Gracias por la llamada, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
¿Cómo dijo? Raymond lo preguntó tantas veces como se lo indicaron los latidos del corazón. Desde luego que había entendido pero conducía velozmente por la autopista, y quien llamó era un desconocido, de manera que se tomó el tiempo para procesar el impacto del mensaje. En ese nuevo intento, desde el otro lado del móvil, volvió a escuchar “que tu hermano José se suicidó”. Aminoró la marcha, orilló el carro al lado de la vía, lo apagó, apoyó cabeza y brazos sobre el volante, y se puso a llorar. Qué vaina con José, el mayor, el desdichado en amores y relegado porque él lo quiso a una existencia banal.
De sus tres hermanos era el divorciado, a quien en las reuniones familiares le secábamos las lágrimas por su fracaso matrimonial, y que él compartía con otro drama personal: su hija adolescente no le hablaba, ni mantenía contacto con él, ni siquiera un sentimiento cercano a la lástima en el día de su cumpleaños.
Pero de tanto estar acostumbrado a vivir en silencio y lidiar con las calamidades, José Miguel adoptó cierta pericia para creer que era feliz.
Disfrutaba por ejemplo de su apartamento, amplio y bien ubicado en Altamira, de ese ventanal por donde se cuela la brisa del Ávila, de los viajes en crucero por siete días en el Caribe y de la compañía de Charly, el gato leal, siempre en estado de alerta que advertía con un maullido sollozante la presencia de extraños en el pasillo.
Ya más sereno, Raymond devolvió la llamada, se disculpó por haber colgado bruscamente y al preguntarle el nombre del vecino quiso saber con creciente interés cómo era eso que José se había suicidado si ellos conversaron anoche durante varios minutos y no advirtió señal de angustia en su hermano. Pero ¿qué podría responderle el otro de aquel lado del teléfono? Simplemente se identificó como Pablo, el vecino del cuarto piso. Le dijo que tocó el timbre porque en la puerta de José había un mensajero con una caja, y el joven se obstinaba insistentemente en entregarla personalmente.
Y Pablo se acordó que hace dos años José viajó por una semana a Cancún y le entregó las llaves para que cuidara a Charly. Al regreso ninguno de los dos mencionó devolverlas. Por eso abrió la puerta, entró con cautela y gritó varias veces pero lo que salió de la habitación fue el maullido suplicante de Charly, con tal fuerza que el mensajero se asustó, dejó la caja y salió disparado a toda prisa.
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Cuando Pablo caminó hacia el cuarto su vecino le esperaba semidesnudo, la pistola en la mano, un hilillo de sangre que intentó bajar por el oído derecho se había secado. Los ojos cerrados. Pablo le dijo a Raymond que se tomó la libertad de llamar a un hermano que trabaja en la policía judicial para adelantar la investigación y la visita del forense. Raymond le agradeció el gesto, encendió el auto, se enjugó las lágrimas y rehízo el trayecto rumbo a casa de José pero antes llamó a sus otros hermanos. Tragó fuerte y les repitió insistentemente, tal y como hicieron con él, la mala noticia.
Cuando llegó al apartamento se topó en la sala con media docena de vecinos, les agradeció el pésame y cortésmente los despidió, salvo a Pablo. “Mi hermano viene por ahí”, dijo Pablo, aún en shores y chancletas. Tres minutos después entraron el detective y dos funcionarios más. Sintió que los agentes sobreactuaban como en las series televisivas. Escudriñaron con extremo celo la habitación.
Raymond los vigilaba de cerca porque ese es el momento en que los policías se convierten en ladrones. “Amigo, antes que nada mi sentido pésame, pero esto es a todas luces un suicidio”, dijo el agente con aire de jefe del equipo de investigadores de CSI y Pablo miró a su hermano con excesiva admiración, una ingenuidad que cautivó e hizo sonreír a Raymond en medio de la confusión.
Tras un breve silencio, el detective le indicó que llamó al forense y que todo le saldría en 1500 dólares porque “saqué al doctor de un triple homicidio en El Valle… está por llegar”. Raymond aplazó su minuto de duelo, telefoneó de nuevo a los hermanos para informarles que levantar a José de la cama les costaría mucha plata y que no lo pensaran en bolívares porque la moneda oficial era la del imperio.
En la espera, afuera de no hacer nada, Raymond optó por sentarse a un lado de la cama y observar a José con ternura. Se fijó en los ojos azulados de la vejez, la piel flácida y surcada de arrugas, y un brillo amarillento en los dientes. Descubrió que a un lado del cuerpo estaba el móvil y secretamente lo agarró y lo guardó en la chaqueta. Cuando estaba a punto de darle un beso en la mejilla llegó el forense, y se rompió la nostalgia.
De la agonía y las sombras de los actos funerarios en Caracas ahora no diré más allá de lo que me contó Raymond. Sabemos que el forense cobró su servicio en dólares, y que lo ejecutó con prontitud y apariencia teatral. A su vez, le aconsejó espabilarse en la morgue, para lo cual le dio el nombre de un contacto de apellido Marcano quien pasaría al fallecido de primero en la cola de cadáveres que esperan su turno para la autopsia, en medio de la desolación de los familiares sin recursos que aguardan impotentes que les entreguen sus cadáveres. “Recuerde que allá todos somos iguales”, sentenció el forense en un intento de humor negro filosófico al referirse al hecho de que sean pobres o ricos, abaleados o por muerte natural, el protocolo legal obliga a la autopsia y la entrega del cuerpo a la funeraria según la ley. “Salvo que usted se baje de la mula” y lo arregle del modo en que le dirá Marcano.
El mismo modus operandi funcionó para dar con el salón de velatorio en el Cementerio del Este y más tarde para la obtención de la fosa en un lugar adecuado o, al menos, menos alejado de la zona central del camposanto. Raymond asintió sin asombro, porque desde hace tiempo ha entendido que Venezuela oculta otro país que exhibe la cruda realidad.
Da la impresión ahora que, cuando alguien muere o lo matan, deja como herencia o castigo a los suyos un sinfín de responsabilidades insólitas. Sin contar que las funerarias por motivos de inseguridad cierran a las ocho de la noche, no reciben muertos baleados porque suponen un pretexto para las venganzas de las bandas delante del muerto y los familiares, y en el cementerio la policía revisa los autos del cortejo fúnebre para evitar que los amigos del fallecido tengan previsto tributar un último adiós con cerveza, ron o drogas, disparos al aire, salsa o reguetón.
En ese trance de la etapa final se hallaba Raymond, inclinado sobre el montón de tierra y coronas que sellaban la tumba para que a su hermano no se le ocurriera escapar, cuando, de repente, guiado por un acto reflejo, se llevó la mano a la chaqueta y descubrió que conservaba el teléfono del José. Revisó el último mensaje de WhatsApp y más con apremio que desconcierto leyó que su hermano le había escrito, inmediatamente después que conversaron: “Ray, me dio vaina decírtelo porque sonaba cursis, y por eso te lo escribo: gracias por esa llamada”. Luego escuchó algo parecido a un disparo.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España