Golpe de calor, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Cayó de largo, aplastado como una lagartija, ahogado por el vaporón de tanto calor, justo cuando iba a preguntarle por qué había salido de su casa sin compañía. Pero la voz que me contestó era aguda y cortante, y sonaba a mandato. «¡No lo toquéis!». Lo repitió, por si acaso yo también afectado por el sofoco de ese mediodía abrasador no había oído la orden. El sol reverberaba sobre nuestras espaldas, volteé y lo observé con dificultad antes de contestarle que no era mi intención tocarlo aunque le advertí que algo había que hacer porque el anciano –calculo que de unos ochenta y seis años– se había desplomado a unos palmos de mi, como si le hubiesen disparado y ahora, desmayado, mostrando una palidez que nos asustó tanto al hombre que me gritó y como a mí, daba la impresión de que ya no respiraba.
«Dejadlo tranquilo… que respire y ponedle algo fresco debajo de la cabeza… que yo he llamado al 112», clamó una señora desde un balcón. La mujer, en bata de casa, parecía guiar nuestros movimientos como una directora de teatro, desde la segunda planta del apartamento que da a la calle, encima del supermercado adonde el anciano, ahora exangüe, pretendía llegar. «Este hombre lo que ha tenido es un golpe de calor», dijo mi compañero fortuito de desventura. De unos cincuenta años, gruesa contextura y respiración forzosa, me miró y sonrió a medias. Dijo llamarse Sergio. Lo hizo para disculparse, más que para tender comunicación. En los minutos siguientes aparecieron otros vecinos, autos y motos frenaban, sus ocupantes preguntaban qué había ocurrido y se marchaban.
*Lea también: Puertas que se abren, por Omar Pineda
Hasta que un chico que se desplazaba con otro en patinetes eléctricos se detuvo, se aproximó solo para curiosear y exclamó «Joder, que es el yayo de Picahielo». Ambos estacionaron sus patinetas en la acera y uno de ellos telefoneó sin obtener respuesta, hasta que, frustrado, dejó un mensaje «Eh, Raúl… contesta, tío, que a tu abue le ha dado un parón en la Letamendi, frente al cole La Salle, vale!» .
Entretanto, más gente se amontonaba y más angustia provocaba en Sergio y en mí, porque nos veíamos obligados a responder lo que ignorábamos. Yo tenía prisa por llegar a un lugar antes de las dos de la tarde. El sol, estampado en un rincón del cielo, se empeñó en quedarse por encima de nuestras cabezas. Al fin escuchamos las sirenas, llegaron dos ambulancias; de la primera se bajaron dos jóvenes prestos a darle los primeros auxilios. Uno de los bomberos revisó las pupilas, le desabotonó la camisa y volteó hacia la multitud para saber si alguien lo conocía.
El chico de la patineta dijo que el desmayado se llama Oriol, y el bombero le daba suaves palmadas en la cara llamándole por su nombre, pero el anciano no reaccionaba. Al cabo de unos minutos apareció la hija, se hizo paso entre sollozos y lo llamó varias veces, sin que respondiera. Sergio me miró y nos retiramos. Me preguntó ¿será que se fue?, y sentí que cierta desolación crepitar en mi cabeza.
Cuando estaba a punto de mover los hombros para denotar mis dudas, un trabajador del supermercado trajo una bolsa de hielo y se la dio a uno de los paramédicos pero no supe que uso le dieron y cómo terminó aquello. Me di cuenta que había perdido tiempo y me alejé con la esperanza de no llegar tarde a la cita. En el camino me pregunté por qué carajo Picahielo no estuvo justo ahí en ese instante para refrescar a su abuelo.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España