Gaudí, el venerable, por Valentina Rodríguez

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-¿Atravesaste el puente hacia las torres centrales?
-No. Salí mal del ascensor y no pude caminar hacia el puente.
Conocí a Antoni Gaudí (Cataluña, 1852-1926) a través de un grupo de jóvenes estudiantes de la FAU de la Universidad Central de Venezuela (UCV). En todas las conversaciones sobre diseño y arquitectura salía el nombre del catalán. Era parte de su Santísima Trinidad de la arquitectura moderna, encabezada, por supuesto, por Le Corbusier.
Años más tarde, cuando fui por primera vez a España, quise visitar Barcelona y lo primero en mi itinerario era ver el trabajo de Gaudí. Estuve menos de 48 horas en la ciudad y del listado de sitios con el sello del arquitecto solo pude ir a la Sagrada Familia y al Park Güell –este año pensaba saldar mi deuda con la urbe catalana: terminar de ver las obras de Gaudí y celebrar Sant Jordi en La Rambla, pero llegó el tsunami del norte y me dejó sin trabajo y sin viaje. Shit happens!
El templo expiatorio de la Sagrada Familia fue la primera parada al pisar la capital de Cataluña. Quedé en shock al estar frente a la basílica, el nivel de detalle, las formas, la altura, las torres y las grúas de construcción me encandilaron. Al entrar seguí alumbrada por los vitrales, las columnas, las luces y las sombras; tanto que al tomar el ascensor para subir a la torre del Nacimiento no entendí la indicación y perdí el viaje. Bajé rápido y entramos a la tienda de souvenirs. Mientras elegía algunos regalos y esperaba para pagar un par de chapas fue que pude ir asimilando lo que acababa de ver.
Hasta la visita a la «Catedral de los pobres» solo había oído del genio de Gaudí, de su búsqueda de «nuevas soluciones estructurales», de su «detallada observación de la naturaleza» y de su «estilo orgánico». Pero recorriendo la basílica leí de su proximidad con la religión católica y la espiritualidad: sus últimos años de vida los vivió de forma muy austera, aplicando el ayuno y durmiendo en el taller del templo. En ese momento pensé que también aplicaba el Método Stanislavski para la concepción de la Sagrada Familia –malvada ignorancia–, hasta el pasado 14 de abril cuando el Vaticano proclamó «venerable» al arquitecto.
«El joven Gaudí consideraba la Sagrada Familia una misión encomendada por Dios y con esta conciencia transformó el proyecto neogótico original en algo diferente y original, inspirado en las formas de la naturaleza y rico en simbolismo que expresaba su profunda fe y espiritualidad, que tenía influencias benedictinas y franciscanas (…) Durante la Cuaresma de 1894, le sobrevino una grave enfermedad, causada por un estricto ayuno que, si bien puso en peligro su vida, le proporcionó una profunda experiencia espiritual en su búsqueda de Dios (…) Cristiano convencido y practicante, asiduo a los sacramentos, hizo del arte un himno de alabanza al Señor», publicó el Vatican News al reseñar la decisión de la Santa Sede.
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Cuando descubrí a Gaudí lo acababan de nombrar Siervo de Dios –lo supe hasta ahora– y ya era «venerable» para arquitectos, artistas y diseñadores. En mi paso por Barcelona solo vi la obra y no el hombre que estaba detrás –raro, me cuesta «separar al artista de su obra», lo que me ha hecho caer por unos barrancos enormes. Con Gaudí me equivoqué o no supe entender que su cercanía con la religión era más que una excusa para llevar a cabo su máxima creación.
Hoy aplaudo su periplo a los altares –aunque no creo que esto sea necesario para celebrarlo– y sobre todo espero que dé paso a una solución civilizada al antiturismo catalán: mientras más personas vivan y conozcan el legado de Gaudí el mundo será un lugar más humano y bello.
Valentina Rodríguez es licenciada en comunicación social y magíster en arte contemporáneo.
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