Esos tiempos recios, por Fernando Mires
“Me veo en el deber de referir lo que se me cuenta, pero no a creérmelo todo a fe ciega. Esta afirmación es aplicable a la totalidad de mi obra”. (Heródoto VII, Las Guerras Médicas, 151, 3).
Es una novela, no un libro de historia. Nadie puede pedir a Mario Vargas Llosa que se ajuste exactamente a los hechos y a las fechas. Pero Tiempos Recios es una novela histórica. Género que se define por la recurrencia a periodos y personajes reales entre quienes un autor teje una trama, real o ficticia. Y evidentemente, el mismo autor se preocupó de que esa – seguramente una de las mejores novelas en su largo historial – rompiera con la linealidad cronológica de un clásico texto de historia. Y lo hizo volviendo a uno de sus más conocidos recursos, algo abandonado después de La Casa Verde: la utilización del tiempo faulkneriano, vale decir, extendiendo un plano donde pasado y presente irrumpen de modo alternado. Cabe agregar: los mejores discípulos de Faulkner son latinoamericanos. Vargas Llosa – y Juan Carlos Onetti, no nos olvidemos nunca de él – han sido los más aventajados.
Es el de Vargas Llosa el tiempo del pensamiento. Un tiempo que va y vuelve del pasado al presente cuando pensamos sobre hechos que ya ocurrieron pero de algún modo continúan “vivos”. Ese tiempo pasado que según William Faulkner, “no ha pasado”. Fue también el tiempo de los primeros historiadores de la humanidad.
Los tiempos de Homero, Heródoto y Tucídides, no tenía nada que ver con el de los procesos meta-históricos de la historiografía moderna, sino con hechos descritos a partir de las acciones de sus actores (héroes). Es por eso que la historiografía griega dejaba un gran espacio a la imaginación del historiador hasta el punto que aún no sabemos si la Iliada o la Odisea son libros literarios o históricos. Probablemente son las dos cosas a la vez.
Pero vamos al punto: Vargas Llosa es sin duda un escritor riguroso. Ha probado serlo en muchas de sus novelas. Sus investigaciones sobre tiempo y lugar son acuciosas; en ese punto no se diferencia de un buen historiador. Cierto, novelista al fin, la realidad histórica termina siendo sometida al imperio de la ficción, aunque en determinados momentos de Tiempos Recios– en La Fiesta del Chivo también- tenemos la impresión de que la ficción se encuentra subordinada al principio de realidad.
Y bien, justamente a partir de esa combinación de realidad y ficción, obtenemos una visión de los hechos tanto o más real, incluso más objetiva, que aquella que se deduce de una historiografía “pura”. No es paradoja: es una de las tareas que corresponde a la novelística histórica: la de indagar más allá del conocimiento objetivo de los hechos.
Ese conocimiento llamado objetivo no da ni puede dar cuenta de la verdad de los hechos. Solo nos relata acerca de lo que aparece en la superficie. Pero no nos dice nada acerca de cómo llegaron a aparecer. De tal modo que, aunque parezca contradicción, el conocimiento objetivo será siempre superficial. Acerca de lo que ocurre debajo de esa superficie, sabemos muy poco. Solo podemos acceder a ese “debajo” si utilizamos una de las herramientas de la inteligencia: la imaginación. Imaginación vedada al historiador mas no al novelista histórico.
Mal historiador sería aquel que recurriera a su imaginación para dar cuenta de los hechos. Mal novelista el que no recurriera a su imaginación para indagar qué es lo que ocurrió en ese espacio cerrado a la ciencia del conocimiento. Pues allí donde termina el conocimiento, comienza la imaginación.
Por supuesto, la versión agregada que proporciona la imaginación del escritor no es objetiva pero puede ser incluso más verdadera que la del historiador. Por lo menos en un punto: nos hace comprender que detrás de los grandes eventos históricos hay una multitud de hechos ocultos que los explican: conversaciones secretas, chantajes, miedos, intrigas, debilidades humanas, pasiones mal contenidas, relaciones amistosas y sexuales, llamados telefónicos, mucha plata, y tanto más.
