Ese símbolo llamado Navalny, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Cuando comienzo a escribir estas líneas, Rusia es conmovida por grandes demostraciones exigiendo, como punto mínimo, que el preso político número 1 del régimen, Alexei Navalny, sea tratado de forma humanitaria. Según todas las informaciones, Navalny está recluido en un campo de concentración, el tétrico IKZ, en el oeste de Rusia. Su salud está muy debilitada, no puede ser asistido por un cardiólogo que no sea del régimen. El mismo Navalny, al lograr comunicarse con Instagram, ha señalado: «Soy un esqueleto».
A diferencias de otras demostraciones, las que en estos días tienen lugar a favor de Navalny no comenzaron en las grandes urbes. Fueron iniciadas en Siberia, en ciudades como Kémerovo, Irkutsk, Tomsk. Después, avanzaron hacia Nobisibirsk para estallar finalmente en San Petersburgo y Moscú. Hecho que muestra tres aspectos. Primero, el muy alto grado de organización de las protestas. Segundo, sus dimensiones nacionales, incluyendo la «Rusia profunda» y sus bastiones putinistas. Tercero, la inmensa resonancia internacional.
Un plan coordinado en contra de Rusia, aduce el inefable ministro del exterior, Sergei Lavrov. Efectivamente, es un proyecto que sigue una línea planificada, pero no en contra de Rusia, ni siquiera en contra de Putin sino a favor de las libertades democráticas avasalladas en el inmenso país. Un intento para poner límites al proyecto putinista, uno que va mucho más allá de Rusia, uno que obedece a la línea demarcatoria que estableció desde un comienzo el presidente Biden cuando señaló al primer ministro de Japón: «La contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre las democracias y las autocracias».
Y bien, la capital de todas las autocracias y de los movimientos nacional-populistas del mundo entero, es la Rusia de Putin. Prácticamente no existe gobierno antidemocrático en esta tierra que no mantenga fuertes vínculos con Rusia.
Al fin, después de contemplar pasivamente la expansión territorial de Rusia en sus aledaños, sus intentos de penetración política en la Europa democrática, sus alianzas con gobiernos criminales como el de Siria, su apoyo irrestricto a la dictadura persa y a la autocracia turca, la popularidad que goza entre partidos de ultraizquierda y de ultraderecha y, no por último, los intentos para distorsionar la propia democracia norteamericana durante la era del prorruso Trump, son acciones que, para los gobiernos democráticos de Europa, han colmado todos los vasos de agua.
Y bien, en contra de todo eso, ha prestado su cuerpo Alexei Navalny. Acto inmolatorio. Pero, para Navalny, inevitable. La otra posibilidad era el exilio en un país extranjero y así seguir el destino triste de tantos políticos perseguidos por tiranías.
La opción de Navalny, vista desde su perspectiva, aunque parezca cruel decirlo, es realista. Cierto, decidió arriesgar el todo por el todo: su propia vida. Pero, al fin y al cabo, después de haber sido envenenado por los esbirros de Putin, Navalny ya conocía los ojos de la muerte. Él mismo, probablemente, se considera a sí mismo como un resucitado. Putin —es seguramente lo que más lo desconcierta— enfrenta a un político que ha perdido el miedo. Por eso se muestra muy nervioso. Los dos segundos de Navalny, Kira Yarmish y Libvov Sóbol, se encuentran detenidos. Durante las noches, hay continuos allanamientos. Putin, poco a poco, comienza a cruzar la delgada línea que separa a una autocracia de una vulgar dictadura.
Angela Merkel, una persona a la que no podemos considerar admiradora de sacrificios inútiles, entendió el sentido de la lucha que simboliza Navalny.
El día martes 21 de abril, pronunció ante el Consejo Europeo, en Estrasburgo, las siguientes palabras: «Los ciudadanos no pueden ser (propiedad) del Estado (…..) los derechos humanos son el núcleo fundamental de la constitución en los estados democráticos».
Palabras dichas con acostumbrada tranquilidad, pero lo suficientemente claras para contrariar a los eternos tacticistas que imaginan que con los valores políticos se puede jugar póquer, a los que creen solucionar todos los problemas con reuniones secretas, o por medio de negocios suculentos, a los que piensan que hay que tolerar, nada menos que en las cercanías de Europa, a autócratas y dictadores.
