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Estado… ¿de derecho?, por Alejandro Oropeza G.



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Alejandro Oropeza G. | @oropezag | octubre 27, 2018

@oropezag


“Pero, en última instancia, ¿qué es una ley?

Mientras se contenten en unir a esta palabra sólo ideas

metafísicas, continuaremos razonando sin entendernos,

y aun cuando se diga lo que es una ley de la naturaleza, no se sabrá

mejor lo que es una ley del Estado”.

Jean-Jacques Rousseau: “Del Contrato Social”, Libro II, 1755.

 

El pasado 20 de abril la organización Venamerica organizó un encuentro en la Millennia Atlantic University con sede en Miami, cuyo objetivo era proponer y discutir acciones para la restitución de la democracia en Venezuela, alrededor de ese aparentemente nebuloso concepto de Estado de Derecho. Tuve el placer de compartir la mesa vía electrónica al lado del doctor Domingo Salgueiro, magistrado del TSJ en el exilio.

Como ya señalara, el tema sobre el cual se debía efectuar el análisis y la propuesta era el Estado de Derecho, así que proviniendo del mundo jurídico quise fundamentar el análisis desde una aproximación más social y política que específicamente jurídica y dejar esos derroteros al experto el doctor Salgueiro.

Partíamos de una reflexión fundamentada en una definición de Estado Derecho, entendiendo por tal aquel conjunto de principios que se operativizan en la realidad al soportar dos aspectos sustantivos: por un lado, el ejercicio de derechos legalmente reconocidos; y, por otro la sujeción a normativas y principios para la creación de normas jurídicas.

Entendiéndose que tales normas o bien corpus legal debe estar orientado a regular armónicamente las relaciones que se suceden activamente entre Sociedad y Estado, partiendo del criterio de que el Estado es un producto social y no lo contrario. Por tanto, ambos aspectos para su cabal accionar deben fundamentarse en una pluralidad de principios que la doctrina jurídica ha venido reconociendo desde la República Romana, a saber: la “abstracticidad” o bien la generalidad de la norma; la transparencia de la administración de la misma; la publicidad y conocimiento de dichas normativas; que ellas sean relativamente estables a lo largo del tiempo; y, la posibilidad de poder ubicar una realidad específica resultante del accionar de las relaciones Estado-Sociedad dentro de tales principios y reglas.

Esta pluralidad de aspectos debería sustentar la posibilidad de presencia de eso que denominamos Estado de Derecho. ¿Es esto así? En lo absoluto ¿Y por qué? Porque nos faltan varios detalles: por ejemplo, ¿Quién o quiénes administran tal institucionalidad? Pues simple, un conjunto de órganos que están llamados a operacionalizar, a traer a la realidad la “abstracticidad” de dichos principios al día a día. Esa institucionalidad es lo que conocemos comúnmente como Poder Judicial, el cual debe estar soportado y apuntalado por la correspondiente autonomía e independencia respecto del resto de los poderes públicos.

*Lea también: El deslinde, por Fernando Mires

Pero ¿basta esto para que exista un Estado de Derecho? Y más aun, ¿su sola presencia supone la validez y vigencia de la propia idea en la realidad? Apreciamos que la historia nos enseña que no es así. Por traer sólo un caso, durante el III Reich, si mal no recuerdo, en 1939, se promulgaron las leyes racistas que discriminaban a buena parte de la población alemana. Aquellas leyes fueron creadas siguiendo todos los procedimientos que regulaban la creación del derecho en el Reich.

Ahora bien, ¿Violó el Reich y sus órganos administrativos los principios generales del Estado de Derecho?; al parecer no ¿cierto? Pero, ¿aquellos instrumentos legales se asentaban en principios éticos y morales sobre los que era posible sustentar las relaciones entre Estado y Sociedad, y entre los actores sociales mismos? La respuesta salta a la vista y, más importante aún, las consecuencias que tuvo tal acomodo.

De tal análisis de la realidad y de los componentes identificados muy sucintamente, resulta que podemos afirmar que el Estado de Derecho, como “idea” formal llamada a regular conductas mutuas puede verse afectado por tres problemas: su ausencia real (aunque se cumplan las apariencias de su presencia); su relativización; y, la inexistencia de fundamentos éticos que soporten su vigencia. Y todos, todos los regímenes autoritarios lidian con este fastidio: con la necesidad de darle una apariencia de legitimidad y de basamento normativo, jurídico por tanto y ético a sus acciones.

Ello nos lleva a recordar al sociólogo alemán Max Weber, que tuvo el buen tino de distinguir entre legitimidad de origen y de ejercicio, ambas sustentadas en un correlato de legalidad y de ejercicio legítimo por parte del Estado y sus burocracias, de la administración de aquel monopolio de coerción que le da el “poder” de imponer decisiones. Todo lo cual debe y tiene que hacerse legítimamente para que sobreviva y persista la idea del Estado de Derecho que, como vemos, es muy frágil desde dos perspectivas: desde aquella de su permanencia ya que cualquier duda pone en entredicho su real presencia; y las posibilidades de su propio accionar para sobrevivir a los embates del autoritarismo, pues es susceptible de ser fácilmente desmontado por los esquemas de dominio autoritario emergentes.

