Gordofobia, por Paulina Gamus
Twitter: @Paugamus
Mara Jiménez, una bella actriz española de 26 años y lo que ahora llaman influencer, es gorda. Acaba de publicar el libro «Acepta y vuela» en el que narra su proceso desde padecer acoso escolar por su sobrepeso hasta convertirse en activista contra la gordofobia. Hace lo más recomendable en estos casos, tomar las cosas con humor y burlarse de quienes se burlan. Su cuenta de Instagram es @croquetamente y tiene el consultorio virtual “Gente gorda haciendo cosas”.
Las personas de mi edad y aún algunos más jóvenes seguramente recuerdan el cartelito en las tiendas y casas de abastos o pulperías en que había un hombre famélico, casi cadáver, que era quien había vendido a crédito y al lado un gordo panzón con cara risueña que había vendido al contado. La gordura era en ese caso signo de dicha y prosperidad. Nunca, desde mi infancia, supe de otro caso en que el sobrepeso fuera algo para enorgullecerse.
Acabo de leer un artículo de mi admirado Sergio Ramírez quien al arribar a los 80 años se disculpa porque los viejos suelen hablar y escribir sobre ellos mismos. Ha sido un gran alivio para mí porque cada vez caigo con más frecuencia en ese hábito senil. Y una vez más lo voy a hacer.
Tenía apenas 11 años de edad cuando convencí a mi mamá de acompañarme a una patinata de misa de aguinaldo, a las 5 am, en el parque de Los Caobos. A mi pantalón le faltaba el botón y decidí que no era momento de resolverlo. Le puse un imperdible. Patinaba de lo más oronda frente a mi mamá que me observaba desde un banco, cuando pasó un «látigo» (los patinadores de la época saben de lo que hablo) y me tumbó. Oí entonces, mientras trataba de incorporarme, una voz que decía: «a esa gordita se le cayó el pantalón».
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No recuerdo haber sufrido bullyng o acoso escolar por no ser flaca, pero tenía conciencia plena de que era gorda y debía resolverlo. Hice mi primera dieta a los 15 años. En pocas semanas era una sílfide. Mi abuelo, que seguramente era admirador de las pinturas de Rubens, me dijo angustiado una endesha o consejo en judeo español, el idioma que siempre habló: ”Dame gordura y te daré hermosura”. Pero dura poco la alegría en la casa del gordo. De allí en adelante probé tantas dietas y tome tantos menjurjes que podría escribir una enciclopedia sobre el tema. Y mi ropero se llenó de vestidos y pantalones de todas las tallas por las que iba pasando.
La dieta ha sido por décadas el tema preferido de mi familia, todos tenemos una especie de balanza visual y apenas se incorpora un miembro de ella a cualquier reunión, se le lanza: ¿estás más gordito(a)? y en contadas ocasiones: «parece que has bajado algo». Nadie puede comer un trozo de torta o un dulce cualquiera sin que varios pares de miradas lo observen con reprobación.
De todas las dietas que compartimos, recuerdo una que hizo un primo llamada «de la luna». La misma consistía, entre varias limitaciones, en cenar rigurosamente antes de las 7 de la noche. Era diciembre, el tráfico en la autopista del Este –que ya no sé cómo se llama ahora– era pesado. Mi primo vio que faltaban cinco minutos para las 7, tenía unas hallacas que le habían regalado y decidió comerse una hallaca fría en su automóvil antes que romper la dieta.
La gordura o su extremo, la obesidad, es un problema socioeconómico, de clase social. Las modelos son siempre unos sacos de huesos; el signo de status en la sociedad norteamericana y en muchas otras, es la delgadez. En otras palabras, quienes tienen mayores posibilidades de deleitarse con los más exquisitos manjares, son los más propensos a pasar hambre voluntaria.
Los kilos excesivos son motivo de vergüenza, son una carga no solo física sino también psíquica y social. Se hizo pandémica la anorexia, sobre todo entre mujeres jóvenes, que puede llegar a ser mortal. Y aparecieron las cirugías bariátrica y sus derivaciones. En los Estados Unidos, los Seguros son tan avariciosos e insensibles que solo consideran cubrir una cirugía de esa naturaleza si la persona pasa de 100 kilos de peso y está enferma con diabetes u otra dolencia grave. De los Seguros venezolanos mejor no hablar.
Uno podría tomar con humor y hasta encontrar jocosa como lo hace la española Mara Jiménez, la lucha tantas veces infructuosa contra el sobrepeso. Pero la obesidad no es tema para chistes. En un artículo de Julia Diez, en El País, quien es doctora en Epidemiología y Salud Pública e investiga sobre desigualdades, alimentación y salud, se lee: «La obesidad no es un problema solo para nutricionistas. La responsabilidad del exceso de peso no es individual; la prevención debe ser un cometido social que combata este asunto de salud pública».
Y ofrece una cifra aterradora: en 2019 más de cinco millones de personas murieron de manera prematura a causa de la obesidad. Cinco veces más que el número de muertes causadas por el VIH/SIDA, y cuatro veces más que las causadas por accidentes de tráfico.
Hace unos días vi la ilustración de un artículo sobre la dramática escasez de alimentos en Cuba, en la foto había un grupo de mujeres haciendo cola a las puertas de un mercado, todas eran gordas. Quien vaya en automóvil por las calles de Caracas y sin duda de otras ciudades del país, observará que la mayoría de las personas que se desplazan a pie y que por su vestimenta se deduce que son pobres, tienen sobrepeso o son francamente obesas. La obesidad sin dudarlo está asociada con la pobreza. No es un problema de personas que se exceden con la comida sino de gente pobre que sufre el aumento de precio de los alimentos proteicos y que debe satisfacer su hambre con pan, pastas, papas, plátanos y yuca. Solo carbohidratos.
Si tuviésemos un gobierno que pensara en algo que no fuera sostenerse en el poder y eso a fuerza de represión y mentiras, quizá reconociera que la obesidad no es un problema solo para quienes la padecen, sino que tiene una incidencia grave en el sistema de salud.
No es difícil imaginar las consecuencias en un país cuyo sistema de salud ha colapsado y en el que no existe voluntad para mejorar la calidad de vida de una población que prefiere ir a suicidarse en la selva de Darién que continuar pasando hambre en su país.