Europa: la batalla del 26 de mayo, por Fernando Mires
@FernandoMiresOI
Las elecciones del 26 de mayo serán una prueba de fuego para Europa. Por primera vez las fuerzas europeas-anti-europeas se han conjurado de modo radicalmente militante para asaltar las ciudadelas de la UE. Hasta ahora principales enemigas de la internacionalización conforman ya una suerte de internacional cuya coordinación y eficacia, capacidad de acción e iniciativa, parece superar a las de las tres “internacionales comunistas” fundadas en el pasado reciente en la URSS.
Hoy el nuevo proyecto proviene desde el mismo lugar geográfico pero de otro contexto histórico: la Rusia de Putin, sus aliados euroasiáticos y los partidos y gobiernos europeos que han irrumpido en contra, no solo de la UE, sino de todo lo que esa supra-institución representa y simboliza: la democracia occidental. Con todos sus defectos y con todas sus virtudes.
Es hora de tomar notas. Estamos frente a un movimiento histórico de magnitudes continentales, incluso extra-continentales, uno solo comparable con lo que fueron el fascismo y el comunismo. Un movimiento que transversaliza normas tradicionales y no se deja reducir en esquemas clásicos de izquierda o derecha. De ahí la dificultad para entenderlo. Pues decimos de derecha y vemos que sus programas anti-neo-liberales coinciden en casi todos sus puntos con los de los nuevos partidos de izquierda, entre ellos Podemos de España, Francia Insumisa y Die Linke en Alemania. O decimos nacionalistas y vemos como coordinan sus intereses nacionales en plataformas internacionales de un modo más eficaz que los movimientos y partidos de tono cosmopolita. O decimos neo-fascistas; y sí: en muchos puntos lo son, pero a la vez son conservadores, religiosos y no siempre racistas.
Al fin, para ahorrarnos problemas optamos por llamarlos populistas-nacionales sabiendo que no lo son exactamente. No todos ellos apelan al pueblo como agente redentor de la nación
¿En dónde reside la dificultad para singularizar al nuevo movimiento histórico? Puede ser que la respuesta, como suele suceder, esté contenida en la pregunta. Deletreo entonces el concepto: un movimiento histórico. Y como todos los de esa índole su curso está formado por la confluencia de diversos afluentes. A fin de lograr una aproximación al tema será necesario incurrir en algunas simplificaciones. Hablemos para comenzar de los tres afluentes clásicos de todo movimiento histórico: Los culturales, los sociales y los políticos.
Los afluentes culturales
Tampoco son homogéneos. En el hecho hacia ellos confluyen -para seguir escribiendo en términos hidrográficos- dos vertientes. Una que podríamos llamar tradicionalista y otra de tipo más bien utópico-mesiánico.
La primera vertiente viene desde los tiempos de la anti-Ilustración u oposición conservadora al pensamiento ilustrado. Sus características nos son conocidas: defensa de principios monárquicos con o sin rey, subordinación de la dimensión política a lo religioso, orden, familia, patria, en fin, las claves del pensamiento conservador clásico.
El conservadurismo europeo ha logrado mantenerse al precio, claro está, de adoptar algunos principios propios al liberalismo, sobre todo del económico. No obstante, como consecuencia de la extrema “liberalización” desatada por los movimientos precursores de la posmodernidad, los conservadores se han visto obligados a retomar antiguas banderas en defensa de tradiciones que representan o creen representar. Los desafíos que enfrentan provienen de la lucha por la emancipación sexual impulsada por movimientos feministas y gay, de la des-tradicionalización de la vida, de los procesos de globalización económica y, naturalmente, de los enormes contingentes migratorios que vienen del mundo islámico.
Los postulados del pensamiento conservador tradicional son igualmente conocidos. La desintegración social tiene su origen en la alteración de las relaciones inter-familiares, léase, en el deterioro de la familia patriarcal. De ahí su pleno rechazo a las leyes que favorecen el aborto, sus intentos por marginar a los homosexuales y, sobre todo, su oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo. En términos generales combaten todo relativismo y toda ambivalencia. Es la razón por la cual han vuelto su mirada hacia las instituciones religiosas exigiendo un mayor peso de las iglesias en el estado a fin de poner límites a una secularización que escapa a todo control y amenaza con llevar a los humanos a “olvidar a Dios” – expresión teológica ratzingeriana derivada de la expresión heideggeriana de “olvido del Ser” – y a su sustitución por el “hacer” y el “tener”.
