Entre la culpa de Nobel y las guerras de hoy, por Luis Ernesto Aparicio M.

En las últimas décadas, la mayoría de las nominaciones y premiaciones que se otorgan desde instancias tan diversas como la Academia de Cine, los concursos de belleza o el propio Comité del Nobel, han estado bajo presión y cuestionamiento. Las decisiones adoptadas por estas organizaciones —y los personajes favorecidos por sus galardones— han generado polémicas que, con frecuencia, dejan al descubierto intereses ajenos al mérito o a la objetividad. No debe olvidarse que muchos de estos premios, además del prestigio simbólico, vienen acompañados de importantes sumas de dinero.
En ese contexto, octubre suele ser el mes más esperado por el mundo académico y científico. Es entonces cuando se anuncian los ganadores de los Premios Nobel, en sus distintas categorías: Medicina, Fisiología, Física, Química, Literatura, Ciencias Económicas y, por supuesto, el más anhelado de todos, el de la Paz.
Para comprender el sentido de este galardón conviene recordar quién lo concibió y por qué lleva su nombre. Alfred Nobel fue un hombre de ciencia y de paradojas. Ingeniero, inventor y empresario sueco, su nombre quedó asociado a la dinamita, uno de los inventos más influyentes —y destructivos— del siglo XIX. Sin embargo, al final de su vida, atormentado por la posibilidad de ser recordado como un mercader de la muerte, decidió que su fortuna se destinara a premiar a quienes contribuyeran al bienestar de la humanidad.
Así podemos tener claridad sobre como nacieron los Premios Nobel, entre ellos el de la Paz, concebido para honrar a las personas o instituciones que «más o mejor hayan trabajado por la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos permanentes y la promoción de congresos de paz».
Esa intención, nacida del remordimiento y la esperanza, ha sido puesta a prueba una y otra vez por la forma en que el mundo interpreta —y manipula— el significado de la palabra «paz».
A la conciencia del señor Nobel, marcada por el peso de sus invenciones y su deseo de redimirse, habría que añadirle otra carga: la de la subjetividad e intereses que hoy rodean la entrega de su premio más simbólico. Con el paso del tiempo, el Nobel de la Paz se ha convertido en un reconocimiento tan prestigioso como cuestionado, al punto de que sus decisiones, lejos de consolidar su autoridad moral, parecen contribuir a su desprestigio.
El problema radica en que el Nobel de la Paz depende menos de evidencias objetivas que de ajustadas interpretaciones políticas. Mientras que en ciencia o literatura existen parámetros verificables —descubrimientos, aportes, obras—, en la paz todo recae en la percepción de los decisores. Esa carga subjetiva ha sido responsable de algunos de los fallos más controvertidos de la historia del galardón.
Uno de los casos más emblemáticos fue el de Henry Kissinger y Le Duc Tho, premiados en 1973 «por haber negociado un alto el fuego en la guerra de Vietnam». Aquella decisión, que provocó protestas y renuncias dentro del propio comité, fue vista por muchos como una contradicción: el conflicto no terminó mediante el diálogo ni la reconciliación, y el propio Tho rechazó el premio. Desde entonces, el Nobel de la Paz comenzó a mostrar las grietas de un proceso de selección donde la diplomacia, más que la coherencia, parecía dictar el veredicto.
Años después, el comité volvió a sorprender al mundo al conceder el premio a Aung San Suu Kyi, símbolo de la resistencia democrática en Myanmar, pero más tarde acusada de tolerar —y justificar— la persecución contra la minoría rohinyá durante su gobierno.
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Aquí podríamos decir que, cuando Alfred Nobel imaginó su premio, pensó en quienes lograran sustituir el ruido de las armas por la voz del diálogo. De allí que al otorgarse a figuras cuya trayectoria no se distingue precisamente por su apuesta a la negociación o la reconciliación, el galardón parece traicionar el espíritu que le dio origen. Y eso no es un detalle menor, sino un síntoma de cómo el mundo ha confundido liderazgo con estridencia y firmeza con intransigencia.
No se trata de negar los méritos de algunos ganadores, sino de advertir que el Nobel de la Paz se ha alejado cada vez más del espíritu que lo inspiró. Las decisiones recientes parecen responder más a coyunturas geopolíticas o a la necesidad de enviar mensajes simbólicos que a un juicio justo sobre quién ha contribuido realmente a la paz mundial.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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