Estrategias para salir del populismo, por Nadia Urbinati y Federico Finchelstein
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Jorge Luis Borges una vez señaló que a nadie le gusta «deber nada a sus contemporáneos». La máxima del escritor argentino no se ajusta a los populistas contemporáneos quienes se legitiman en la experiencia del trumpismo, pero ponen mucho empeño en hacernos olvidar que son parte de una larga historia que comenzó con el fascismo. De hecho, el populismo moderno nació de las sombras que dejó el fascismo después de su derrota total en la Segunda Guerra Mundial.
Desde un punto de vista histórico, el populismo en el poder y su creación de una democracia posfascista fue quizás el fenómeno más perturbador de la posguerra y se dio por primera vez en América Latina después de 1945, cuando el populismo se convirtió en un régimen bajo líderes como Juan Domingo Perón en Argentina y Getulio Vargas en Brasil.
A lo largo de las décadas, países como Argentina, Brasil y también Bolivia, Ecuador y Venezuela han sido testigos de manera significativa de los renovados intentos de establecer los cimientos de una tercera vía: un régimen democrático y autoritario a la vez; diferente del fascismo, de la democracia liberal y del comunismo.
La vitalidad y versatilidad del populismo
El populismo, como régimen político, se ha enfrentado tanto a los dos enemigos de la Guerra Fría en la que creció, así como con el fascismo desaparecido. Con el fin de la Guerra Fría, el populismo ha demostrado una extraordinaria vitalidad y versatilidad y, como ayer, la historia es útil hoy para comprender los éxitos, pero también las posibles estrategias de salida de los regímenes populistas.
En los países del Atlántico Norte —Europa y Estados Unidos—, las estrategias para salir del populismo han tomado, hasta ahora, dos direcciones: una tecnocrática que minimiza la política partidaria y una política que intenta reconfigurar la política a lo largo de los canales partidistas.
En el primer caso, representado por Emmanuel Macron en Francia, la solución consistió en federar a una gran cantidad de fuerzas antipopulistas bajo el estandarte de la meritocracia y la responsabilidad con el doble objetivo de ir más allá de la derecha y la izquierda y de superar la distinción entre política y tecnocracia.
Los padrinos de este curso de acción fueron Bill Clinton en Estados Unidos y Tony Blair en el Reino Unido, quien declaró después de su victoria electoral de 1997: «Ahora somos el partido del pueblo, el partido de todo el pueblo». En la Unión Europea se ha continuado esta práctica tecnocrática, mientras Estados Unidos dejó atrás la política de Clinton.
El segundo caso es representado por Joe Biden y el camino seguido es el del clásico partido político. El nuevo presidente, tras una campaña electoral en nombre de la moderación y unidad nacional —y del ataque trumpista al Capitolio del 6 de enero— ha cambiado de rumbo. Biden ha elegido escuchar al ala más progresista de su partido que desde hace tiempo proponía políticas de intervención estatal, redistribución y tributación progresiva.
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En lugar de abandonar posiciones ideológicas, Biden está armando su política con un lenguaje claramente socialdemócrata, renunciando a las soluciones bipartidistas perseguidas previamente —sin éxito— por Obama y Clinton.
En Europa, la salida del populismo parece ir hacia la absorción del conflicto dentro de una expansión de la tecnocracia que deprime el protagonismo de los partidos a favor de la gestión por parte de técnicos y expertos. En Estados Unidos, la forma de sacarle oxígeno al populismo viene de la mano de una intervención estatal para combatir la pobreza y la exclusión.
Digamos que las dos trayectorias de salida del populismo reflejan dos líneas de interpretación de las causas del populismo: la primera enfatiza que hay demasiada política de partidos; la segunda insiste en la temática de la demagogia.
La experiencia en América Latina
Si estudiamos las experiencias de América Latina, vemos que los caminos no son tan diferentes. Ha habido respuestas extremas, a menudo defendidas en nombre de soluciones tecnocráticas, como los golpes de Estado contra Perón (1955), Chávez (2002) y Morales (2019). Pero ahora, Trump ha dejado claro que esta posibilidad también existe en las «democracias consolidadas».
Pero si se excluye el cambio de régimen, en general las respuestas al populismo autoritario en América Latina no son diferentes de las que han surgido en los países del Atlántico Norte. Y ambas involucran formas de populismo ligero o moderado como es el caso de Mauricio Macri en Argentina, y formas tecnocráticas de la derecha como en el caso de Sebastián Piñera en Chile, o formas de populismo de izquierda —no socialdemócrata— como en los casos del peronismo kirchnerista en Argentina o de Pedro Castillo en Perú.
Recientemente, Alberto Fernández —presidente peronista de Argentina— argumentó que Biden es, en última instancia, similar a Juan Domingo Perón. De hecho, lo llamó Juan Domingo Biden. Pero Biden no es de ninguna manera un populista. Carece de todos los ingredientes del populismo: paternalismo, demagogia, uso de la religión política, antipluralismo, culto al líder, impaciencia con la división de poderes.
La respuesta de Biden
Sin duda, la actual respuesta de Estados Unidos al populismo es la que más sintoniza con la democracia. Si la de Biden es una respuesta propiamente democrática al populismo, ¿podemos concluir que el regreso a la política de partidos y la discusión programática es también la respuesta ganadora al miedo al fascismo, así como al éxito del populismo?
Recientemente, periodistas e historiadores han afirmado que Biden no presenta una alternativa suficiente y que el estímulo de su gobierno palidece en comparación con el de F. D. Roosevelt. Pero la comparación negativa con el New Deal no es convincente. No solo por la estructura ideológica radical de «o-todo-o-nada» que la inspira, y la identificación de Biden como una imagen invertida de Trump, pero también por su falta de historicidad.
Estas críticas no prestan atención al contexto de la economía financiera mundial en la que el trumpismo subió y cayó, y en la que ganó Biden. No podemos ignorar el hecho de que los programas de Biden llegan después de décadas de bajar los impuestos a la riqueza según la ideología de la economía de goteo para abajo. Si se piensa en el cambio de dirección de Biden como un intento de ataque directo a estos presupuestos, aparece entonces la posibilidad de un cambio transformador. Y, además, su plan está concebido con la intención de tener un impacto estructural en la vida de las personas empobrecidas por la crisis financiera de 2008.
En definitiva, el plan de Biden sin duda representa un intento de respuesta democrática a la política antidemocrática del populismo en general y a la vocación de aspirante a fascismo del trumpismo en particular.
Al menos en términos de sus objetivos, la estrategia de Biden para salir del populismo no se satisface con incentivos y intervenciones regulatorias y quiere atacar la pobreza, las dificultades y la discriminación con objetivos y acciones políticas concretos.
En este sentido, Biden está conectado al New Deal y, más en general, a la historia de las coaliciones antifascistas que derrotaron al eje. Como ellos, intenta romper la combinación mortal de política del odio y la desesperación económica que hicieron que el trumpismo, y los trumpistas latinoamericanos como Bolsonaro o Bukele, tuvieran tanto éxito.
Nadia Urbinati es profesora de teoría política en la Universidad de Columbia. Su último libro se titula Me The People: How Populism Transforms Democracy (Harvard University Press 2019), que apareció en traducción al español por Grano de Sal hace unos meses.
Federico Finchelstein es profesor de historia de New School for Social Research (Nueva York). Fue profesor en Brown University. Doctor por Cornell Univ. Autor de varios libros sobre fascismo, populismo, dictaduras y el Holocausto. Su último libro es «Brief History of Fascist Lies» (2020).
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