Por motivos similares el conservadurismo tradicional ha sido posicionado en contra de los emigrantes islámicos. Europa, según esa tendencia, no deberá ser multicultural pero tampoco multireligiosa. Las religiones pueden coexistir, afirman, pero solo bajo la hegemonía del cristianismo institucional.
La migración masiva, según ellos, altera identidades y desnacionaliza a las naciones. Por esa razón, a las migraciones las llaman simplemente invasiones. Hay que salvar la cultura greco-latina del avance de los nuevos bárbaros aunque sea al precio de sacrificar a la democracia en nombre de la república. Ese es el lema
La segunda vertiente a la que nos hemos referido, la mesiánica, comparte con la conservadora la defensa de las tradiciones, incluyendo las pre-modernas, pero además busca extraer de las modernas algunos réditos para gestionar la construcción de un futuro. El ruso Alexandr Dugin – sin duda el más fascinante filósofo del mesianismo cultural – ha sintetizado su objetivo en su llamada Cuarta Teoría, originariamente planteada por el conservador Alain de Benoits, la que es opuesta pero a la vez continuadora de las teorías de la modernidad como son el liberalismo, el fascismo y el marxismo.
El sujeto de la nueva teoría no es el individuo del liberalismo, ni el estado-nación del fascismo, ni la raza del nazismo, ni la “clase” del marxismo, ni la tradición del conservadurismo, sino el pueblo. Por eso los mentores del mesianismo otorgan una connotación positiva al concepto populismo. Para los intelectuales mesiánicos solo los pueblos en continuidad con sus tradiciones pueden salvarnos de la caída en la materialidad del neo-liberalismo y de la modernidad. Pero esos pueblos no son abstracciones. Son humanos lugarizados en contextos históricos y geográficos. Están ahí. Según Dugin, son representaciones colectivas del “Dasein” de Heidegger. El pueblo, lo dice el mismo Dugin, “es la naturaleza del ser”.
Los afluentes sociales
Son los hijos de la llamada revolución post-industrial. Los que viven ese ya largo periodo que se extiende entre el modo de producción industrialista y el mundo digital, desplazados de relaciones de pertenencia e identidades que existían bajo el alero de las grandes empresas desde cuyos interiores funcionaba la cadena formada por las asociaciones obreras, los partidos políticos sociales y el llamado “estado de bienestar”. Y bien: todo eso se ha venido abajo.
La clase obrera industrial es un cetáceo prehistórico. Su lugar ha sido ocupado por trabajadores individualizados de unidades productivas volátiles e incluso virtuales. Son, si se quiere, los desclasificados
Ayer llamados trabajadores informales han terminado por imponer la informalidad como forma dominante en los procesos de producción. El problema es que no están vinculados entre sí. No son ni clase ni sector social. Son los actores de la anomia, habitantes de esa tierra de nadie que yace entre la sociedad de clases y la (nueva) sociedad de masas.
Significa: no son sujetos. Y si no lo son, no tienen más alternativa que ser objetos. Objetos de un mundo donde viven pero no entienden. Incluso ellos mismos asumen esa condición al acudir al llamado de políticos mesiánicos. Allí son al menos una heterogénea “multitud” como la denominaron Hardt y Negri en un libro del mismo nombre que causó furor a fines del siglo XX y que hoy nadie recuerda. En otros términos: no quieren ser populacho: quieren ser pueblo. Y lo dan a conocer actuando. Un día entre los “indignados” de la Puerta del Sol. O cuando sus hijos (su prole) desciende desde los barrios pobres de París o Londres a destruir lo que les da la gana.
Otras veces en esas terribles berlinales del primero de mayo demoliendo autos y tiendas con una furia que nadie sabe de dónde sacan. De pronto usan chalecos amarillos y asolan las calles de París. Y aunque ni siquiera votan en sus provincias, el 26-M votarán en contra de Europa. Ya les dijeron que la UE es la culpable de todos los males. Que Merkel, Macron y Junker congelan dineros que a ellos corresponden. Que abren las fronteras de sus naciones a los emigrantes cerrándolas a los oriundos. Y que esta vez votando pueden hacer valer su condición política. El voto, no el bate de beisbol que golpea a extranjeros pobres, será la nueva arma. ¿Estamos nuevamente frente a esa maligna alianza entre las elites y la chusma (Mob) de las que nos hablara Hannah Arendt en su libro acerca de los orígenes del totalitarismo? A primera vista parece que así fuera.
