Gobierno, pandemia, Trump, por Fernando Mires
En un punto – desde Schmitt y Weber, desde Arendt y Bobbio, desde Ranciere y Laclau – existe un común acuerdo en la filosofía política, y este dice: sin lucha por el poder, no hay política.
La política, invirtiendo a Clausewitzt, es la continuación de la guerra por otros medios. Medios polémicos y, por lo mismo, gramáticos. En consecuencias, cuando enfrentamos a un enemigo no político, la tarea consiste en no dejarnos arrastrar hacia la lucha no-política, o lo que es similar, deber político es impulsar al enemigo no político hacia el espacio político y así sustituir la política de las armas por las armas de la política.
Alterando un tanto la terminología de Hannah Arendt – quien hacía la fina diferencia entre poder y violencia, aduciendo que el verdadero poder prescinde de la violencia – podríamos hablar de dos tipos de poder: el instrumental (económico, militar) y el político que viene del debate público. Poderes no excluyentes. Pues es bien sabido que tanto en la política nacional como en la internacional, el poder político no puede ni debe renunciar al poder no-político (instrumental).
La razón es la siguiente: El poder político para que sea político, no suprime, pero sí subordina al instrumental. O dicho de otro modo: Entre ambos poderes ha de existir una mediación cuya función es impedir que el poder político ceda su hegemonía. Ahora bien, el ejercicio de esa mediación corresponde a los gobiernos. Es, si así se quiere, el atributo principal de la gobernabilidad.
Hay por lo tanto una paradoja. Por una parte, el gobierno aparece como máximo representante del poder, de tal manera que las demandas públicas y las protestas civiles son canalizadas en su contra, del mismo modo como todos los partidarios del gobierno cierran filas en su defensa. Pero por otra parte, al ser representación del Estado, su poder se encuentra extremadamente limitado pues el Estado – si no estamos hablando de una dictadura donde gobierno, partido y Estado constituyen una unidad- es de todos, sean gobiernistas o antigobiernistas.
Vale decir: un gobierno resulta de la lucha partidaria, pero no puede ser (o parecer) como gobierno de un partido. Un ideal difícil de cumplir. De ahí que los gobiernos no partidarios sean, aun en los países más democráticos, excepción y no regla.
Y es obvio, todo gobierno intenta, sino acrecentar, preservar su poder, de tal modo que no es extraño si el árbitro se convierte en algunas ocasiones en jugador (algo que nunca podría pasar en el fútbol). No obstante, cada gobierno ha de conservar ciertas formas, entre ellas, la de no renunciar a la representación del Estado que, repetimos, es de todos y no de algunos.
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La puesta en forma del Estado por medio del gobierno, siendo excepción en periodos de estabilidad, emerge como necesidad cuando aparecen agentes internos o externos que ponen en peligro la integridad de una nación. Nos referimos a situaciones determinadas por guerras, catástrofes naturales y, por cierto, epidemias y pandemias. Bajo esas condiciones, no solo los gobiernos, todas las representaciones públicas, deben bajar la intensidad de sus conflictos.
El gobierno a su vez, ha de asumir, no la representación simbólica sino real del Estado. En esas situaciones – dicho en tono decisionista – el gobierno es el Estado. Y, por cierto, el gobernante es, efectivamente, el estadista. No hay otra alternativa.
La puesta en forma del Estado reconoce tres posibilidades. El estado de emergencia (cuando el gobierno recurre a las leyes previstas), el estado de excepción (cuando el gobernante emite decretos no inscritos en la carta constitucional) y el estado de sitio (cuando el gobernante utiliza la represión militar suspendiendo derechos políticos y civiles). En el primer caso, el gobernante recurre a la autoridad de la letra constitucional. En el segundo, a la que confiere su mandato. En el tercero, a la fuerza represiva. La capacidad del gobernante, vista así, consiste en determinar cuál ha de ser la forma de Estado que debe predominar en cada situación. La persona del gobernante es, en estos tres casos, radicalmente decisiva.
“El cargo hace al hombre”, dice el dicho. Aunque para completarlo, habría que decir: el hombre (la persona) confiere – o quita – dignidad al cargo. Y si quien ocupa el cargo de gobernante solo domina las teclas de la razón instrumental, desconociendo las de la razón política, por mucho que represente al Estado, en condiciones donde se requiere urgentemente de la segunda razón, puede terminar agravando la crisis, convirtiéndose en parte del problema. Es el caso de la gestión llevada a cabo dentro y fuera de su país por el presidente Donald Trump.
