Es difícil esperar algo de estas charras negociaciones, por Wilfredo Velásquez
Twitter: @wilvelasquez
Las negociaciones entre el régimen y la oposición venezolana ya parecen tan antiguas como el poema de Gilgamesh y tan prolongadas e intensas como el combate entre el rey de Uruk y Enkidú.
Pensarán que es difícil establecer analogías entre el relato sumerio y las negociaciones que se inician en México, muy lindo y muy querido por los miembros del régimen, especialmente por la seguridad y protección que les brinda. Sin embargo, ante las evidentes fortalezas del negociador del interino (Gilgamesh leopoldista), podemos decir que la diosa Aruru, primera dama del olimpo sumerio, creó al junior Enkidú de la arcilla y la semilla de su consorte para enfrentar al empoderado negociador de la oposición, pero aquí tampoco hay similitudes con el antiquísimo relato, realmente el junior Enkidú no va a México a enfrentar a nadie, su verdadera misión es servir de ojos y oídos de su progenitor y de controlador de sus representantes, para evitar que el instinto de supervivencia de los negociadores no se imponga y decidan traicionar al régimen.
Posiblemente en estas negociaciones no surjan los fraternales afectos del relato entre Gilgamesh y el junior Enkidú, es probable que no maten al toro ni tampoco quede claro quién desempeñe el papel civilizatorio de Shamat, aunque pudiera algún incauto suponer que esta labor humanizadora surgió de las aulas bolivarianas.
Es difícil esperar algo de estas charras negociaciones, lo más probable es que el régimen haga como Jalisco, que nunca lleguemos a Pénjamo y que el tipo siga siendo el rey.
*Lea también: La tierra solloza por nuestro hacer denigrante, por Víctor Corcoba Herrero
Mientras eso sucede, me voy a dedicar a revisar la novela inédita: Mi charger 440 verdeoliva de la que les dejo el siguiente capítulo:
Encuentro
Caminé distraído hasta la parada de los taxis ubicada en la entrada principal del Hospital de Clínicas Caracas, me dirigí hacia el primero de la fila de coches, al posar mi mano en la manilla de la puerta trasera, tropecé con la blanca mano de largos y gráciles dedos, muy pálida, las uñas pintadas de un rosa viejo que resaltaba la exagerada elegancia de aquellas obras de arte, creadas por la naturaleza para la sensualidad y la ejecución virtuosa del piano, tantas veces las vi deslizarse, etéreas e impredecibles sobre el teclado que quedaron para siempre en mi memoria.
No necesité levantar la mirada para reconocer la delicada mano que en el pasado había recorrido sensual y voluptuosa mi cuerpo otrora joven.
Después de observar la piel aterciopelada por un breve momento que me pareció eterno, pude superar el tropel de embriagantes emociones que me embargaban y levanté la mirada esperando encontrar el rostro juvenil, alargado hermoso y sonriente que había desaparecido de mi vida en la temprana juventud sin explicación alguna.
Sonreía con los ojos entornados, protegidos por sus largas pestañas, enmarcados en las cejas color castaño claro, tan solo un poco más intenso que la vellosidad de melocotón que cubre sus torneados brazos.
Su sonrisa había resistido con hidalguía el paso del tiempo, iluminaba el estacionamiento y se extendía hasta las faldas del Ávila, resaltando el esmalte de la puerta del vehículo que los dos parecíamos disputarnos.
—Hola —no dijo más y nos dispusimos a embarcar en el taxi como si no hubiera pasado el tiempo y aquella fuera una cita acordada.
Le abrí la puerta y entró con su habitual elegancia, se sentó de lado en el asiento del coche y con un gracioso giro cual vuelta en dehórs propia del ballet, que hubiera provocado los celos de Margot Fonteyn y la envidia de nuestra elegante Carolina Herrera, montó sus piernas, puso su bolso en el regazo cubierto con una falda plisada de tentador raso pajizo, como la cartera de la dama del poema de Lorca, y esperó sonriente a que yo abordara el coche por el lado derecho.