El novelista histórico tampoco conoce ese submundo, pero he ahí el detalle: lo imagina. Gracias a esa imaginación no conocemos mejor el hecho histórico pero, si el escritor es tan bueno como Vargas Llosa, lo entendemos mejor. Se trata, efectivamente, de “la verdad de las mentiras” según la expresión ensayística del autor peruano. En nuestra terminología se trataría de una “intra-historia”. Me explico:
Así como existe la meta-historia del historicismo progresista, sea este positivista, hegeliano o marxista, una donde los hombres se equivocan pero la historia jamás, existe también una intra-historia de la que no somos plenamente conscientes. No se trata de un inconsciente colectivo como imaginó C. G. Jung ante la ira de Freud, sino de algo que, definitivamente, nos es desconocido.
Antes de Tiempos Recios conocíamos los llamados hechos objetivos que dan lugar a su narración. Sabíamos que Guatemala, como casi todos los países centroamericanos, era tierra de dictadores, carniceros uniformados coaligados con una pseudoaristocracia racista y cruel. Que la United Fruit había instalado un verdadero imperio colonial en la región, que no pagaba impuestos y que explotaba a los indígenas con sueldos de hambre.
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Sabíamos también que después de la dictadura del general Jorge Ubico aparecieron en Guatemala dos hombres buenos: los presidentes Juan José Arévalo y el general Jacobo Arbenz, y que este último radicalizó el “autoritarismo ilustrado” del primero intentando reformas sociales, incluyendo en ellas un desafío a la United Fruit, o el Pulpo, o la Mamita Yunay -hay que volver a leer la impactante novela de Miguel Ángel Asturias- una tímida reforma agraria. En verdad, una simple recuperación de tierras ociosas.
Sabíamos además, que los EE UU de Eisenhower financiaron al ejército “liberacionista” del general Carlos Castillo Armas y que aviones norteamericanos bombardearon a cientos de comunidades agrarias sembrando con cadáveres los campos guatemaltecos. Sabíamos que Castillo Armas fue asesinado como consecuencia de una misteriosa confabulación donde el dominicano Rafael Leonidas Trujillo metió sus largas manos.
Y sabíamos que los EE UU a través de la CIA lograron imponer la dictadura militar del general Miguel Idígoras Fuentes. Todo eso lo sabíamos y para saberlo no necesitábamos leer Tiempos Recios. Pero gracias a la imaginación de Vargas Llosa podemos saber, además, muchas otras cosas que no imaginábamos.
No imaginábamos que el mestizo Castillo Armas (Cara de Hacha) sentía desde su juventud en la escuela militar un odio racista en contra del “blanco” Jacobo Arbenz. Ni la fidelidad política que guardó a Arbenz su culta esposa, la salvadoreña María Vilanova. Ni el poder que podían alcanzar cortesanas ilustradas como Martita Borrero en las habitaciones de dictadores y tortuosos agentes, ni mucho menos que durante Castillo Armas, las mujeres del dictador, la amante y la esposa oficial, fueron símbolos en torno a los cuales tomaron forma las tendencias liberales y las ultra conservadoras del país.
Tampoco imaginábamos como personajes secundarios de la narración podían ser determinantes en la intra-historia, hasta el punto que, de acuerdo a la novela podían llegar a constituirse en actores principales, como el corrupto agente dominicano Abbes García, al fin, verdadero “héroe” de la novela. No imaginábamos tampoco que el embajador norteamericano podía ser una persona tan bruta como lo retrató el escritor.
Y aunque sabíamos que entre dictadores como Anastasio Somoza, Castillo Armas, Papa Doc, Pérez Jiménez, y otros, existía una red geopolítica, no sabíamos del poder que sobre ella ejercía el dominicano Rafael Leonidas Trujillo. Todo eso podemos ahora imaginarlo gracias a Vargas Llosa. No sabemos más pero lo que ya sabíamos, lo sabemos mejor.