Difícil es negar a Trump sus habilidades empresariales. De hecho, antes de que asomara la pandemia, había contribuido a impulsar la economía norteamericana a altos niveles. Su propósito de derrotar a los principales adversarios económicos de su país, en especial a China, aún a riesgo de lesionar la norma diplomática, lo estaba logrando a carta cabal. Su preferencia por los compromisos bilaterales y su mal disimulado fastidio con las organizaciones supranacionales, sobre todo con la UE, parecía obtener buenos resultados.
Tres puntos no conocía, sin embargo, el presidente norteamericano. El primero, que la lógica de la economía no es automáticamente traducible a la de la política. El segundo, que en las relaciones políticas, tanto a nivel nacional como internacional, no siempre alcanzan éxito (incluyendo el económico) las unidades más robustas sino las más cooperativas. La tercera, que los logros económicos deben ser medidos no en breves sino en largos -a veces larguísimos – plazos. Las ganancias de hoy pueden ser las pérdidas de mañana.
Precisamente, uno de los historiadores que mejor maneja el análisis de los largos plazos, Yubal Harari, escribió las siguientes palabras sobre la gestión de Trump durante el periodo del corona virus:
“En anteriores crisis mundiales (como la crisis económica de 2008 y la epidemia del ébola de 2014), Estados Unidos asumió el papel de líder mundial. Sin embargo, el actual gobierno estadounidense ha renunciado a la labor de liderazgo. Ha dejado bien claro que la grandeza de Estados Unidos le importa mucho más que el futuro de la humanidad.
“Esa administración ha abandonado incluso a sus aliados más estrechos. Cuando prohibió todos los viajes procedentes de la Unión Europea, ni siquiera se molestó en notificarla con antelación, y mucho menos en llevar a cabo una consulta sobre una medida tan drástica. Ha escandalizado a Alemania ofreciendo supuestamente mil millones de dólares a una empresa farmacéutica de ese país para comprar los derechos monopólicos de una nueva vacuna contra la covid-19.
Incluso si el actual gobierno estadounidense cambiara finalmente de rumbo y presentara un plan de acción mundial, pocos seguirían a un dirigente que nunca asume ninguna responsabilidad, nunca admite ningún error y que acostumbra a atribuirse siempre todos los méritos y achacar toda la culpa a los demás» (27 de abril, 2020).
Después que Harari escribiera ese artículo, la acción corrosiva de Trump ha continuado su curso. Ha utilizado la crisis para desprestigiar a su competidor económico, China, hecho que le ha valido críticas de todos lados. Ha retirado la colaboración financiera a la OMS justo en medio de la pandemia, mereciendo dura reprobación internacional. Ha culpado a los emigrantes latinos de infecciones virales, demostrado una peligrosa carencia de empatía y sensibilidad humana.
Ha emitido declaraciones bélicas en contra de Irán en momentos donde había que imponer los signos de la diplomacia. Ha puesto precio a la cabeza de Maduro, sugiriendo invadir Venezuela con el solo propósito de obtener créditos electorales, paralizando y desnacionalizando a la oposición de ese país. Por si fuera poco, ha intentado elevar sus conflictos personales con Twitter a categoría de problema internacional, en el mismo momento en que los EE UU ocupan el primer lugar de la expansión pandémica. Estos y muchos otros hechos, han llevado a la ciudadanía norteamericana a un nivel de tensión, nerviosismo y crispación nunca antes conocido.
Las grandes ciudades estadounidenses han sido convertidas en escenarios de protestas multitudinarias. El asesinato cometido a George Floyd, podía, incluso debía, desatar esas grandes protestas. Pero las formas explosivas que estas han tomado, solo pueden ser explicadas por la existencia de un malestar que precedía al horrendo homicidio. Lo de Floyd, para utilizar una manida frase, fue la gota de agua que colmó el vaso. Un malestar que no se agota en la legítima protesta en contra de la discriminación racial. Por el contrario, la transciende. El hecho de que grandes multitudes (no solo afroamericanos) desafíen las medidas precautorias que conlleva la pandemia, haciendo oír su iracunda protesta en las calles, tiene que ver mucho con el malestar surgido en contra de la gestión de un mandatario que ha incumplido las normas básicas de gobernabilidad frente a su nación y frente al mundo.
La responsabilidad de un presidente no es solo hacer cumplir las leyes. Con su presencia y con sus frases debe mostrar a los ciudadanos que ellos no están solos, que existe un Estado que infunde tranquilidad y seguridad y que, en momentos de peligro, los representa a todos, sean del color que sean. Ninguna de esas tareas las ha cumplido Trump. No ha sabido erigirse en el estadista que el momento requería. Su país no lo merece.