Ya sentados cómodamente, sin consultarme, dio instrucciones al chofer, volvió sus ojos hacia mí y dijo:
—Ay, qué pena!, cuánto lo siento, nunca podrás entender cuánto me dolió ni lo mucho que me costó tomar aquella desgraciada decisión.
Miré sus ojos claros, ahora surcados por finas arrugas que acentuaban la profundidad de su mirada. Tomé su mano derecha entre mi mano izquierda y sentí que el tiempo seguía siendo el mismo, que los años no habían transcurrido y que éramos dos jóvenes asomados a la ventana de la vida, oteando el futuro, que lamentablemente ya habíamos consumido.
¡Claro! es cierto —pensé—, nunca me lo dijo, pero yo siempre supe que pasaría de esa manera, no dudo que me haya amado, al menos un poco en relación a lo mucho que yo le amé, pero el amor y la pasión que siente por la música no deja espacio para más. Lejos de sentirme mal por ello, aprendí a admirarla por el tamaño y la firmeza de su compromiso vocacional.
Éramos jóvenes y dimos juntos los primeros pasos hacia la adultez.
Juntos reafirmamos nuestro compromiso con la cultura y el arte, juntos decidimos la ruta sibarita que marcó nuestras vidas y juntos recorrimos deslumbrados la vereda que conduce a la bohemia.
Juntos recorrimos nuestros cuerpos buscando el mutuo placer y el deleite que brinda el primer amor.
Juntos memorizamos la Balada de Hans y Jenny de Aquiles Nazoa que no pude dejar de evocar, al recordar nuestros arrebatos juveniles: Verdaderamente, nunca fue tan claro el amor como cuando Hans Christian Andersen amó a Jenny Lind, el Ruiseñor de Suecia.
Y en cosas de amor debo reconocer que nuestra relación superó los límites de lo especial para rebasar lo extraordinario.
Éramos dos adolescentes que recién habíamos dejado atrás los textos de Henry Miller y de Anais Nin.
Nos comportamos como lo que éramos, dos jóvenes soñadores, nuestra curiosidad y la búsqueda de la mutua delectación nos llevó a recorrer inclusive las rutas del amor tántrico.
Habíamos leído, cada uno por su lado el libro Shibumi, editado bajo el seudónimo de Trevianan y a ambos nos cautivó la amistad del protagonista y la exquisita prostituta con quien ocasionalmente se relacionaba.
Nada sé yo de los placeres experimentados por la pareja en cuestión, pero sí puedo decir que la nuestra alcanzó niveles que no volví a experimentar.
Fue una relación de extremada sensualidad y erotismo, éramos tan jóvenes que no le dimos cabida al morbo, no por una postura moral sino porque en nuestra relación todavía quedaba mucho de nuestra inocencia juvenil.
Luego que dio las instrucciones al taxista se recostó en mi hombro y la oí ronronear como una gata en celo, muestra inequívoca de lo que pretendía.
El taxi bajó hasta la avenida Urdaneta en sentido este y frente al colegio católico San Francisco de Sales, tomó hacia la avenida Libertador. El colegio fundado a finales de 1800 es de estilo neogótico, su fachada es una de las más clásicas de Caracas, está conformada por arcos ojivales. En el momento que pasamos el sol que estaba en su cenit le arrancaba tonalidades ocres, como recordándonos que los materiales con que lo levantaron pertenecían a las entrañas de la tierra, que el espacio que hemos invadido apilando pedazos del planeta, un día volverá al polvo para dejar libre el vuelo de los pájaros.
Desde el taxi, conmovidos por el encuentro, pudimos observar la mezquita y la sinagoga, ubicadas al borde de la vía; ambas, para sus respectivas religiones, son las más importantes del país. En Caracas conviven una junto a la otra, muy cerca de la iglesia de Santa Rosa para envidia de Jerusalén.
