Escribir crónicas en revolución, por Tulio Ramírez
Autor: Tulio Ramírez | @tulioramitrezc
La ausencia de lo diferente es la mayor tragedia que puede tener un cronista que intenta contar la cotidianidad de una ciudad. Cuando la monotonía y la tristeza se apoderan de los espacios que antes eran vistosos, alegres, diversos y creativos, el cronista se reduce a solo un redactor de esquelas aburridas, escritas bajo el temor de molestar a un poder que castiga lo no alineado, o bajo el temor de molestar a una ciudadanía que no quiere que se muestren sus miserias. Esto explica por qué, paulatinamente, ha ido desapareciendo este género de la prensa nacional. En sociedades que atraviesan una gran tragedia, el fino humor siempre presente en estas crónicas, puede herir susceptibilidades por parecer una patética frivolidad, nada acorde con los tiempos de angustia, tristeza y rabia colectiva por la situación vivida.
Recuerdo que durante los años de la democracia era muy común observar en los diarios, espacios destinados a las crónicas. Había crónicas sociales, de cotilleo donde se escrutaba la vida y obra de los políticos y famosos, así como las intimidades de los grandes eventos deportivos, artísticos y culturales, en otros casos se hacían aproximaciones sociológicas a la vida cotidiana. En tales entregas, los periodistas tendían a darle visibilidad a lo pintoresco, lo diferente y a todo aquello que nos ha hecho vistosos como pueblo. En fin, estas crónicas aligeraban en los lectores la carga de malas noticias presentes en el resto de las páginas, además de reflejar, cual espejos cóncavos, una imagen un tanto graciosa y refrescante de nosotros mismos.
Ya no somos esa Venezuela. La revolución se encargó de destruirla. De país alegre que sacaba un chiste de cualquier tragedia, nos han convertido en gente triste y circunspecta, que prefiere no llamar a un amigo para felicitarlo por su cumpleaños, por no tener nada que regalarle; o en gente que prefiere “pasar agachao”, en caso de estar cumpliendo años, por no tener nada que compartir con sus amigos.
En escenarios como ese, publicar crónicas graciosas equivale a echar chistes de suicidas en el velorio de un ahorcado. Hoy en día hacer este tipo de periodismo es como caminar por un sendero minado. Un mal paso y boom, si no te despelleja el gobierno por revelar “asuntos de Estado”, te despellejan los que se siente ofendidos por tanta “insensibilidad” del escribidor.
Imaginemos que alguno de los pocos diarios independientes dedicara alguna columna a la Caracas nocturna. ¿De qué escribiría el periodista?, ¿de la soledad en las calles de la ciudad?; ¿de familias enteras escarbando en la basura buscando sobras para alimentarse?, ¿de la cantidad de asesinados bajo el amparo de la impunidad y la ineficiencia policial?, ¿de la prostitución infantil?. De crónica se convertiría en una columna de sucesos, más apropiada para la última página y no para las destinadas a las historietas y el crucigrama.
La otra alternativa es reseñar con lujo de detalles lo que pasa en la high society revolucionaria y socialista. ¿Se sentirá algún periodista agradado por hacer las crónicas de las fastuosas fiestas de los enchufados del gobierno?, ¿de los bacanales en Yates de más de un millón de dólares atracados en los más costosos clubes de Higuerote o Tucacas?, ¿de los viajes a Aruba en avionetas oficiales para hacer el mercado de la semana?, ¿de las despedidas de soltero con whisky 18 años, caviar, champagne y las más cotizadas “acompañantes” de la ciudad capital?. Pues hay que tener estómago para hacerlo. Por eso las crónicas sociales desaparecieron, no por falta de material, sino por exceso de dignidad.