Escuché la voz de Jesús, por Gustavo J. Villasmil-Prieto

Twitter: @Gvillasmil99
«I heard the voice of Jesus say
«Come on to me and rest»»
«I heard the voice of Jesus», Turley Richards (1970)
Venezuela agobia. Al drama sin fin del pobre país en el que nos convertimos se agrega ahora la indignación. Más de veinte millardos de dólares –es lo que nos dicen– «no aparecen». Purgas al mejor estilo del antiguo PCUS, del PC chino y del Baaz sirio se suceden por doquier. Altas cabezas ruedan. Se dice que habrá más. Y en medio de todo, cuan más doloroso telón de fondo, el «inri» cotidiano del venezolano sin derecho a la esperanza.
Voy buscando algún templo abierto a estas horas. Hoy he sentido como nunca una inmensa necesidad de rezar. Porque no encuentro mejor escudo frente al mal que vestido «à la dèrniere», a bordo de un «todoterreno» o derrochando plata a manos llenas, le espeta sus vicios y sus excesos al rostro de un país puesto de rodillas por el hambre. Rompe contemplar el horror del país que «se arregló».
En la ruta aparece un anuncio en el que se ofrece una cena dizque «para dioses». Supongo que el carácter divino de los comensales vendrá dado por su capacidad para pagar el cubierto, no importa si confunden el jamón serrano con la mortadela.
En mi hospital, que se ofrezca al enfermo por las noches un bollo de harina para comer y un vaso de guarapo ya es mucho pedir: porque mi sala no es ni olimpo ni parnaso, sino un depósito de venezolanos enfermos sin derecho a la esperanza y que no le importan a nadie.
Más adelante se levanta imponente el edificio de una tienda en la que, según me cuentan, se venden televisores a 100 mil dólares. Hay quien los compra. Su nombre, en italiano, invita a entrar: ¡vaya un exhorto para un país en el que, por el contrario, todo invita a salir! Casi ocho millones de venezolanos así lo testimonian.
Estoy de suerte. He visto un templo abierto. Busco espacio para estacionar y lo encuentro cerca de un concesionario automotriz en el que se ofrecen vehículos de «alta gama». Ante la visión del más llamativo de todos, uno de color rojo que exhibe soberbio el anagrama del «cavallino rampante», me convenzo una vez más de mi condición de pendejo educado en la ética del «ganarás en pan con el sudor de tu frente». En el templo se celebra la misa de la tarde. Para ser lunes, la asistencia no es poca. El oficiante es un fraile agustino cuya homilía encontré especialmente lúcida y potente. Se refiere a Mateo 1, 16.18-21a: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer…Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque el salvará a su pueblo de los pecados”.
Vuelvo a mi sala de hospital. Las cirugías se demoran de manera insoportable y cuesta un mundo obtener hasta un elemental examen de orinas. «¡Esto así no se puede, doctor!», me dicen. Tienen razón. Es imposible seguir así, mientras en al otro lado de la ciudad alguien compra un convertible rojo, compra foie-gras creyendo que es «diablito» o se baña en Chanel sin antes ponerse desodorante de bolita en las axilas. Es el dispendio que insulta y escupe a la cara en el calvario del dolor que es un hospital público venezolano.
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Medito. Jesús, en quien los cristianos reconocemos al Mesías, ¿cómo encontrarlo en estos tiempos de dolor y de oprobio? ¿Por qué caminos puedo salir buscando su voz? Escucho con atención videos y grabaciones de los más grandes oradores sacros de estos tiempos: el Venerable Fulton Sheen, obispo que fuera de la Diócesis de Rochester, elocuente y grave; San José María Escrivá de Balaguer, siempre asertivo y fresco, San Juan Pablo II, visionario y valiente, el gran Benedicto XVI, profundamente sabio…Potentes voces, dotadas de una elocuencia única y que didácticamente me han servido de acicate durante los prolongados ayunos por los que transita el espíritu de cualquier médico que venezolano en ejercicio en estos míseros hospitales nuestros.
«Doctor, tengo mucha sed», se queja al verme pasar el enfermo de la primera cama. Una pobre mujer de rostro demacrado y oleoso corre a abrazar al hijo enfermo al que durante toda la noche buscó y que por fin fue puesto en la cama de al lado, en plena madrugada, tras largas horas de «ruleteo»: «¡mamá!», exclama el pobre muchacho entre gemidos, «¡aquí estoy!». Más allá, un anciano muy enfermo, tomado de las manos de sus hijos, musita una oración: «está entregándole el alma a Dios, doctor», me dicen, «se está yendo».
Un poderoso «flashback» viene a mi espíritu y mi memoria me lleva a los años 70, cuando aquel portento que fuera Turley Richards le pusiera voz a un viejo «gospel» que en 1846 escribiera un olvidado pastor de la Iglesia de Escocia en Kelso inspirado en Mateo 11: 28-30.
Es entonces cuando me doy cuenta de que antes que en púlpitos y en elaboradas homilías, primero que en las sesudas páginas de los teólogos y que, en la magnificencia de los sínodos y los concilios, fue aquí, en salas como esta, llamándonos a descansar nuestros pesares y angustias en Él, donde más clara y nítidamente la he escuchado: la voz de Jesús.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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