Siguió por el paso subterráneo de la avenida Libertador, un ícono que es excelente muestra de la moderna ciudad que pretendíamos desarrollar y que los herederos criollos de Carlos Marx convirtieron en la ruina que es hoy.
La avenida Libertador cruza buena parte de la ciudad, tiene pasos a nivel superficial, pasos subterráneos, pasos peatonales, amplias aceras, escaleras que comunican todos sus niveles, barandas de protección para los viandantes, refugios para la protección de la lluvia, en definitiva, un excelente ejemplo de vialidad urbana, construida en los años finales del gobierno de Marcos Pérez Jiménez e inaugurada en democracia, tan bien construida que la plaga revolucionaria no ha podido destruirla totalmente.
Al descender hacia el paso subterráneo, su ronroneo se transformó en los sonidos guturales que presagian la erección de los pequeños tepuyes que coronan las suaves colinas de sus senos y el inicio de la exquisita fluidez de su más íntima humedad.
Presionó mi mano, vi subir el rubor en sus mejillas y su respiración acelerada.
Lo habíamos hecho muchas veces tratando de descubrir los secretos del juego de Shibumi con su hábil amante, ellos se sentaban uno frente al otro y trataban de provocar el orgasmo del otro sin tocarse.
Nosotros, jóvenes e inexpertos, armados tan solo con nuestras deficientes lecturas sobre el amor tántrico, tropicales y sin ninguno de los rasgos de la idiosincrasia oriental, aprendimos a hacerlo a nuestro modo.
Durante los muchos años de su ausencia recreé aquellos momentos en solitario.
Solíamos poner incienso de sándalo, velas y dos copas de un económico vino sureño, no teníamos tatami, pero los sustituimos por unas esteras, luego el uno, que era yo, desnudaba lentamente a la otra, que era ella y entre ambos invocábamos a eros, luego como los niños que éramos nos turnamos para ponernos aceites aromáticos en todo el cuerpo, empezando por los dedos de los pies, después de aquel inocente ritual nos dábamos licencia para procurar la excitación del otro hasta ponerlo al límite del orgasmo sin permitirle alcanzarlo.
El uso del vino quedaba a la imaginación de cada uno. Y como dijo el poeta, hay cosas que por hombre no digo.
La experiencia descrita por Shibumi, jamás se nos dio, nunca tuvimos la habilidad necesaria ni la paciencia requerida, ansiosos, solíamos terminar consumando el acto para luego dejarnos arrastrar por las suaves aguas de la ternura.
No conseguía reponerme de tan sorpresivo encuentro, por un largo rato olvidé que detrás de mí andaban los miembros de un colectivo bolivariano, un par de peligrosos sicarios de los carteles colombianos de la droga y, por añadidura, dos especialistas en interrogatorios y torturas del cuerpo de inteligencia policial y que uno de ellos, para mayor desgracia, era el jefe de dicho cuerpo.
No pude evitar ironizar sobre el riesgo que corría, se me ocurrió, pensar absurdamente, que si me encontraban en aquella circunstancia, al menos moriría feliz.
Caracas tiene tres arterias viales en sentido este oeste, la que transitábamos en el taxi, en silencio, sin atrevernos a abrir la boca, la autopista Francisco Fajardo y la avenida Boyacá, estas últimas convergen en el este de la ciudad para convertirse en la autopista Caracas-Guarenas, o autopista de oriente, la Libertador termina abruptamente, a la altura de Altamira, volcando su contenido automovilístico en la Francisco Fajardo en ambos sentidos, el resto de su flujo vehicular puede girar en sentido norte por la avenida principal de Altamira, también llamada Luis Roche en homenaje a un pionero del urbanismo venezolano. Atraviesa la urbanización del mismo nombre, la urbanización la Castellana y los Palos Grandes, todas estas urbanizaciones en la génesis de la ciudad eran haciendas agrícolas, unas de café y otras de caña, sus procesos de urbanización se dieron al final de la dictadura perezjimenista y en los comienzos del periodo democrático más largo que ha tenido nuestra tercermundista república, que oscila entre dictaduras e intentos democratizadores.
