Eva y Falcó, por Fernando Mires
Para los utópatas Lorenzo Falcó es y será un miserable. Un asesino a sueldo. Un ser prostituido en lo más profundo de su alma. “Un hombre capaz de vender la silla de su madre paralítica” como dijo de él, medio en broma medio en serio, el Almirante encargado de comisionarlo en múltiples servicios sucios a favor de los falangistas y en contra de los republicanos españoles.
Incluso, para quien escribe estas líneas, formado como tantos de los que llegamos a ser izquierdistas –allá, a comienzo de los sesenta– con los restos de la romántica de la revolución española, los primeros rasgos descriptivos de Falcó no podían, bajo ningún motivo, generar empatía. Hasta que avanzando en las páginas comencé si no a simpatizar con el sicario, a entenderlo, a la par que entendía el ambiente en donde se movía como un pez en el agua.
Un ambiente de asesinos y asesinados, de conspiraciones y traiciones, de maldad sin fin, de locuras increíbles, de actos heroicos pero vanos, de personalidades trastornadas, de una carnicería fratricida donde no hay buenos ni malos porque todos eran malos, en fin de todo eso que fue la Guerra Civil española. Un ambiente de cual solo puede dar cuenta un novelista avezado como Pérez-Reverte y raramente un historiador cuya función es dar a conocer las relaciones entre hechos objetivos y no la de escudriñar en los tormentos de la vida de los actores históricos.
No volveré a repetir –lo he hecho otras veces– lo imprescindible que es la ficción para entender la historia, entre otras cosas porque no solo los personajes de las novelas, también nosotros mismos, vivimos de ficciones. Como cuando siendo jóvenes comunistas escuchábamos magnetizados los relatos de los refugiados españoles en Chile. O cuando íbamos todos juntos a ver “Morir en Madrid”, el laureado documental de Fréderic Rossif, y salíamos del cine, puño en alto y cantando “dime dónde vas morena”, “los cuatro generales”, “el ejército del Ebro” y tantas otras canciones cuyas letras aún no he olvidado y, sin darme cuenta, todavía canto bajo la ducha. Todo quedó atrás, “la guerra ha terminado” como tituló Alain Resnais a la película en la cual los héroes de “esa revolución que nunca fue”, aparecen cansados, sin esperanzas, fantasmas de quienes una vez eran ardientes revolucionarios. No por casualidad el libreto del filme fue escrito por Jorge Semprún (el papelazo central: Ives Montand)
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Fueron precisamente los relatos de Semprún, más la historiografía de Fernando Claudin y no por último la autobiografía de Santiago Carillo, quien con la derrota de la república se salvó de convertirse en un Ceaucescu español (para eso iba), los que llevaron, a mí y a otros, a despedirnos de esa utopía enterrada bajo los escombros de la guerra. Atrás quedaron los poemas de Neruda, Eluard, Machado, Alberti. Algunos conservan, como damas ancianas, las huellas de su hermosura. Cierto es que Picasso sigue aterrándonos con Güérnica pues sin saberlo, al pintar los ojos aterrados del caballo, reflejó algo que está más allá de toda ideología: el miedo espantoso del ser frente a la muerte. Ese mismo miedo que casi nunca sentía Falcó, quien toreaba a la muerte en un redondel donde esa muerte era reina y señora.
Poco a poco uno se va dando cuenta que Falcó no mataba por matar, tampoco por los suculentos pagos que ofrecía el siniestro Grupo Lucero. No era sádico, no amaba a la muerte, pero sí –y esto es diferente– deseaba su cercanía, quizás para sentirse vivo, siguiendo de modo instintivo ese principio heideggeriano que nos dice: “solo pensando desde la muerte podemos entender a la vida”. Así nos describe Pérez-Reverte a Falcó: “las subidas de adrenalina en la sangre, la sequedad de la boca antes de cada nuevo desafío, la certidumbre de moverse por lugares donde las reglas del juego eran ritual de vida o muerte le inspiraban una claridad de juicio extraordinaria; una sensación de bienestar semejante a la de los analgésicos, cuando diluyendo el dolor y acompañando los latidos en las sienes le permitían mirar el mundo con serena distancia”.
O en frase más breve: Falcó buscaba a la muerte para sentir el deseo por la vida y en su caso, materializado en el elemental deseo del hombre por las mujeres. Las mujeres eran, por decirlo así, su deporte favorito. Sobre todo si se trataba de encajar los cuernos en un militar nacionalista o en un político falangista.
Sin peligros las mujeres no interesaban a Falcó. Tal vez ese vivir “más allá del bien y del mal” era la razón por la cual las mujeres lo buscaban y abrían sus piernas frente a él con una pasión que como pocos Pérez -Reverte después de Tirso de Molina ha sabido describir mejor.
