Europa: ¿el fin de la democracia liberal?, por Fernando Mires
@FernandoMiresOI
Siempre será interesante escuchar o leer a Joschka Fischer. El ex ministro del Exterior alemán tiene el raro don de unir coherentemente la observación social con la temática política. Su último libro Der Abstieg des Westens (La Caída de Occidente) confirma esa impresión y aunque su título es -suele ocurrir – alarmista, poco tiene que ver con el muy parecido título del clásico de Oswald Spengler, El Hundimiento de Occidente.
Evidentemente, según Fischer, el Occidente, ni el geográfico ni el cultural, ni mucho menos el político, se vendrá abajo en los próximos años, aunque sí, hay transformaciones que deben ser computadas para pensar en los desenlaces de una serie de conflictos cuyas soluciones no aparecen visibles en el horizonte.
Por de pronto, observa Fischer, el descenso de los socialdemócratas no es solo producto de malas políticas de sus dirigencias sino de un “vacío social” determinado por tres factores: El primero: la casi extinción de la clase obrera industrial. El segundo: la desintegración de las clases medias y el aparecimiento de diversos segmentos que no constituyen precisamente una unidad socio-orgánica clasista. El tercero: el surgimiento de una nueva clase a la que Fischer denomina “clase global de abajo”, clase formada por una masa de trabajadores ocasionales predominantemente extranjeros, sin ayuda social, sin organizaciones sindicales, sin pertenencia política y que pulula en oficios sin calificación y muy mal pagados.
El primer factor ha sido analizado desde hace largo tiempo, antes de que Alain Touraine comenzara a hablarnos de la “sociedad post-industrial”, antes aún de que André Gorz proclamara en los años setenta su Adiós al Proletariado. Fue cuando Jean Fourastié, en los años cincuenta vaticinó el hundimiento de la sociedad industrial clásica y de sus actores y su sustitución por la que el llamaba “sociedad de servicios”.
Lo que ninguno de esos autores logró prever, sin embargo, es que el ocaso de la clase obrera industrial arrastraría consigo a la llamada “clase media”, originándose un espacio donde con extraordinaria movilidad se desplazan trabajadores altamente calificados quienes cambian de oficio y de lugar de trabajo a una velocidad abismal.
Los trabajadores de la sociedad digital coexisten, no obstante, con residuos del orden industrial clásico y con ejércitos de desocupados dependientes de la ayuda social. Y justamente aquí surge un problema grave, según Fischer: Sin la antigua clase obrera y sus representaciones socialdemócratas, el llamado Estado Social pierde uno de sus soportes básicos y comienza a deteriorarse.
Las consecuencias del deterioro del Estado Social son múltiples. Desde el punto de vista político la más problemática es que esa masa que se mantiene a duras penas en sus centros de trabajo, no solo se encuentra desorientada frente a cambios de estilo y nuevas formas de vida, sino, además, sin representantes que la defiendan en y desde el Estado. No extraña entonces que desde ahí emerja un resentimiento general en contra de la política y de los políticos.
Ha llegado así la hora de los populismos extremistas, sean de izquierda, sean de derecha. Los primeros son partidos nostálgicos como el Podemos de Pablo Iglesias o el Francia Insumisa de Mélenchon o la Linke (La Izquierda) de Alemania: partidos de la clase obrera sin clase obrera y de la revolución sin revolución. Pueden despertar entusiasmos esporádicos o fungir de recipientes para los contingentes que abandonan a la social democracia.
Pero a la hora de competir con los neo-nacionalismos de “ultraderecha” se muestran impotentes como ocurrió recientemente en Francia frente a los llamados “chalecos amarillos” de los cuales una buena parte prefirió abrirse a la demagogia de la Le Pen y su Frente Nacional. Peligro advertido a tiempo por Macron – quien entre la vía de la represión usada en el pasado reciente por Sarcozy frente a las asonadas de los barrios marginales de París, o la vía de ignorarlos como hizo el presidente de España, Rajoy en el 2011 cuando apareció el movimiento de “los indignados”- eligió la vía de la conversación y el diálogo. Tuvo por supuesto que atender a diversas exigencias, reconocer errores y aparecer medialmente como un perdedor. Pero hizo bien. Logró capear el temporal. Por el momento, eso sí. Solo por el momento.
Lo evidente es que esas masas pauperizadas surgidas de la atomización de la clase media son un material de trabajo indispensable para los emergentes (mal llamados) populismos de ultraderecha, o en la expresión de Joschka Fischer, neo- nacionalismos. Al menos estos últimos levantan una alternativa de lucha en contra de tres enemigos claramente diseñados: La Unión Europea, los partido tradicionales (el establischment) y, sobre todo, las masas de emigrantes que huyendo de las guerras y hambrunas del mundo islámico, avanzan hacia Europa.
Europa en fin es, o ha llegado ser, el escenario de una guerra política entre la clase política tradicional y los emergentes nacionalismos eurófobos, islamófobos y xenófobos.
Los partidos neo-nacionalistas -otros dicen, neo-fascistas- han encontrado una amplia ruta a su disposición y a través de ella transitan hacia el poder. Un poder que prácticamente ya tienen en Austria, Italia y Hungría. Si no logran apoderarse de los principales bastiones europeos: Inglaterra, Francia y Alemania, habrá que, de todas maneras, contar con ellos durante un largo tiempo. Todavía no han tocado el techo de su crecimiento y su fase de descenso no está prevista. Dicho en breve: vinieron para quedarse.
¿Estamos llegando al fin de la era de la democracia liberal como sugiere Joschka Fischer? Nadie puede anticiparlo con exactitud. Lo cierto es que después de la aventura ultranacionalista esa democracia liberal no será la misma que conocimos.
No todo está perdido, sin embargo. Hay hechos que no mencionó Joschka Fischer, hechos que permiten no echar todo el optimismo por la borda. El vacío provocado por el descenso de las socialdemocracias, por ejemplo, no ha sido totalmente cubierto por el neo-nacionalismo. Hay todavía fuertes bastiones de centro. Por el momento esa centralidad política está ocupada por las fuerzas que representan las tres “emes”: Macron, Merkel y May. Además -y esto es lo más importante- han aparecido partidos de centro en condiciones de coordinar las luchas defensivas de los tiempos venideros.
En España, Ciudadanos ha sobrepasado ya lejos a su rival de izquierda, Podemos, y hoy está a punto de superar al PSOE. Es, por una parte, un partido opuesto radicalmente al micro-nacionalismo vernáculo (sobre todo en Cataluña y en el País Vasco) y al nacionalismo de gran nación representado por el emergente VOX. Por otra, puede llegar a ser un eje articulador entre la derecha tradicional del PP y los restos de la socialdemocracia.
En Alemania a su vez ha aparecido un fenómeno altamente interesante: la resurrección de Los Verdes (el partido de Joschka Fischer). Una nueva generación de jóvenes políticos profesionales ha tomado las riendas del partido, ha roto con los tabúes de las alianzas imposibles y está en condiciones de unirse sin complejos con todos los partidos de la democracia alemana con excepción de los ultranacionalistas de AfD.
Habiendo saltado sobre las sombras de su pasado “izquierdista”, Los Verdes de hoy buscan alternativas concretas y no ideológicas ante las amenazas que se ciernen frente a una posible unidad entre los sectores más conservadores del socialcristianismo y la AfD (“vía austriaca”)
En fin, la historia de la democracia europea no ha terminado y 2019 será un año de duros enfrentamientos políticos. De eso no cabe duda.