Vargas Llosa no pudo ocultar que a través de la escritura de Tiempos Recios tuvo lugar un pleito entre dos de sus personalidades: la del escritor fantasioso que siempre ha sido y la del político humanista y liberal que una vez quiso ser. Si me preguntaran quien ganó ese pleito yo diría que hubo empate. Hacia las últimas páginas parecía que ganaba la imaginación literaria. Pero en el capítulo final, dando un vuelco que no dudo en calificar de genial, Vargas Llosa decidió meterse el mismo en el libro como personaje, entrevistando en compañía de Tony Raful (La rapsodia del crimen, Trujillo versus Castillo Armas, Santo Domingo, Grijalbo 2007) a la “heroína” de su libro, la ya ochentona, Marta Borrero.
Ahí el escritor no resistió la tentación de emitir juicios en contra de la política de los EE UU hacia América Latina. Juicios que a la vez son propiedad de los historiadores. Por eso, como el escritor que es, Vargas Llosa se permitió pensar en subjuntivo, algo que nunca debe hacer un historiador.
Cito las últimas palabras de Tiempos Recios: “Hechas las sumas y las restas, la intervención norteamericana en Guatemala retrasó decenas de años la democratización del continente y costó millares de muertos, pues contribuyó a popularizar el mito de la revolución armada y el socialismo en toda América Latina. Jóvenes de por lo menos tres generaciones mataron y se hicieron matar por otro sueño imposible, más radical y trágico todavía que el de Jacobo Arbenz”.
La brutal intervención de EE UU en Guatemala fue, según Vargas Llosa, el eslabón inicial de una cadena de acontecimientos que aún no terminan de cristalizar. EE UU, en efecto, con la excepción de cuatro gobiernos, los de Carter, Clinton, Bush (padre) y Obama, ha mantenido una agresiva política hacia América Latina, explicable solo en parte por los avatares de la Guerra Fría, dando impulsos y bríos a los enemigos de la democracia, fueran estos de izquierda o de derecha.
El comportamiento de los técnocratas de la CIA, eficaces a la hora de tejer intrigas y sobornar políticos y militares, pero incapaces de entender los cursos políticos de cada nación, nos lo deja muy claro Vargas Llosa en ese personaje seguramente inventado, “el agente que no se llamaba Mike”.
Pocos países han trabajado más en contra suya que los EE UU en América Latina.
La intervención descarada de la CIA y de la ITT en el Chile de Allende parecía ser el último eslabón de esa cadena. Pero después continuó con su apoyo a los “contras” en Nicaragua y a los escuadrones de la muerte en El Salvador. Una historia turbia de intrigas y crueldades en compañía de personajes deleznables (no olvidemos que Noriega fue agente de la CIA en Panamá) a los que entronizaba para después derrocarlos.
Se prueba así una vez la máxima kantiana: “sin Constitución hasta los ángeles actúan como demonios”. Hacia el interior rige en los EE UU una Constitución a la que todos veneran. Fuera del país, esa Constitución no rige. Allí, los EE UU a través de la CIA y sus esbirros, han soltado a todos sus demonios.
Creíamos que esa historia estaba por finalizar. No ha sido así. Lo hemos visto recientemente en la actuación del gobierno Trump en Venezuela. Para tranquilizar con fines electorales a la ultraderecha maiamera, Trump ha llegado a hablar de invasiones y de posibles golpes de estado, paralizando a la oposición y permitiendo que su conducción fuera ganada por grupos antidemocráticos, apartando así de una exitosa vía electoral a la mayoría del país.
Las conversaciones que tienen lugar entre personeros de Trump con los agentes de Maduro y de Putin, no las conoce nadie. Esas son las venas cerradas de América Latina. Pertenecen a esa intra-historia a la cual solo podemos acceder gracias a la imaginación de escritores como Vargas Llosa.
Quizás alguna vez, otro escritor tan político como Vargas Llosa, reconstruirá la historia secreta de Venezuela en los tiempos de Trump.
Si me pidieran una opinión muy breve sobre Tiempos Recios yo diría: “es una gran novela histórica”. Después agregaría: “una que debe ser leída con urgencia por políticos y por historiadores”. Y no por último, afirmaría: “Pero como quien aquí escribe estas líneas no es un crítico literario, no hay que hacerme mucho caso. Al fin y al cabo no escribo “sobre”, sino “alrededor de los libros”.