Ello nos recuerda aquella trilogía que Hannah Arendt atribuye a la vigencia de los principios que permitieron la evolución de la República Romana, a saber: tradición, auctoritas y religión.

Se afirma entonces que, en la práctica, la existencia o la vigencia del Estado de Derecho otorga confianza a las relaciones necesarias entre Sociedad y Estado, ya que las mismas se establecen en atención a “certezas” públicas y relativamente permanentes. Y que tales “certezas” son aplicables a todos y cada uno de los individuos miembros de aquella sociedad, incluyendo a los representantes temporales del Estado.

Es decir, el Estado de Derecho lleva en sus hombros el posible equilibro entre el poder público y la efectiva capacidad de accionar político de la sociedad-ciudadanía; lo que supone el ejercicio de derechos y el cumplimiento de deberes claramente estipulados, garantizados y protegidos por los propios órganos del Estado.

Pero, ¿qué pasa cuando el soporte del entramado de relaciones Estado-Sociedad se ve afectado por cualquiera de los tres aspectos que negativamente impactan al Estado de Derecho: su desaparición, relativización y ausencia de contenido ético? Si, siguiendo a Montesquieu, entendemos que el poder se basa en acuerdos, tal afectación supone un rompimiento de tal acuerdo y la pérdida real del poder por parte de quienes pretenden detentar el dominio del Estado, y que a partir de tal circunstancia se confronta con la Sociedad ¿haciendo uso de qué? De la violencia instrumental, ya ilegítima porque está sujeta a fines no institucionales.

Entonces, la correlación esperada entre Estado de Derecho y desarrollo, o con gobernabilidad; cultura cívica; potencialidad de ejercicio ciudadano, entre otras, pierde su carácter de correlación políticamente sana.

Lo que sucede en esta realidad adversa para el Estado de Derecho y que da paso al autoritarismo (en sus diversas categorías) es que aquella relación indispensable que debe existir entre la “Idea” y el “Concepto” se trastorna, se fractura, en tanto la potestas y el imperiun del Estado pretende imponerse a la Sociedad de manera fáctica, de espaldas precisamente al Estado de Derecho.

Y quien recibe los ramalazos y consecuencias adversas de dicha realidad es la Sociedad-Ciudadanía en general y sus componentes sustantivos los individuos-ciudadanos

Ello por cuanto la relación que hace compatible la “Idea” con el “Concepto” no es posible decretarla ni imponerla, porque ella está basada en la propia actividad y en las certezas y confianza de cada uno de los miembros de aquella Sociedad, de cada individuo y de cada ciudadano, quienes son los garantes últimos de la vigencia del Estado de Derecho, en términos del ejercicio de libertades positivas o negativas, siguiendo a I. Berlín.

El punto está en ¿qué hacer, cuando los vicios y las consecuencias resultantes de tales vicios del Estado de Derecho (ausencia, relatividad, fundamento no ético) se hacen presentes y generan la sucesiva , en sus diversas formas, desconfianza de la Sociedad en el aparato institucional del Estado? Una de las primeras manifestaciones de aquella desconfianza y ausencia de certezas es el retiro de la Sociedad del Espacio Público, del ámbito de lo político y la renuncia a la acción precisamente política y al discurso.

La estrategia para confrontar esta realidad es compleja y por compleja difícil. Pero se orienta a que la sociedad debe crear espacios emergentes y hasta paralelos de reflejo propio de institucionalidad en y para sí misma y, por esta vía, paulatinamente reocupar los espacios públicos para en ellos recrear la posibilidad de la reconstrucción sucesiva de los acuerdos políticos que fundamenten una nueva legitimidad y desconozcan el dominio sustentado en la violencia instrumental ¿Cómo? Creando redes de ciudadanos, reconstruyendo desde abajo el tejido social y las intermediaciones necesarias dentro de la sociedad misma, recuperando la confianza en sí y en los canales de intermediación que deben surgir de la propia ciudadanía (partidos políticos por ejemplo), conociendo y manteniendo actualizada la Agenda Social y llamando al acuerdo y al consenso para asumir la corresponsabilidad en el diseño de acciones estratégicas para enfrentar y atender los problemas presentes en aquella Agenda, asumiendo que buena parte de dichos problemas van mucho más allá de la satisfacción de las necesidades primarias del individuo.

Es decir, comportándonos como ciudadanos y asumiendo los problemas inherentes al Estado de Derecho y al ejercicio ciudadano como problemática tanto o más graves que aquellas que afectan las posibilidades inmediatas de supervivencia diaria ¿por qué?

Porque ahí… ahí está el futuro.

[email protected]

WDC.

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