Al llegar a la avenida principal de Altamira se apretó fuertemente contra mi brazo y supe que lo había logrado, así me lo hizo saber, se recostó tiernamente contra mi avejentado cuerpo que en nada se parece al del joven que ella había abandonado.
Ya repuesta, pudo hablar atropelladamente, no había perdido el tono irónico y risueño con que solía hablar para referirse a ella.
—Acabo de realizar mi último deseo de mujer condenada, no quería morir sin vivir esta experiencia, Shibumi tenía razón. ¡Sí se puede!, gracias —me dijo—. Nunca quise dejarte, pero cuando salíamos gané una beca para el Instituto Curtis de Philadelphia por dos años, siempre pensé que al regresar estarías disponible para mí.
La oí respirar apesadumbrada, continuó hablando.
—Pero ahora sabemos cómo es la vida, me incorporé a la orquesta de Viena y, entre tantos viajes, surgió una relación con el hombre con el que me casé. Es una excelente persona, pero nuestra relación me marcó profundamente y nunca lo pude amar tan intensamente como a ti, no sé si por lo mucho que te amé o por la culpa que me produjo abandonarte.
Justo en ese momento se cumplió la primera ley del ridículo relativa a los reencuentros amorosos y escuchamos en la radio del taxi la canción Historia de un amor, que antes, mucho antes, cantaban los del Trío Los Panchos. Ahora la estábamos oyendo en la voz de una joven africana radicada en España, Tonina Saputo, una dulce niña que desde España se empeña en difundir la música latina en tiempo de jazz.
Sonreímos con picardía sorprendidos por la cursilería de la letra, … Siempre fuiste la razón de mi existir/ Adorarte para mí fue religión/ Y en tus besos yo encontraba el calor que me brindaba el amor y la pasión/ Es la historia de un amor como no hay otro igual/ Que me hizo comprender todo el bien y todo el mal/ Que le dio luz a mi vida/ Apagándola después/ Ay que vida tan obscura /Sin tu amor no viviré.
Nuestra relación no tuvo canciones, solo teníamos compositores preferidos por épocas, nos unía el gusto por la música clásica, el teatro, la buena lectura y nuestro acercamiento esporádico a la experimentación con las artes plásticas.
Yo mantuve el silencio, ni siquiera pude expresar la emoción que me produjo el encuentro, ella por el contrario quería decirlo todo en un trayecto que los dos sabíamos que estaba llegando a su fin.
—Sabes que odio los dramas —me dijo fijando su mirada en mi rostro, pensé que estaría buscando las huellas del joven que dejó para alcanzar sus sueños.
—De no estar en la situación que estoy no hubiera vuelto a Venezuela, solo vine a morir para que puedan esparcir mis cenizas en el Ávila, me hubiera gustado pedírtelo, pero por respeto a mi esposo no puedo. Todo empezó con un granito en un seno, luego perdí una mama, después la posibilidad de tener hijos y ahora, muchos años después, retornó con redoble de campana y el aterrador nombre de metástasis. Así, amigo, que ahora estoy al final de una ópera bufa aprovechando la oportunidad para despedirme de ti. Tantas veces disfruté de Madame Butterfly que a lo mejor me reservé el final del personaje para mí.
El taxi se detuvo frente a la vieja casa de aspecto solariego, en la urbanización Campo Alegre.
Yo me mantuve en silencio, entendí que no esperaba palabra alguna de mí y tampoco fui capaz de articular ninguna.
Bajé del coche, le abrí la puerta y, sin abrazos ni besos, ni lágrimas ni despedidas, la vi alejarse majestuosa hacia la entrada de la casa paterna.
Ojalá, ruego a Dios que las negociaciones no terminen como el triste encuentro de este relato.
Wilfredo Velásquez es poeta.
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