Fantasmas, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Con una propensión hacia el temor, Juancho revisó los titulares y dejó el periódico sobre la mesa, estrujado, inservible. Pagó la cuenta del café, agregó 20 céntimos como propina y se perdió entre la gente que recorre el Paseo del Ángel, en pleno centro de la ciudad. No resulta aburrido vagar por las estrechas calles de Barcelona, pero lo de Juancho es que no lograba zafarse de ese territorio que habita su pasado, con gritos de gente a la que azotó sin compasión, porque así se lo exigieron desde arriba. Los mismos de arriba que, ahora, al ver su rostro destacado entre los torturadores que denunciaba una ONG de derechos humanos, optaron por prescindir de sus servicios, lo que no excluía la posibilidad de una muerte accidental.
Juancho lo presintió y la misma tarde que abandonó la oficina del jefe de Acciones Especiales compró un boleto a Portugal. Dos días después aterrizaba en Lisboa, desde donde viajó por tren a España, evitando apearse en Madrid. Su idea era tocar a la puerta de su hermano menor.
—¡Epa!… ¿qué haces aquí, Juan?, balbuceó Daniel, sorprendido, tras abrir y toparse con la sonrisa de quien tres años antes le aconsejó salir del país ante el riesgo de que le apresasen y que él no pudiera hacer nada.
—¡Venga ese abrazo, nojoda… carajito! Juancho lo rodeó con sus manotas y le estampó un beso. Desde una de las habitaciones emergió una voz femenina: «Danny, ¿quién es?» y, tras la pausa, los dos hermanos, aún encarnecidos en el abrazo, sonrieron e intercambiaron una mirada cómplice como si hubiesen vuelto a las travesuras de la infancia.
Minutos después conversaban. Juancho hizo exagerados movimientos con las manos para explicar que el motivo de su viaje no tenía importancia y, dada la insistencia de Daniel, le reiteró que nada pasaba sino que se había cansado de todo aquello. «Ese país, hermanito, está por reventar». Daniel asintió simulando estar convencido e hizo un esfuerzo para no decir más. Nada tenía más importancia ahora que Juancho, aunque sospechaba que algo no andaba bien. Daniel sintió como si su hermano atravesara una especie de tedio moral y dejó pasar los días para que una noche de farra, a punta de cervezas, supiera toda la verdad.
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Ya habían pasado los primeros días cuando Mary se quejó ante su novio: estaba harta de esquivar las miradas de Juancho cada vez que ella salía en bata y asomaba sus muslos. Daniel entendió la incomodidad de su pareja y le halló rápidamente a Juan un apartamento en alquiler y su hermano se instaló a gusto en un piso de una calle tranquila. Pero, era evidente que Juan huía de algo o de alguien. Fue en esa noche del viernes en la que los dos bebieron sin parar cuando Juancho le confesó que huyó del país porque temía que lo jodieran, luego de que una madrugada una llamada anónima le despertara para avisarle o sentenciarle: «Eres hombre muerto, Juan». Su sospecha se hacía real.
En menos de un año, de activista de un grupo armado Juancho pasó a ser el funcionario a quien no le temblaba el pulso para apalear a los jóvenes que la policía detenía en las manifestaciones y sucumbían, desorientados y llorosos, en los calabozos del Helicoide. «A mí me decían, dale con ese bate hasta que suelte un nombre o un número de teléfono y después lo dejas tranquilo, y yo le pegaba, incluso a sabiendas de que el chamo no sabía siquiera por qué estaba ahí», dijo Juancho, llorando ante la indisimulada repugnancia de Daniel por el giro que había tomado esa confesión. Todo era confuso. Él mismo había salido del país porque Juancho le previno que su nombre figuraba en una lista de agitadores contra el gobierno y, si algo pasaba, nada podía hacer para ayudarle.
Era evidente que Juancho se había convertido en víctima de su propia confusión. Peor aún, tenía la certeza de que en ese instante preciso lo buscaban porque sabía demasiado de las órdenes de Maduro y estaba en condición de contar los horrores que se cometen en los calabozos del Sebin con el fin de obtener falsas confesiones a los presos mediante torturas, de las cuales él participó hasta el día en qué despertó en la otra acera. Daniel se sentía un penoso espectador o, peor, un testigo de delitos que él denunciaba por las redes sociales. Ya instalado en su modesto apartamento en Barcelona, Juancho escuchó una madrugada ruidos inusuales en la escalera del edificio. Los pasos se detuvieron en el pasillo y nunca supo si era real o lo había soñado o estaba siendo desbordado por la paranoia.
Pero recuerda que en el Sebin se enteró de que no pocos funcionarios de consulados en ciudades europeas, particularmente, han sido entrenados por el G2 cubano para seguir las pistas de opositores que viven en el exterior.
De manera que no era desatinado asociar la llamada anónima con el aviso de que la tarea de eliminarle seguía en pie. Juancho soñó tanto con esa muerte advertida que, a veces, dudaba sobre lo que en verdad sucedía y cuál sería el final de su desventura.
Conforme estos razonamientos se adueñaron de sus noches su hermano se esmeraba en protegerlo, hasta que no pudo más y le aconsejó presentarse en público y, como prueba de arrepentimiento —para lo cual requería de cierta dosis de valentía—, confesar sus faltas y denunciar que ahora ese aparato demoledor del gobierno, al cual perteneció, lo persigue para matarlo. La idea era visibilizarse en lugar de ocultarse y denunciar la amenaza que se cernía sobre él. Por eso me llamó Daniel. Quería el apoyo de alguien de confianza, y yo, tras sopesar en qué podía beneficiarle, me limité a citarme con él en una plaza concurrida por familias y niños, como la que está enfrente de la Sagrada Familia.
De pronto me sentí como en esas películas de acción en las que se supone que alguien va a morir. Sin conocerme, Juancho me hizo un gesto vago con la cabeza y yo, sentado en uno de los bancos del parque, asentí y observé fijamente un delgado rayo de sol de la tarde que caía en su rostro. Se aproximó y estrechó mi mano convirtiendo el gesto del saludo en un ademán de despedida. A los dos días Daniel llamó llorando para informarme que Juancho había puesto fin a su vida. Entonces comprendí que ninguna estratagema había podido más que su destino.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España