No obstante, Falcó no era un Don Juan. Pues una vez cayó en la trampa y comenzó a sentir algo que nunca había sentido por una mujer, la espía soviética Eva Neretva, alias Eva Rengel. Ya volveremos a ella. Lo cierto es que Pérez- Reverte conoce en detalle la erótica de las mujeres, algo que probablemente no lo hace muy querido dentro del árido orbe feminista. Conocimiento que hace pensar a Falcó, segundos antes de entrar en Chesca, una superhembra esposa de un alto oficial franquista: “Y él sintió una pena inmensa y sincera, solidaria, por los millones de hombres que nunca habían estado ni estarían cerca de una mujer como aquella”. Frase que emerge como poesía en medio de la dura trama.
Y una vez, maldita sea entre todas las mujeres, apareció Eva: precisamente el nombre de la primera mujer del mundo. Una mujer bella, más no tanto como otras bellas que había conocido Falcó. Poseía un cuerpo atlético, sus uñas las mantenía mal cortadas, espaldas de nadadora y, además, era más fría que el propio Falcó cuando se trataba de matar pues, a diferencias del sicario, Eva mataba por convicción. Sin embargo, ella “poseía la suerte de contar entre las piernas con algo que ofrecer: el recurso eterno de la mujer en todas las miserias y en todas las guerras, desde que el mundo tenía memoria”. Es decir, desde Eva.
Pero no solo era su coño. Era algo más que Falcó nunca supo precisar exactamente pues así lo decidió Pérez Reverte. Algo que lo llevó a arriesgar su vida para rescatarla de las salas de tortura de los franquistas y matar de paso a tres guardias. Por primera vez en su vida, como esas putas que de pronto hacen el amor por amor, Falcó mató por Eva sin recibir paga alguna. No así Eva, quien deseando a Falcó con todo, era capaz de matar a Falcó. La razón la descubrió Falcó muy pronto. Eva estaba poseída por una ideología. Esa ideología era el “falso yo” que cubría a su “verdadero yo” lo que por cierto aumentaba más el deseo de ella por aniquilar, aún amando, a Falcó.
La moral revolucionaria-soviética de Eva era a toda prueba. Sabía de los crímenes de Stalin, pero los consideraba justos debido a la misión histórica que cumplía el Partido frente a la humanidad. En un momento los papeles llegan a invertirse. Falcó, precisamente Falcó, intenta convencerla de lo absurdo que era matar y dejarse matar como ella lo hacía. Eva repitiendo a Stalin contestó: “la democracia es una forma camuflada de capitalismo y el fascismo su forma declarada”. Falcó responde mencionando el hecho objetivo de que los comunistas habían asesinado más trotsquistas que falangistas. Eva contraatacó: “Tu nunca serías un buen comunista”. La respuesta de Falcó no pudo ser más de Falcó: “ni siquiera uno malo”
Todo, absolutamente todo separaba a Eva de Falcó. Ambos estaban destinados a no encontrarse jamás y, sin embargo, de un modo u otro, ambos buscaban ese encuentro. O dicho con Pérez- Reverte: “continuaba existiendo entre ambos un vínculo extraño combinado de recuerdos, sexo, peligro y ternura”
Falcó y Eva son lo que tal vez no querría aceptar Arturo Pérez-Reverte: dos novelas de amor.
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Por último, debo una explicación: ¿Por qué escribo ahora sobre Eva y Falcó? No son las dos últimas novelas de Pérez-Reverte. Después de Falcó y Eva escribió una novela histórica aún más lograda: “Los Hombres Buenos” de la cual alguna vez me ocuparé, y recientemente, una novela de perros que no he leído todavía.
La verdad es que hace tiempo yo quería escribir estas notas. Los avatares de la política diaria y otras urgencias lo habían impedido. Hoy, no obstante, he vuelto a Eva y Falcó y debo explicar la razón. La razón es una pregunta que hace tiempo me persigue: ¿Es posible escribir sobre los hechos que hoy ocurren de un modo absolutamente objetivo? Evidentemente, no. Los libros Falcó y Eva tampoco habrían podido ser escritos en los años siguientes a la carnicería civil que vivió España.
Hoy, sin embargo, y seguramente venciendo algunas resistencias, Pérez- Reverte ha logrado algo que pocos autores españoles pueden lograr. Mirar los hechos de la gran tragedia de su patria desde una distancia que nos hace percibir cuan absurdos son muchos de los que ocurren en nuestro tiempo, cuando hay tantos seres que todavía andan buscando, como Eva, razones para morir y no para vivir.
Además, Arturo Pérez- Reverte -no sé si él así se lo propuso- nos demostró algo muy cierto: el amor, aún en las más terribles circunstancias de la vida, existe. A veces muy escondido, pero existe