Los afuentes políticos
Pero la alianza entre elites y chusma no ocurre por generación espontánea. Separados en extremos culturales, ambos actores, las elites culturales y las masas anómicas, no pueden jamás conectar entre sí. Para que esa alianza funcione se necesitan mediaciones. Esas no pueden ser otras sino los partidos, los gobiernos y los líderes del populismo nacionalista.
Más aún: la alianza entre las elites y la chusma también tiene lugar al interior de esas instancias mediadoras. Interesante en ese sentido es constatar que la mayoría de los líderes del populismo nacionalista sintetizan ambas dimensiones. Unos más, otros menos. Algunos ejemplos: Marine Le Pen tiene prestancia de gran dama pero también en momentos de exaltación sabe pronunciar discursos chusmeros en el mejor estilo de su plebeyo padre. Lo mismo Matteo Salvini: por ratos es durísimo, incluso brutal; pero sabe escuchar con suma atención a los intelectuales y busca su cercanía. El polaco Miroslaw Kaczsyski no requiere de eso; en un país ultracatólico le basta hablar como un reaccionario cura de aldea para que todo el mundo lo entienda.
No así Viktor Orban quien no necesita forzar su lenguaje nacido en las luchas estudiantiles e imprimir a su cultura política, que la tiene, un tono patriotero que también domina. Su epígono austriaco Heinz Christian Strache es en cambio un monumento a la vulgaridad. Muy cerca suyo, el español Santiago Abascal. Y todavía más cerca, el dirigente de Alternativa para Alemania, Alexander Gauland, cuya falta de personalidad es compensada con la presencia avasalladora de la valquiria Alice Weidel.
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Como sea, patanes o cultos, todos son hijos de Putin, el maestro: el que besa crucifijos rodeado de patriarcas, el que dirige los aparatos policiales, el que sabe controlar a las mafias, el que ilusiona a los pobres de su país hablándoles del retorno de la gran Rusia y, no por último, el que seduce a intelectuales fantasiosos de la talla de un Alexandr Dogin.
Gracias al establecimiento de relaciones entre intelectuales y las instancias del poder político, los primeros dejan de ser productores de fantasías y son convertidos en “intelectuales orgánicos”. A cambio obtienen la ilusión de ejercer influjo sobre los líderes del populismo nacional. Pero por lo común suele suceder al revés. Son los líderes y sus aparatos quienes terminan controlando a la intelectualidad. De la torta de los intelectuales los mandamases políticos solo escogen las guindas que más les gustan, vale decir, las que más necesitan para conservar y expandir su poder.
A la inversa: las masas disgregadas, cuando acuden al llamado de sus líderes anti-europeos dejan de ser -tergiverso un decir hegeliano- “masa en sí” para convertirse en “masa para sí”. O lo que es lo mismo: en una fuerza histórica de acción política.
A modo de conclusión:
Sin seguir un programa claramente diseñado, los partidos europeos – antieuropeos están unidos por innegables signos de identidad. Entre ellos:
1. Rechazo radical a la UE a la que acudirán electoralmente el 26-M con el abierto y confeso propósito de destruirla por dentro.
2. Adhesión a formas de gobiernos más republicanas que democráticas según las cuales el principio de democracia delegativa o parlamentaria deberá ser subordinado al de democracia directa estableciéndose así una relación vertical entre el principio del líder y el principio del pueblo.
3. Retorno de instancias religiosas al poder político de acuerdo al objetivo de refundar una Europa cristiana en contra de dos antagonismos históricos: el Islam político y el Occidente agnóstico y liberal.
4. Tanto en sus versiones de “izquierda” como de “derecha”, con la excepción del PiS polaco, todos los partidos neo-nacionalistas mantienen relaciones directas, y en no pocos casos, de dependencia, con la autocracia rusa representada por Vladimir Putin.
Todo indica pues que, más allá de resultados electorales, el 26-M será una fecha clave en el proceso de articulación de un movimiento cultural, social y político de grandes dimensiones históricas. Incluso, aún no alcanzando sus propósitos los populistas-nacionales lograrán dar un largo paso en un avance cuyo límite no aparece visible en el horizonte político. Que la gran mayoría de los gobiernos democráticos occidentales no lo vea así, habla más bien de su incapacidad congénita, demostrada en tantos episodios de los siglos XlX y XX, para reconocer a tiempo a los enemigos de la polis, de la democracia y de la libertad.
La Europa democrática está otra vez en peligro y sin saber cómo defenderse. Hecho crucial cuya complejidad exigirá ser tratada en un próximo artículo.