Feliz cumpleaños, Gerardo, por Omar Pineda

Twitter: @omapin
«¿Me vas a matar, ¿verdad?», le imploré cerrando los ojos y encorvándome como embrión. Pero lo que recibí fue una patada en la cara y, tumbado en el piso, sangrando por la nariz, sentí como si un ojo se hubiera reventado. Entonces, contestó: «Sí, marico, te voy a matar… si no dices dónde está la plata». Opté por no hablar y junté las manos, mirándolo, como implorándole a qué dinero se refería. Se molestó tanto por mi actitud que alzó el percutor del seguro de la pistola, y yo volví a bloquear la mente para despedirme de este mundo. De pronto, cruzó como flecha lanzada desde la sala contigua la voz áspera, ronca, de alguien que mostraba autoridad. «Rogelio, vente para acá… deja a ese tipo tranquilo». El hombre giró, cerró la puerta con rabia y se marchó. Ya en la otra habitación discutieron en tono alto, una bronca que con el correr de los minutos se avivaba por la presencia de un tercero. Se gritaban a la vez, lo que me dificultó entender qué se decían, pero intuí que algo había salido mal y asumí que no podía seguir ahí.
Maldije ese lunes y recordé que tuve la tentación de no ir a trabajar. Pero había faltado el jueves pasado por el entierro de mi tío Enrique y, además, llevaba apenas tres semanas en ese cargo. Cómo iba a saber que ese no era mi día, si dos veces a la semana lleno el tanque en la bomba de gasolina a la entrada de la autopista antes de tomar la vía a Guarenas. Así que salí de la oficina y me prometí parar si no había muchos carros. Sonreí: eran las 5:45 de la tarde y la estación lucía despejada. Otro se hubiera fijado; pero yo no, porque no ando con paranoia, como Tomás, que ve asaltantes en todas partes. Cuando me estacioné al lado del surtidor y comprendí todo, ya era tarde: el empleado, en lugar de venir a preguntarme: ¿cuánto le pongo, mi pana?, lo que hizo fue huir sin mirar atrás y se internó en el baño. Decidí arrancar, pero tenía el pistolón en la cabeza, y el tal Rogelio gritándome: «¡Quieto…! Quédate tranquilito!».
Llegó otro. Dijo algo así como ¿es este? y me despojó de reloj, móvil y cartera. Seguidamente amarró mis manos a la espalda con flejes corredizos de fibra, tan eficaces como las esposas policiales. Me empujó al asiento trasero mientras Rogelio tomaba mi lugar, prendía el carro y notaba con alivio que tenía gasolina. El otro, finalmente, me puso una capucha de lona en la cabeza y ordenó que me echara al piso, al tiempo que dejó caer lo que yo supuse eran botas militares sobre mi cuerpo.
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Echamos a andar. «¿Entonces, tú eres Gabriel?», preguntó uno de ellos subrayándolo como si hubiese hecho un gran descubrimiento. Respondí afirmativo, pero quise saber a qué Gabriel se referían, porque yo era un simple empleado en un despacho de abogados. «¿Ah, sí?», creo que fue Rogelio quien repicó con sorna. Insistí en preguntar a quién buscaban y mi cuidador aplastó, esta vez con severidad, su bota sobre mi cabeza y me ordenó callar.
Como yo, de muchacho, acompañé a papá en la gandola para trasportar contenedores desde el puerto de La Guaira y depositarlos en galpones, calculé que se dirigían hacia uno de esos parajes solitarios de Fila de Mariches. Eso me espantó, porque si tú buscas en Caracas un terreno para ajusticiar a alguien, sin testigos, sin que nadie oiga el disparo, ese es el sitio ideal. Pensé en Clara y en la niña. Mi mujer es muy asustadiza, de manera que si yo no estaba en casa antes de las 7:00 de la noche entraría en pánico. Rogué a Dios para que, cuando revisara la agenda de teléfonos de la oficina, no se topara con el número de Tomás porque, en vez de tranquilizarla, el muy torpe le respondería: «Ay, Clara… a ese lo secuestraron…».
Llegamos y el acompañante del asiento trasero ordenó: «Bájate, no te pongas cómico y no inventes correr porque te vuelo la cabeza», al tiempo que abría la puerta del auto.
Entramos a una casucha que no pude ver porque siempre llevé la capucha. Era un sitio con aire húmedo y fuerte olor a basura. Me tiraron a un cuarto y a partir de ahí aluciné las horas que estuve en el encierro. Cuando estaba ya cerrando los ojos, abatido por el estrés, el de la bota militar que parecía tener fijación por el fútbol me despertó con otra patada y mi sobresalto le provocó un sádico placer lo que le incitó a pegarme de nuevo. «Epa, Gabriel, despiértate… dame las contraseñas de las tarjetas». Absorto, confundido, tardé en recordar las claves, lo que el sujeto lo tomó como maniobra de distracción y recibí de premio otras patadas. Finalmente le recité las contraseñas de las dos tarjetas de crédito y la de la cuenta corriente e hice la advertencia de que no hallarían mucho dinero, lo que aproveché para insistirle si no se habrían equivocado del Gabriel que buscaban.
