Gallos de pelea, por Marcial Fonseca
A la memoria de mi padre, Antonio Fonseca B., quien me dio a conocer esta historia.
Que sucedió a principio del siglo pasado, en Duaca, Lara, cuando la comunicación con las áreas vecinas era mediante bestias; aunque con la capital del estado se hacía en ferrocarril, así como con la rica zona de Aroa, y esta misma ruta daba acceso al mar. Y a pesar de lo incómodo que pudiera ser movilizarse en animales, el paisaje era una buena distracción. A lo largo de la ruta había espacios sombreados apropiados para la manducación de los viajeros.
El servicio de tren necesario para movilizar el cobre de las minas de Aroa trajo otras facilidades. Así, surgieron hoteles y posadas; y dio origen a nuevas actividades económicas como el cultivo de café, caña de azúcar y aguacate.
Y van los hechos.
Llegó al Mesón del pueblo lo que en esa época se denominaba un taparo; esto se adivinaba por su indumentaria: pantalones de kaki bien delineados, camisa del mismo color, alpargatas sobrias, con escasos colores, tan bien ajustadas que no había manera de jarretearlas, con su sombrero pelo e guama, y un garrote al estilo tocuyano. Por la hora, ya estaba cerrado el establecimiento.
Logró hablar con el dueño, le dijo que quería simplemente hospedaje por esa noche, y para su caballo, un lugar en el establo, alimento y agua; y para mañana, un buen desayuno para él, luego marcharía a la ciudad a cerrar un lucrativo negocio y que pagaría en la tarde cuando estuviera de regreso. El dueño del local lo observó rápidamente, creyó en la palabra del visitante y aceptó la propuesta. La ausencia de este en sus diligencias fue de unas pocas horas. Al retornar pidió su cuenta.
–Aquí la tiene, señor.
El cliente la revisó y lo impresionó el monto, casi no podía hablar por lo exorbitante de la cantidad, más de cinco mil bolívares.
–¿Qué es esto? –por fin reaccionó.
–Su consumo, señor.
–¿Cinco mil doscientos bolívares?, ¿está usted loco?
–Se ve que usted no sabe de inversiones. Los dos huevos que se comió iban a ser dos gallos finos de pelea, tan patarucos que iban a titularse campeones aquí en Barquisimeto primero y luego en Caracas; las ganancias en las apuestas y sus pisadas o montadas me iban a hacer rico.
Y fíjese, estamos tan adelantados que sabíamos que usted no iba a estar de acuerdo y por ello nos atrevimos a invitar al juez a venir a aquí, estará por acá esta tarde a las tres en punto para solventar la situación.
–Me parece muy bien, nos vemos a esa hora.
–Lo estaremos vigilando.
–Yo no huyo de mis peleas; aquí estaré.
A las 2:45 pm llegó el magistrado con su escribiente; este solicitó una mesa, se la facilitaron y en ella desplegó el libro de actas. Tres de la tarde y el huésped no llegaba y así transcurrió una hora. Cuando apareció, el juez le increpó su retardo.
–Su Señoría, estaba tostando maíz para sembrarlo.
–¿Quién le dijo a usted que el maíz tostado germinaba?
–El mismo que le dijo al dueño de este establecimiento que los huevos fritos podían ser empollados.
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Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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