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La Europa unida, en la visión de Merkel, no puede ser solo una unión aduanera. Antes que nada debe ser una confederación política y democrática. Por eso sus palabras también fueron dirigidas a los políticos de su país. Pues no solo en su partido hay quienes comparten con el nacional-populismo de AfD el ideal trumpista de que cada nación debe preocuparse solo de sus intereses. Para la Linke, el enemigo es Erdogan, pero Putin es poco menos que un demócrata. Los liberales solo se preocupan de la economía y, en el caso de Rusia, del gas. Los socialdemócratas, desde los tiempos de Gerhard Schröder —premiado por Putin con un suculento puesto en la petrolera rusa Rosneft— nunca levantan la voz por los derechos humanos violados desde y por el Kremlin. Y entre los Verdes, su futura candidata presidencial, Annalena Baerbock, jamás ha pronunciado una sola palabra sobre política internacional.
Navalny es un foco democrático, escribió la columnista Simone Brunner, desde el periódico Die Zeit. Mejor habría sido decir: un símbolo. Pues si hay un nombre que comienza a unir a todas las luchas democráticas de Europa, ese nombre es Alexei Navalny. Esa es la razón por la cual políticos a los que nadie puede acusar de soñadores y románticos —además de Merkel y Biden, Macron y Borrel y, gracias a ellos, la mayoría de los gobiernos de Europa (los de América Latina están como siempre en el limbo)— cierran filas alrededor de ese símbolo llamado Navalny.
Navalny no solo es un símbolo moral, aunque también lo es. Estamos en este caso frente a un ejemplo que comprueba la afirmación de Kant relativa a la no separación entre política y moral.
Kant, es cierto, vio siempre a los moralistas —vale decir a los que intentan subordinar la acción política a reglas morales— como un peligro para la política. Pero, a la vez, estimaba que la moral no podía abandonar a la política, hecho que solo se notaba, lo dijo sutilmente, cuando la moral y la política eran separadas. Este es precisamente el caso de Putin. Pese a todos sus acercamientos a la ultraconservadora iglesia ortodoxa de su país, no puede quitarse de encima el estigma de ser uno de los gobernantes más inmorales del mundo. Un asesino, dicho en las pocas sutiles palabras de Biden. Un asesino corrupto, además.
Quizás fue el instinto político de Navalny el que lo llevó a fundar un partido orientado a la lucha en contra de la corrupción. Como buen autócrata, Putin paga muy bien a sus esbirros. El problema es que lo hace a costa del erario nacional. El enjambre de mafias que rodea a su administración es grande y complejo.
Navalny descubrió que la corrupción y, en consecuencia, su denuncia, apunta hacia uno de los talones de Aquiles del régimen. Pero también hacia un segundo talón de Aquiles y ese es, sin duda, el que más causa irritación a Putin. Ese talón es la lucha electoral.
El poder de Putin, como el de todo autócrata, no solo reposa sobre las armas. La suya es una autocracia política. Por lo tanto requiere no solo de la obediencia sino también de la aceptación política de la gran mayoría ciudadana de su país. En otras palabras, para convertirse en un líder de significación internacional, Putin necesita tener resuelto el frente político interno. De más está decir que Navalny y su partido amenazan a este último bastión.
Si pudiera, Putin mandaría a matar inmediatamente a Navalny. En cualquier caso, antes de las elecciones parlamentarias que tendrán lugar en septiembre del 2021. Pero el asesinato a Navalny no aumentaría su caudal electoral y, mucho menos, su aura política externa.
Por el momento, Putin ha optado por una imposible vía intermedia, la de mantener a Navalny vivo y muerto a la vez, o dicho brutalmente: en condición agonizante. No obstante, esa vía tampoco parece dar resultados inmediatos.
El partido de Putin, Rusia Unida, baja rápidamente en las encuestas y la táctica de Navalny, la del «voto inteligente», la de apoyar a cualquier candidato que no sea putinista, puede dar resultados muy desfavorables para el presidente ruso. Así se prueba, una vez más, que cuando la ciudadanía democrática elige consecuentemente la vía electoral, las autocracias tiemblan. Navalny no es ni será candidato. Pero vivo o muerto será el símbolo que unirá a todos los candidatos de la oposición rusa.
Con toda seguridad los políticos democráticos de Occidente no se hacen demasiadas esperanzas. Saben que un personaje como Putin está dispuesto a renunciar a todo, menos al poder. Pero el intento por reducir o limitar su poder no deja de ser importante. Para cualquier presidente, un hecho no muy grave. Aunque para uno como Putin, cuya aspiración es comandar a un imperio mundial, es un hecho gravísimo.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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