Guerra mundial fragmentada, por Fernando Mires

De las denominaciones orientadas a contextualizar el periodo histórico por el que atravesamos, esta parece ser la mejor: guerra mundial fragmentada. No fue formulada por un politólogo ni por un sociólogo. Su demiurgo desempeña un oficio muy distinto: el de Papa. Evidentemente, la intención de León XIV fue caracterizar al enemigo principal de Dios que él y la Iglesia deberán enfrentar durante su nunciatura. Una sola guerra expresada en diferentes guerras. Una guerra que se manifiesta de modo singular y plural al mismo tiempo.
Para entender mejor, podríamos recurrir al concepto de sobredeterminación originariamente formulado por Freud en su interpretración de los sueños. Para Freud, la sobredeterminación es un motivo que impregna a diferentes sueños, y su origen reside en un deseo no cumplido que, como todo deseo, tiene un origen psíquico incrustado en la anatomía corporal que a la vez es sexual. Ese mismo concepto, como advirtió Louis Althusser, puede ser adecuado para explicar distintos fenómenos históricos o sociales.
Para el suicida filósofo, la economía –a diferencia de lo que creían muchos marxistas de su tiempo– no era determinante en los fenómenos históricos pero sí, cubre a muchos de ellos. De tal modo que la especifidad de cada uno debe ser entendida en un marco históricamente sobredeterminado. Ahora bien, para León XIV los fragmentos bélicos contemporáneos, siendo distintos, se encuentran vinculados. Desde una interpretación teológica que es, o debe ser, la de un Papa, la sobredeterminación es la ausencia de Dios, ausencia a la que los no tan teólogos llaman el Mal.
Es claro, para el Papa la paz está ligada a la presencia de Dios del mismo modo que la guerra está ligada a la ausencia de Dios. Pues bien, hay momentos, se me ocurre que así debe pensar León XIV, en que la ausencia de Dios se manifiesta de un modo sobredeterminante. Los no teólogos llamamos a esos momentos, periodos de crisis. Esas crisis, a la vez, derivan del decaimiento de formas tradicionales de ser-en-el-mundo.
En ese sentido no es errado pensar que las dos primeras guerras mundiales se encuentran vinculadas –o sobrerepresentadas– por los estragos sociales generados durante la revolución industrial del mismo modo que la guerra mundial fragmentada que comenzamos a presenciar, tiene puntos relacionables con la crisis del orden industrial y el consiguiente surgimiento del orden digital.
Todos contra europa
El mismo León XIV dijo que adoptó el nombre de León en memoria a León XIII quien debió enfrentar los desmanes de la era industrial del mismo modo que él, León XIV, deberá enfrentar a los de la era digital, incluyendo los que provienen de la inteligencia artificial, una cuya amenaza es precisamente la deshumanización (o desespiritualización) de la entidad humana.
Las guerras, visto así, pueden ser vistas como productos generados por la deshumanización, o robotización del pensamiento. Y si observamos a los tres principales líderes mundiales de nuestro tiempo, podemos convenir que ni Putin, ni Xi, ni Trump, pueden ser caracterizados como humanistas. Por el contrario: los une una radical desespiritualización.
La religión de Putin es la guerra; la religión de Xi y de Trump, es la economía. Los seres humanos, sean estos soldados, habitantes de ciudades bombardeadas, emigrantes, son simples piezas a las que es posible matar, deportar, extraer, masacrar.
La unión de la guerra y la economía se manifiesta en estos momentos en una guerra integral en contra del Occidente político, iniciada desde la invasión a Ucrania por Putin quien recibiera el apoyo de China y, después, de todas las dictaduras del mundo. Últimamente, ha recibido, además, el apoyo tácito de Trump quien, en lugar de hacer de intermediario entre Putin y Zelenski, se ha empeñado en desconocer al segundo, aceptando las conquistas militares del primero. Trump, efectivamente, exige como condición de la paz la rendición total de Ucrania. De acuerdo con ese trazado, Trump ha abandonado a la OTAN, liquidando al Occidente militar, base del Occidente político.
Ahora, al exigir altos aranceles a Europa, justamente después de haber telefoneado dos horas con Putin, ha pasado a ser parte –en medio de una guerra– de una alianza antieuropea. La consigna de Trump parece ser: ustedes amenazan militarmente a Europa, nosotros la deterioramos económicamente. Ese deterioro aumentará el desencanto frente a los gobiernos democráticos establecidos y abrirá las vías para que accedan a los gobiernos europeos los partidos de ultra derecha, o trumpistas, o putinistas.
Para ambos mandatarios, el ruso y el estadoudinense, Europa es la representación máxima de la democracia liberal. Putin la demolió antes de que naciera en Rusia, Trump la está desmantelando poco a poco en su país. Xi, sin dejar de lado su alianza con Rusia, aguarda que Europa, bajo esas condiciones, de nuevos pasos hacia el espacio de su influencia económica para convertirla en una zona de dependencia de la economía china, como ya ocurre con América Latina. Trump, por su parte, quiere situar a Rusia en el papel de aliado estratégico de los Estados Unidos en contra del resto del mundo. Visto desde esa perspectiva, Europa carece de pocos recursos para enfrentar las embestidas de tres potencias mundiales a la vez.
Como ha advertido de modo dramático Joschka Fischer, ex ministro del exterior de Alemania, Europa solo puede sobrevivir, militar y políticamente, realizando un esfuerzo extraordinario que la lleve a convertirse en potencia económica y militar a nivel mundial. En otras palabras: de lo que se trata es transformar a Europa en una poderosa nación política y multicultural. Una tarea gigantesca. Pero no hay otra posibilidad, según Fischer.
