Entre mangos, mamones y ciruelas de huesito, por Luis Francisco Cabezas
Twitter: @luisfcocabezas
Hace unos días escribí un hilo en Twitter; muy mal escrito, por cierto, sobre mi infancia y en especial sobre las visitas que hacía con mi madre a un caserío llamado El Placer en las afueras de Cabudare. Hoy, este lugar es parte del área urbana del municipio Palavecino, aunque por allá en los 80 era literalmente monte, culebra y extensos cañaverales que formaban parte del, para aquel entonces, productivo valle del Turbio. Por el bonito recuerdo que me trae esas andanzas quiero, con esta breve crónica, hacerle justicia y escribirlo de mejor manera.
Transcurrían los 80. Mi madre —una adeca de esas que, si hiciesen un casting para una cuña de AD, calificaría sin contendora alguna— siempre ha sido una entusiasta activista, aunque más social que política. Sin embargo, cuando llegaban elecciones, se ponía los aperos y sacaba sus mejores argumentos políticos. Recuerdo que siempre le preguntaba a mi mamá cuántos ahijados tenía. Siempre andábamos en un bautizo de agua, y ella se contaba entre los padrinos. La «postura» podía ser en Siquisique, capital de municipio más foráneo del estado Lara, o en Tamaca o en Sarare. Lo cierto es que eran muchos sus ahijados; unos de bautizo de agua y otros en el rigor del sacramento católico.
Entre esos muchos estaban los de El Placer: los hijos de Adelaida (nombre ficticio), a quienes frecuentábamos. Ir a El Placer siempre resultó, para mí, eso: un verdadero placer. Ir a El Placer era ver caballos, vacas en pleno ordeño, tumbar mangos y mamones, y encaramarnos en la mata de ciruela de huesito a comerlas con la sola preocupación de que su efecto laxante no fuese tan inmediato que me obligase a visitar la temida letrina.
Íbamos y pasábamos todo el día allá. Acostumbraban hacer un sancocho y unas cachapas que parecían una tapa de olla mondonguera.
También recuerdo una especie de masato o atol que hacían de maíz, que nunca me gustó por su textura grumosa. La comida era para mí lo de menos. Lo importante era jugar, jugar y jugar hasta que me chorreara sudor mezclado con tierra por toda la cara.
Recuerdo que había dos tipos de casa: las casi indestructible R4 de Malariología, y otras de bahareque con pisos de tierra. Estas últimas parecían tener una especial calidez, ya que en ellas transcurría toda la vida social, mientras que las otras eran utilizadas como depósitos de los pocos bienes más preciados.
Del gran rancho de bahareque —algunos podían ser muy grandes— me llamaban la atención el área del fogón y la destreza de sus operadores. Hay que recordar que yo era un chamo de ocho años que, aunque no vivía en una exclusiva zona de Barquisimeto, siempre viví en una quinta muy cómoda, que hoy extraño. Estas casas de bahareque solían tener en la entrada unas pipas (en Barquisimeto llamamos pipas a los pipotes metálicos) con agua, que era de donde la gente se surtía.
Siempre me quedaba viendo las larvas de los futuros zancudos que serpenteaban dentro del agua; les llamábamos clavitos. Mi madre solía advertirme: «No tomes agua de allí, aunque los hijos de Adelaida lo hagan».
Nunca desobedecí a mi madre, pese a que miraba con inquietud y curiosidad cómo mis amigos de juego calmaban su sed con el agua con clavitos. Otra cosa que me llamaba la atención era que mis compañeros de juego siempre andaban descalzos. En varias ocasiones traté de hacer lo propio, pero la verdad que lo de andar descalzo no vino en mi ADN, y aunque el piso de la zona era arcilloso y compacto, nunca pude. Me asombraba cómo mis amigos podían correr y pasar por encima de todo sin ni siquiera un lamento.
Una tarde, regresando exhausto y hecho un desastre y lleno de mugre, le expresé a mi madre, en tono reflexivo, mi inquietud por el hecho de que mis amigos nunca usaban calzado. Teníamos tiempo visitándolos y nunca los había visto con zapatos, a excepción de las chanclas petroleras que se ponían algunas veces. Mi madre hizo silencio. A la altura del restaurante Tiuna, me dijo: «Hijo, en ese tierrero se les dañarían los zapatos».
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La respuesta no me convenció mucho porque yo tenía claro que eran muy pobres. Seguimos nuestro trayecto por toda la avenida Lara de Barquisimeto hasta que, en el cruce de la avenida 20 con Morán, le dije: «¿Qué tal si compramos o buscamos unos zapatos? Así ellos no se sentirían mal por no tenerlos y yo tampoco por tener los míos. Mi madre, que iba al frente de nuestro fiel Malibú, volteó, sonrió, y me dijo: Eso haremos, hijo». Y eso hicimos.
Hoy, no sé qué fue de mis amigos de El Placer con los que compartí tardes enteras de juego.
Con esta breve crónica, basada en una historia de la vida real, quiero reivindicar el hecho de que crecí en un país donde no se alimentaban las diferencias sociales, al menos no desde los gobiernos.
Nadie les decía a los hijos de Adelaida, mis amigos, que ellos no tenían zapatos porque un chico como yo se los había arrebatado, ni a mí nadie me dijo que los hijos de Adelaida un día iban a venir por mis zapatos. Ni ellos me temían ni yo a ellos.
Lo que sí hubo fue gobiernos que perdieron su capacidad de entender las desigualdades y trabajar en ellas para que estas no determinasen inexorablemente el resto de la vida de quienes las padecían, asimetrías que no fueron elegidas y que pudieron haber sido abordadas bajo un enfoque de inclusión. Así, el bienestar comenzó a ser visto como algo que no era para todos.
Ello se convirtió en compostaje para la fértil siembra del odio y de la revancha social que tanto daño nos han hecho en los últimos 20 años. Personalmente, creo que aún estamos a tiempo de resarcir ese daño, no enfocándonos en la búsqueda de culpables sino desmontando los discursos que separan, tratando de construir un imaginario donde sean más los puntos que nos reconecten como sociedad que los que nos separen. Hoy somos jirones que endeblemente se mantienen zurcidos. Tenemos un gran desafío por delante.
Luis Francisco Cabezas G. es Politólogo. Máster en Acción Política, especialista en Programas Sociales. Director general y miembro fundador de Convite A.C
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