Escipión, el venezolano, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“Ingrata patria, ne ossa quidem mea habes”
(“Ingrata patria, no eres digna de poseer mis huesos”)
Publio Cornelio Escipión, llamado El Africano, 235-183 aC
El ultimo paciente citado a la consulta de los viernes en el hospital no acababa de llegar. Esperé un tiempo razonable y comenzaba a recoger mis cosas para marcharme cuando escuché la voz de una joven mujer que llamaba mi atención desde el final del oscuro corredor del que una vez más se habían robado todos los bombillos: “¡doctor, doctor, no se me vaya!”. Apoyándose en ella caminaba, con notoria dificultad, un hombre mayor. “Es mi abuelo”, me dijo. “Discúlpenos por la hora, doctor, pero hubo que ir a hacerle la creatinina al CDI de El Valle y ahorita fue que nos la dieron”.
Sin dejar de mirar al reloj les hice pasar al consultorio. Aquel era un hombre de cierta edad, pero aún fornido y de actitud ciertamente gallarda. Vestía un conjunto que, a juzgar por el ancho de las solapas, debía ser muy viejo. A mi memoria vino aquel comercial de TV de los años 70 en el que el recordado Musiú Lacavalerie anunciaba los trajes de “solapa ancha, grosera y agresiva” producidos en masa por cierta textilera especialista en fluxes “puyados”. El traje, si bien evidentemente muy gastado, estaba impecablemente limpio lo mismo que los botines que llevaba, tan pulcros como brillantes.
Aquel hombre insistía una y otra vez en disculparse por el retraso. “No se preocupe, amigo, no es su culpa”, le dije, consciente de la catástrofe de los servicios de laboratorio clínico en nuestros hospitales públicos, inexistentes en más de la mitad de ellos.
De allí que sea común que familiares y amigos de un enfermo ingresado en alguna sala de nuestro hospital con frecuencia deba recorrer media Caracas con muestras de sangre, heces y orinas en las manos en procura de algún laboratorio público que las procese o teniendo que recurrir a los servicios de uno privado, cuyos precios deben superar varias veces el de la canasta básica.
Tras desvestirlo y dar paso al examen físico, noté que llevaba tatuado en el brazo derecho un anagrama de tipo militar. “Veo que sirvió usted en el Ejército”, le dije. Automáticamente, aquel hombre ya entrado en años se “cuadró” de manera marcial y dijo: “soldado distinguido Luis L., plaza del Batacaza número…acantonado en…, contingente de 196…”. ¡Mayor sorpresa la mía! ¡Estaba yo ante uno de aquellos míticos “cazadores”, cuyo paso saludábamos emocionados los niños agitando banderitas tricolores hechas de papel lustrillo en los desfiles de cada 5 de julio en el Paseo de los Próceres!
“¡Ca-za-do-res, cazadores, cazadores, hey!” Con la Diana de Carabobo sonando a lo lejos, la multitud de pie aplaudía entusiasta rindiendo tributo a aquellos batallones de hombres curtidos en combate que años antes habían logrado lo que ningún otro país iberoamericano: vencer al castrocomunismo. Victoria coronada no alrededor de mesitas de café en Ginebra, campaneando güisquis en cocteles de embajada o sentados en salones de conferencia en Nueva York sino en donde había que hacerlo: en el campo de batalla.
Bravíos soldados venezolanos que con las armas de la República en las manos pusieron el pecho a las balas defendiendo la para entonces flor de la democracia iberoamericana, amenazada al tiempo por la lúgubre internacional de las espadas y por la tenaza soviética. Históricos batallones de cazadores que en Humocaro Alto y en los cerros de El Bachiller pusieron la cuota de sacrificio exigida para que mi generación naciera y creciera en democracia; soldados del ´pueblo, muchachos de Falcón, de Lara y del Oriente al mando de cavilosos comandantes fluentes en dos y hasta en tres lenguas y formados en las grandes escuelas de guerra del mundo que en la soledad del vivac, en medio de la madrugada y sin más compañía que las páginas de algún clásico y las arias de Maria Callas, decidían, entre las bocanadas del humo de sus cigarrillos, el próximo movimiento de sus tropas para entrar en combate antes del amanecer con ellos mismos al frente. A hombres como ellos debemos, en no poca medida, la democracia que alguna vez fuimos.
Examino a mi paciente, el viejo veterano de cazadores. De su ingle derecha surge, impresionante, una gran hernia que ha perdido – como enseñaban los maestros de la semiología quirúrgica clásica– el “derecho a domicilio. “Nos han rebotado de todas partes, doctor”, me decía acongojada su nieta, “ni siquiera en el hospital en el que le tocaría operarse nos han atendido”.
Como Roma a Escipión, el más grande de sus generales, para este antiguo soldado que la defendiera con su vida Venezuela solo reservó humillaciones y desprecios. Hombres de mérito que marcharon al retiro tras una vida de servicio sin más riqueza que las medallas ganadas en combate y a quienes este país de ingratos abandonó a su suerte sin tan siquiera procurarles medios dignos para amparase en la vejez.
Concluyo mi examen y procedo a emitir el informe y las referencias correspondientes. Con un viril apretón de manos, Don Luis L. se despide de mí y ayudado por su nieta emprende el camino que conduce a la salida. El veterano cazador de otros tiempos pasa ahora a formación, ya no en su antiguo batallón sino en la larga fila de más de 500 mil venezolanos en lista de espera quirúrgica.
Así paga la Venezuela sin memoria de estos tiempos a los hijos que con sus propias vidas una vez la defendieron, al tiempo que prodiga sus mejores mieles a los que la expolian y a diario venden al mejor postor. “Mire, hijo”, le digo al residente que me acompañaba señalándolo: “no busque más héroes en las series de Netflix. Allí tiene a uno”.
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Estos febreros nuestros de ahora –febreros sin gloria y de banderas tan sucias como raídas- me han hecho recordar al viejo soldado que un día me honró visitando mi consultorio en el hospital. Como me hacen recordar también lo que tan dolorosamente dejara escrito en su testamento el gran Publio Cornelio Escipión, el vencedor de Aníbal en Zama, a quien la Roma de sus desvelos pagara con el desdén y la deshonra después de una vida de leal servicio: “ingrata patria, no eres digna de poseer mis huesos”.
Tampoco esta merecerá en su día los de Don Luis L., el viejo cazador. Un Escipión venezolano al que hoy dedico un recuerdo de ciudadano agradecido.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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