¿Fue el trumpismo una anomalía?, por Federico Finchelstein
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Los desafíos a los que se enfrenta el presidente electo de Estados Unidos, Joe Biden, son inmensos y, en muchos sentidos, no tienen precedentes. Los historiadores del futuro tendrán mucho qué decir sobre cómo el trumpismo, una forma extrema de populismo de derecha, acercó el populismo al fascismo y la dictadura, pero también cómo y por qué fue rechazado a fines del 2020.
Biden fue votado por un número record de estadounidenses, más de 81 millones de ciudadanos, unidos por su rechazo al trumpismo.
Para citar al escritor Jorge Luis Borges, no los unía el amor sino el espanto. La pregunta actual que aplica al presente de EEUU y al futuro de países como Brasil o Hungría, es ¿se puede hacer política solo con el miedo al pasado imperfecto?
Por un lado, Biden se enfrenta con una crisis sanitaria y económica sin precedentes. Por otro lado, el presidente electo tiene que resolver una crisis política que, en ciertos sentidos, ya se vio en el pasado.
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¿Cómo reconstruir la democracia y generar apoyos en un frente electoral popular que lo eligió por no ser Trump? A Biden, no le alcanzará con ser honesto, no ser racista y discriminador o simplemente con evitar el escándalo permanente, la mentira constante y la manipulación total del paisaje mediático electrónico (Twitter en particular) y la demonización de los medios de comunicación.
Biden necesita ampliar la democracia, mejorar las condiciones de vida, de salud, y de educación, para representar a sus votantes y no volver a la inercia del pasado.
En muchos casos el antitrumpismo advirtió sobre el peligro dictatorial y el riesgo de fascismo representado por el trumpismo, pero muchas veces la crítica se propuso un mito alternativo, una versión idealizada del excepcionalismo histórico, la idea de una normalidad antes de Trump que nunca fue tan normal. Pero un cordón sanitario, como lo demuestra, por ejemplo, el caso de Francia con las candidaturas de Le Pen, no es suficiente para mantener apoyos a largo plazo.
La era pre-Trump, también tuvo elitismo, un rol predominante de la tecnocracia, la mano dura policial de Bill Clinton y la desregulación de Wall Street y los bancos, o la falta de acción o, incluso, la adopción de medidas a veces regresivas de la administración de Barack Obama con respecto a los inmigrantes, el descontrol con las armas, la continuidad de la represión policial y las tasas pantagruélicas de encarcelamiento de minorías, el confinamiento de la educación pública y tantos otros problemas que alejaron a muchos ciudadanos del partido demócrata.
Si piensa al trumpismo como un mero paréntesis, la flamante administración de Biden verá una merma del gran apoyo obtenido. Si no apoya el trabajo de la justicia en la investigación de las posibilidades acciones criminales del líder saliente puede pasar lo mismo.
La misma vara se aplica a su futura política exterior y su relación con líderes democráticos y autoritarios.
Es predecible un acercamiento con la comunidad europea pero, ¿qué pasará con los cómplices de Trump a nivel global? ¿Cuál será su política con el trumpismo tropical de Jair Bolsonaro en Brasil? ¿Cómo será su accionar con respecto a la dictadura de Nicolás Maduro en Venezuela o el reino de Arabia Saudita?
No hacer nada no es una opción viable. Pero siempre está la posibilidad de que Donald Trump no desaparezca de la escena, recordándole a una mayoría de ciudadanos los fracasos de su gobierno. Solo un presidente norteamericano, Grover Cleveland, perdió su reelección en 1888, pero luego derrotó al presidente Harrison que lo había derrotado, y volvió a la Casa Blanca después de cuatro años. Pero a diferencia de Trump, Cleveland ganó la mayoría del voto popular en sus tres elecciones presidenciales, mientras que Trump siempre fue un presidente rechazado por la mayoría.
En cualquier caso, Trump le puede brindar a Biden algunos meses, un respiro, para no comenzar a hacer lo que es necesario.
El mismo hecho de que en este momento Trump y, en medida decreciente el Partido Republicano, nieguen los resultados democráticos debería ser una advertencia contra la urgencia para declarar los últimos cuatro años como un paréntesis en una democracia por lo demás saludable. La democracia norteamericana debe ser mejorada y ampliada en términos sociales, económicos y políticos.
Después del fin de las dictaduras latinoamericanas de la Guerra Fría, como había sucedido en Europa después del fin de los regímenes fascistas en 1945, estas posiciones presentadas por muchos, incluidos intelectuales de alto perfil, resultaron equivocadas e ingenuas a medida que continuaban y continúan surgiendo diversas formas de autoritarismo y xenofobia a ambos lados del atlántico.
Pensar en el fascismo o el autoritarismo populista como una aberración y no como expresiones de fuertes tendencias locales y globales, puede presentar una fuerte barrera al trabajo de reconstrucción democrática necesario para desarraigarlos.
La historia estadounidense, como cualquier otra historia, presenta patrones de continuidad y cambio nacionales y globales. Recordar nuestras historias de democracia y la de aquellos que quieren minimizarla o destruirla es una tarea clave para defender la democracia y cambiarnos a nosotros mismos.
Federico Finchelstein es profesor de Historia en The New School en Nueva York. Doctorado en la Cornell University. Es autor de varios libros sobre fascismo, populismo, el Holocausto y las dictaduras.
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