García Carneiro y Baduel, por Gregorio Salazar
Twitter: @goyosalazar
Las noches del 10 y 11 de abril de 2002, el general García Carneiro era una rueda suelta fisgoneando en las oficinas del alto mando militar en Fuerte Tiuna. Allí pudo percatarse de la trama golpista que estaba a punto de desencadenarse y, pese a que nadie dudaba de su compromiso con Chávez, nunca fue detenido.
Comandaba la Tercera División de Infantería y la Fuerza de Tarea Conjunta, con tropa y equipos bajo su mando y, sin embargo, fue subestimado por los artífices de el Carmonazo. Después de idas y venidas a Miraflores, poniendo a Chávez al tanto de lo que se gestaba, se encontraba a la medianoche del 11 de abril en la habitación del comandante general del Ejército y conversa con el general Medina Gómez, uno de los jefes golpistas.
Este trata de persuadirlo y Carneiro se muestra pasivo y tolerante «porque realmente me convenía tomarlo así». A la llegada de Carmona a Fuerte Tiuna, Medina le da unas palmaditas y lo deja solo. Cree que lo han dejado encerrado y se sorprende de que la puerta esté abierta. Entonces, se acerca a la oficina del comandante del Ejército y presencia la festiva algarabía, «sin embargo, entre su alborozo y celebración, se olvidaron de mi presencia».
*Lea también: Con referendo o con elecciones, la única víctima será Guaidó, por Ángel Monagas
La mañana del viernes 12 de abril, García Carneiro, decididamente opuesto al golpe, seguía impartiendo órdenes a los comandantes de unidades de la Tercera División de Infantería. En cuestión de horas es destituido y restituido en su cargo. Y el sábado 13 de abril, cuando el gobierno de facto queda en chapuza por el retiro del apoyo del Ejército, García Carneiro vive su momento épico con su arenga a la multitud montado en un tanque Dragón, en la Alcabala 3 en las afueras de Fuerte Tiuna.
Su actuación de esos días catapulta su carrera militar y política. De comandante del Ejército a ministro de la Defensa y luego de Desarrollo Social. Su rango, por supuesto, el más alto que Chávez distribuyó sin medida entre sus leales: general en jefe. Gobernador de Vargas desde el 2008 hasta su fallecimiento el pasado sábado 22 de mayo.
Si nos atuviéramos a la clasificación del alto funcionariado chavista, que según Andrés Izarra fue ideada por Aristóbulo Istúriz a partir de su propia experiencia —esto es: príncipes y MG (siglas escatológicas para designar a quienes eran ninguneados por el propio Chávez)—, hay que convenir que García Carneiro estaba entre los primeros.
Como miembro de la cúpula privilegiada fue de ese grupo al que no se le escatimaba nada. Una cosa es ser gobernador oficialista y otra es serlo de oposición al que enseguida le colocan un «protector» con más poder y recursos. Durante su «principado» manejó ingentes sumas a manos llenas, sobre todo para obras de ornato o deportivas, amén de las que inexplicablemente se quedaron a medio camino, como los famosos gimnasios verticales. La cinta costera del malecón de La Guaira, el estadio de Macuto y la plaza Bolívar-Chávez constituyen el legado en concreto que le sobrevive. Y la larga lista de negociados que sus adversarios le atribuyen desde hace años.
Su deceso —para algunos no tan sorpresivo por el juerguístico tren de vida que llevaba— provocó la consabida eclosión de odios y glorificaciones que ocurren cada vez que fallece un personero del oficialismo. Lo mismo ocurrió con Darío Vivas e Istúriz, signo inequívoco de una Venezuela radicalmente polarizada y muy lejana de un reencuentro.
Durante esos 13 años como gobernador, García Carneiro se sació con las mieles del poder sin las agónicas correderas en las que viven los detentadores del poder central. Tiene, sin embargo, una clara antítesis en la persona del general Raúl Baduel quien, como él, jugó durante el 11 de abril un papel institucional y también fungió como ministro de Defensa.
A diferencia de García Carneiro, cuando Baduel se convenció de la deriva antidemocrática de Chávez y se opuso a una reforma constitucional que consideró nefasta, se desató contra él la persecución que lo mantiene en un calabozo desde 2015 y que también alcanzó a sus hijos. Cielo para sus parciales, infierno para quienes se le oponen. El régimen no tiene término medio para quienes le dan la espalda. Es uno de los rostros más claros de la llamada «revolución bonita».
Gregorio Salazar es Periodista. Exsecretario general del SNTP.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo