar la palabra de Dios que le estaba enseñando Jesús; y en verdad que al apóstol y a Cristo les encantaba irse a la colina y desde allí predicar a los pastores y a los hijos de estos. Pedro no estaba muy a gusto con ese muchachero porque consideraba que su comportamiento era irrespetuoso; este sentimiento molestaba a Jesús.
«Dejad que los niños vengan a mí», insistía el Señor, mas el apóstol hacía caso omiso. Insistía en invitar a los progenitores, pero sin mucho éxito. Pero a Pedro se le ocurrió una estrategia. El maestro debía hacer gala de milagros; lo que sería fácil ya que Juan el Bautista le había informado de que Jesús era el Mesías. Así que Pedro envió a algunos de los suyos para que se adentraran en el pueblo y se informaran de las necesidades de los habitantes.
La primera oportunidad se presentó en una fiesta en que no había ni suficiente pan ni suficiente vino. El Mesías no tuvo problema en resolver estas simples carencias. El éxito fue enorme. Pero Pedro quería más; y la oportunidad fue la muerte de Lázaro. Llevó al Señor a la tumba, este ordenó que removieran la piedra que la tapaba, y sin entrar en ella, por ser un recinto de muerte, comandó al finado a que se levantara, pero que se quedara en la tumba por cuatro días para que desapareciera el leve olor a putrefacción.
Luego Cristo fue llevado a la casa de un ciego congénito; la madre le rogó que le restaurara la vista a su hijo; el Señor contestó que no habría problemas, «Si el invidente cree en mi Padre Celestial, la vista volverá». El Señor le pasó una mano por la cara y la visión le volvió. Ordenó que se mantuviera en un cuarto oscuro hasta que se acostumbrara paulatinamente a la claridad. Sin embargo, no le hicieron mucho caso y por ello el recién curado tuvo una caída al entrar a una terma que le produjo un dislocamiento de una de sus rótulas. Se lo llevaron nuevamente a Cristo para sanación, él se negó. «Los milagros de mi padre no son para curar torpezas», aclaró.
Él descansaba en su aposento cuando Pedro interrumpió su vigilia, le pidió que abandonaran el recinto por la puerta trasera porque al frente había un muchachero.
«Recuerda lo que te he dicho, Pedro, dejad que ellos vengan…»
«Pero maestro, tenemos reunión con el sanedrín…»
«Está bien, vámonos».
Llegaron a la reunión y fueron recibidos por los patriarcas; deliberaron sobre asuntos importantes, terminó la congregación y abandonaron el sitio; afuera esperaba la multitud.
«Señor», era Pedro un poco molesto, «ahí están otra vez, se los dejo a usted».
Los zagaletones se acercaron con una gran algarabía. Jesucristo los animó; lo rodearon, algunos de ellos empezaron a halarle las mangas, a asirle los pliegues de su túnica; mirando al cielo, el Señor, como pidiendo anuencia celestial, se quitó el cíngulo y empezó a repartir cingulazos, y mirando con abiertos ojos a Pedro, exclamó:
«Necesitaba que se me acercaran para darles sus correazos».
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Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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