«¿Cuál es el apellido de ese Gabriel?», pregunté, pero el tipo se marchó con las tarjetas y yo agradecí que no se despidiera con la señal de costumbre. Afuera habló alguien de voz gruesa que parecía estar al mando de la operación. Decidió que los otros dos salieran en el auto a sacar el dinero y él se ocuparía de vigilarme. El que se quedó era uno de esos hombres que obtienen estímulo en la conversación. Llamó a un amigo para saber si había terminado de pagar la moto. Telefoneó a su mamá, le pidió la bendición y le preguntó si un tal Richard estaba estudiando. Llamó a Yadira para invitarla a la playa el sábado «para celebrarlo». Por la voz y su forma de expresarse lo imaginé alto, fuerte, de 40 años y con alguna experiencia militar, aunque esta circunstancia era lo de menos.
Pasaron las horas y perdí la noción del tiempo. Debilitado, porque no había tomado ni agua, me dormí profundamente y hasta soñé, al punto que cuando me despertó el frenazo del auto, que había llegado a la casucha, creí que ese frenazo pertenecía al sueño. Volví a la realidad cuando uno de ellos le grita desde afuera al «jefe» (imagino nomás salir del carro y con la puerta medio abierta): «Nojoda, Gerardo, este guevón no tiene plata ni propiedades ni un coño… Yo creo que nos equivocamos de hombre». Lejos de alegrarme, me asusté.
Al instante entró a la habitación Rogelio, irritado, con su última pregunta y una bala que me iba a disparar a la cara, pero aplazó la ejecución por el llamado de la voz ronca. Empezaron a discutir los tres, a culparse uno a otro. Decidí que igual no iba a salir vivo de ahí. Así que, golpeado y esposado, salté y al segundo intento logré alcanzar la ventana, un poco alta. Cuando medio cuerpo llegó al rellano me impulsé y, como pude, me lancé no sé adónde, rodando por una pendiente de tierra, arbustos, basura, ignorando qué sitio era. Se dieron cuenta de inmediato y no dudaron en dispararme en la oscuridad, pero ninguno se atrevió a bajar por donde yo seguía gravitando como trasto que lanzan al precipicio, y eso midió el grado de dificultad al cual yo había apostado mi vida. Lo confirmé al girar diez o doce veces, golpeándome con objetos contundentes, rompiéndome un brazo y rasgándome el rostro con vidrios y latas. Vaciaron las cargas de sus pistolas y yo seguía descendiendo hasta que llegué al paraje desde donde apenas se veía parte de la luna entre las nubes.
Cesaron los disparos, siguió un silencio largo y concluí que mis raptores salieron a buscarme o el golpe se frustró y se marcharon sin más. Cuando amaneció comprobé tres cosas: que seguía con vida, que los tipos se esfumaron y que debía pedir auxilio.
Así que caminé, herido, renqueando y sucio, hacia un lugar abierto y con gente. Llegué a una urbanización. Supuse que era Nueva Casarapa por el tipo de viviendas, pero no estaba para eso sino para avisar a la familia que salía de una casita modesta, a punto de abordar el carro. En realidad, fue a la niña, de unos diez años, a quien me dirigí y le pedí ayuda. Aterrada, ella gritó y huyó a su casa, de dónde salió el papá, armado con un bate y amenazándome que me quedara quieto, mientras ordenaba a la mujer que llamara a la Policía. Entonces sonreí: había logrado sobrevivir.
Dos horas después estaba en una oficina policial que olía a empanada y café recalentado. Con movimiento acelerado de funcionarios que ingresaban vestidos de civil y salían convertidos en policías, mientras otros entraban en uniforme y se despedían vestidos de civil, tras haber cumplido su trabajo. En eso estaba, denunciando mi desventura a un joven abogado, al parecer el único con traje y corbata, que se mostraba atento a mi relato cuando desde el fondo escuché una voz femenina que dijo: «Gerardo, mi amor, feliz cumpleaños…», y un tipo con voz gruesa contestó con ternura: «Gracias, Aymara… hoy llego a mis primeros 40 años». Otro compañero se unió al coro y dijo: «Felicitaciones, Gerardo, suerte y bienvenido a los 40». La voz ronca a la que me había acostumbrado respondió: «Gracias, compa, por desearme suerte… creo que la voy a necesitar».
Ignoro si esta historia es verdadera, pero he pasado 32 minutos frente a un venezolano –y una botella de vino– que me ha dejado sin aliento cuando yo, de asomado, me identifiqué como periodista y le pregunté por qué había venido a Barcelona, y él, mirándome con firmeza, me dijo: «Siéntate y escucha lo que te voy a contar».
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España