Érase una vez un docente en Venezuela, por: Julián Martínez
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El profesor necesitaba ir a un mercado lejano, económico y peligroso. Como todos los días, se quejó de haber hecho un doctorado en ciencias en lugar de haber estudiado para brujo, porque con su sueldo (que hace cuatro años equivalía a un bono y hoy no es ni siquiera una propina) le habría venido mejor ser docente en Hogwarts en lugar de la UCV.
Esperó el autobús durante dos horas hasta que alguien informó que ya no vendría. En la línea solo hay dos unidades y una se había quedado accidentada. El profesor lo lamentó sobre todo porque hoy, luego de varios días buscando, había logrado tener efectivo para pagar el pasaje. “Seguramente cuando no tenga efectivo entonces sí va a venir el autobús”, pensó.
Comenzó a caminar hacia su casa con el estómago reclamando. Al llegar al viejo edificio se encontró con que no había luz en la zona. Rió, incluso soltó una pequeña carcajada: tendría que subir los 12 pisos a pié y se reía porque de todas formas el ascensor no servía desde hacía un par de años. La reparación costaba 10 mil de dólares, lo cual equivale a 10 mil quinientos sueldos mínimos. En fin, no hay manera. Y esto es lo que hay.
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Justo cuando abrió la puerta de su casa regresó la luz. Se alegró y se sintió agradecido porque la electricidad había vuelto. Los venezolanos le hemos aprendido a agradecer las pequeñas cosas de la vida. En Colombia, en Ecuador, en Brasil o en España la gente da por sentado tener agua al abrir el grifo; allá los profesores universitarios –de lo más desagradecidos– tienen agua las 24 horas del día y eso lo ven como algo muy normal (en realidad ni siquiera lo ven). Tienen mucho que aprender de nosotros, que nos fijamos en eso, que nos alegramos cuando por fin hay agua, o luz, o internet, o gas, o comida en la mesa, o efectivo, o gasolina, o etc., etc.
Se sentó frente a lo que quedaba de su computadora pero seguía sin internet. “Tal vez en la madrugada pueda medio navegar como el Titanic”, pensó. Entonces, para olvidar sus penurias, el docente tuvo el antojo de ir a comprarse una arepa, pero el dinero no le alcanzaba. Cuando era estudiante podía hacerlo, pero ahora que le falta un año para jubilarse, ahora que es titular a Dedicación Exclusiva, gana cuatro dólares al mes. Ese es su premio por 24 años de servicio.
“Si así estoy yo ¿cómo estarán los maestros de escuela?”, pensó el profe. “Ganan dos dólares al mes y sus estómagos están todavía más vacíos”, concluyó. Luego sonrió con cierta ironía porque se supone que Venezuela descubrió la cura de la covid-19 a pesar de que el IVIC tiene los laboratorios en el suelo y cada vez son más los investigadores que se van del país para no morir de hambre. Esa cura es un milagro difícil de creer (como todos los verdaderos milagros).
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