¡Ese “goldo” es el gobierno! , por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“Cuando apareció por el barrio de Saint-Marceau, todo su triunfo fue esta frase de un vecino del arrabal a su compañero: este gordo que va ahí, es el gobierno”
Víctor Hugo, Los miserables, segunda parte. Libro tercero, capítulo VI.
Escribe el gran Víctor Hugo que, tras la derrota de los franceses en Waterloo, el imperio de Napoleón fue despedido con lágrimas. Tras el desastre, las fuerzas del absolutismo, aliadas a las británicas en la horrorosa carnicería humana acaecida bajo la lluvia en medio de una enlodada campiña belga no muy lejos de Bruselas, acabaron con el orden ilustrado construido en Europa por aquel genial corso de pequeña estatura de quien Hegel dijera un día, en Jena, era “el Espíritu Absoluto a caballo”.
Cae Napoleón y es restaurada la monarquía borbónica –rama francesa- en la persona de Luis XVIII, Le désiré, hermano del descabezado Luis XVI y tío del infortunado Luis XVII, el rey niño muerto en la prisión del Temple en 1795. Habían pasado más de dos décadas desde la última vez que los parisinos vieran pasar por la calle el cortejo de un rey. Llamaba la atención el restaurado monarca no tanto por el lujo de sus trajes ni por el despliegue de su pompa como por lo voluminoso de su anatomía, lo que no tardó en ser objeto de la burla del pueblo: “este gordo que va ahí, es el gobierno”.
Parte de la tragedia personal de quienes detentan el poder es reducir a la sola fuerza el factor principal de su sostenimiento. Así lo creyó Luis XIV, quien incluso ordenó grabar en sus cañones la inscripción latina “ultima ratio regnum” – la última razón del rey. También lo llegó a creer el propio Napoleón, quien sin embargo acertadamente tomó el consejo que le diera su ministro Thayllerand: “las bayonetas, Sire, sirven para todo, excepto para sentarse sobre ellas”. La burla es el arma de los débiles.
De ella no se salvó el beodo José Bonaparte, hermano del entonces poderoso emperador de los franceses, instalado por éste como rey de España. Ni aún ordenando fusilamientos en masa como aquellos en Madrid del 3 de mayo de 1808 que inmortalizara el gran Goya, lograría quitarse de encima el mote con el que el pueblo llano lo sentenciara un día: “Pepe Botella”. Por estos lares nuestros tampoco se salvaron de la guasa popular el Centauro Páez – llamado “el Rey de los Araguatos”-, el general Soublette – a quien hasta dedicaran un sainete-, Antonio Guzmán Blanco – cuyas estatuas autoerigidas se bautizaron “El Saludante” y “El manganzón”, etc. Ni siquiera el divino Bolívar se libró del “aplique”, conocido como era en los ácidos medios sociales bogotanos como “Longaniza”.
De allí para adelante, ninguna figura del poder pasaría “lisa” por las lenguas de los ciudadanos comunes que con resignación aguantaron el peso de sus botas. Fue el caso de junta militar de 1948 y sus “Tres Cochinitos”, en alusión a la célebre marca de manteca de cerdo con la que cocinaba mi abuela. Como también lo fuera quien surgiera triunfante de aquel triunvirato -Pérez Jiménez-, que pasó a la historia como “el gordito de la motoneta”.
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Pocas cosas hieren tanto al poder como el desprecio del pueblo. Dardo certero que dispara el alma del hiposuficiente azotado por la necesidad que presencia a diario los obscenos despliegues de derroche y de poder de funcionarios devenidos en reyezuelos mientras que en su mesa no hay nada que comer. Destaca el autor de Los miserables el mutuo desprecio con el que el impuesto rey borbón y los viandantes se miraban: ninguno se sabía querido por el otro.
Desde 1789 y hasta casi tres cuartos del siglo XIX, los franceses se echaron a las calles enfrentando su rabia al desprecio de los poderosos. Primero fueron los marselleses, que en un histórico 14 de julio marcharon contra la horrida cárcel de La Bastilla hasta derribarla ladrillo a ladrillo. En 1830 serían los parisinos, guardados para el recuerdo en el espectacular oleo de Eugéne Delacroix que representa a la hermosa Mariana guiando al pueblo en medio de las barricadas. Algo similar volverá a ocurrir en 1848.
Caracas, mañana del 31 de diciembre. En diversos puntos de la ciudad se avistan grupos de personas que protestan. Esperaban un pernil ofrecido por el gobierno pero que nunca llegó. Durante muchos días han visto cómo se les ha obsequiado a manos llenas con generosas viandas a oficiales de todo rango, funcionarios y a toda la caterva de “enchufados” mayores y menores que medran por los alrededores de las oficinas de gobierno. Para todos esos hubo; para ellos, que lo pagaron, no. Cerca de mi casa, algún “mujiquita” a bordo de su potente camioneta todoterreno convenientemente precedida por una escolta de guaruras se presentó. Obeso y mofletudo, se apeó del ostentoso vehículo para dirigirse a la muchedumbre llena de ira. A falta de valor, sacó a relucir su pistola. Y a escasez de argumentos, apeló a la frase humillante: “¡aquí no hay pernil pa´ nadie. Vayan a que su jefe de calle pa´que les dén pollo!”. Nadie sabía quién era. Todos conjeturan. “Ese es el concejal fulano”, gritó el uno. “No, ése es mengano, el de la gobernación”, gritó el otro. “No, no. Ninguno de esos es. Ése es sutano, el de los ´clá´ ”.
Hasta que algún ciudadano hastiado del cuento y del “mareo” alzó su voz con la misma claridad que aquel vecino del barrio de Saint-Marceau que viera pasar al obeso Luis XVIII en una tarde parisina entre 1814 y 1824: “¡ese ´goldo´ es el gobierno!”. Y en el aire quedó, como en el París de Hugo, el aroma que deja el desprecio del pueblo por quienes a diario le humillan.
En Venezuela, como en la gloriosa Francia de aquellos tiempos, ese mismo pueblo siempre ha sabido cómo meter a esos “goldos” en cintura. Y así volverá a ser