Ucrania es solo el primer escalón para Putin. La mira del dictador está puesta en los países aledaños primero. Su objetivo, lo ha dicho el mismo, es la reconstitución de la antigua Rusia imperial. Para lograr ese objetivo no vacilará en desatar una guerra mundial fragmentada. Una guerra que puede ser larguísima, también lo ha dicho Putin. Una guerra que puede aminorar, bajar de tensión, para pronto recrudecer con más violencia que antes, como está sucediendo. Para esa empresa ha venido preparándose desde mucho tiempo la Rusia de Putin. Ilusos son entonces los que siguen creyendo en que la paz será lograda gracias a conversaciones entre las grandes potencias. Para que eso ocurriera, una de ellas debería asumir la defensa de Occidente; pero ninguna está dispuesta a hacerlo.
Los países europeos pueden dictar sanciones y sanciones en contra de Rusia; ya van en la fase 17. Putin ha de reírse frente a tamaña ridiculez. Contando con el visto bueno explícito de Xi, y con el tácito de Trump, las sanciones europeas no son más que tiros al aire.
Todavía los gobernantes europeos no entienden que la única sanción posible en contra de Rusia es armarse a sí mismos, pues Putin solo accede a la razón militar, jamás a la política, mucho menos a la moral.
Biden, cuando estaba en sus cabales lo caló perfectamente; es un asesino, dijo. Trump en cambio lo ve como un socio en la futura repartición imperial del mundo.
Después de la deserción de Trump, la única potencia en condiciones de ocupar el lugar de la defensa de Occidente, es Europa. Sin embargo, Europa no es un todo homogéneo. Estamos hablando de 27 naciones, la gran mayoría democráticas, y por lo tanto sujetas a los vaivenes que impone el orden democrático.
Un orden que, lamentablemente, no se adapta a las condiciones que impone la guerra pues, para seguir siendo democráticas, esas naciones deben aceptar que partidos políticos antioccidentales puedan coparticipar con los prooccidentales en la lucha por el poder. La otra alternativa sería prohibirlos, lo que llevaría a convertirlos en partidos-mártires. Eso significa que Europa debe aceptar la posibilidad de que algunas naciones en donde las fuerzas antidemocráticas lleguen al gobierno, deberán desertar del bloque proeuropeo para convertirse en cómplices de la dictadura rusa, como ocurre con la Hungría de Viktor Orban o con la Eslovaquia de Robert Fico.
Putin lo ha entendido perfectamente. No hay elecciones en Europa hacia donde no se extienda su siniestra mano. Más grave es la situación si observamos que los partidos proPutin, sobre todos los de la ultraderecha, son además partidos proTrump. Financiados desde Moscú y Washington cuentan con recursos que los partidos democráticos no poseen.
En ese contexto, si el nacional-populismo sigue creciendo sobre las ruinas que ha dejado la sociedad industrial, puede apoderarse de esos países sin disparar balas, como lo hizo en Bielorrusia gracias a la presencia putinista de Aleksander Lukashenko, o como estuvo a punto de hacerlo cuando en Ucrania accedió al gobierno el presidente proruso Viktor Yanukóvich, o más recientemente, con el candidato de Putin y Trump en Rumania, el ultraderechista George Simion, quién hoy, imitando a Trump, anda agitando en contra de un fraude que nunca hubo en su país.
La política como medio de combate
Así como Hitler y después Putin llegaron por la vía democrática al poder, así pueden hacerlo también las putinistas Alice Waidel en Alemania y Marine Le Pen (o quien la represente) en Francia. Esa amenaza sobredetermina –para volver a usar la expresión de Freud– a las elecciones que tienen lugar en los países de Europa. Así, la política puede llegar a ser parte constitutiva de la guerra mundial fragmentada. Pues bien, eso ya está pasando. Esa guerra también se encuentra fragmentada entre la política y las balas.
Un candidato putinista o trumpista que gane una elección puede llegar a ser más fulminante que miles de drones.
La guerra y la política se unen y retroalimentan. En ese sentido la guerra fragmentada es también una guerra irregular y prolongada. Irregular significa que los medios de luchas son variados y a esos medios pertenece también la lucha política. Prolongada significa que esa guerra puede mantenerse durante un larguísimo tiempo. Putin lo ha calculado así. La economía de Rusia ya es una economía de guerra. Como ocurrió en la Alemania de Hitler, las industria de la guerra absorbe en Rusia enormes cantidades de fuerza de trabajo hasta el punto que el paro ha llegado a ser el más bajo de toda su historia (3%).
La guerra puede ser una lucrativa inversión económica. También lo es política. Los ciudadanos, bajo condiciones de guerra, dejan de ser ciudadanos y se convierten en potenciales soldados, y los soldados obedecen; no piensan; no deliberan. La sociedad rusa es una sociedad militarizada. Desde ese punto de vista, parar la guerra significaría para Putin dejar caer a su país en una profunda crisis económica y social.
Rusia vive de la guerra. Gracias a esa guerra, Rusia es una potencia militar de carácter mundial. En condiciones de paz, Rusia se convertiría en una simple potencia regional, como la calificó una vez Obama. Solo la guerra salvará a Rusia deben pensar Putin y sus fanáticos seguidores. Esas y otras, son las razones que explican por qué Putin no quiere la paz. Pues bien, frente a ese enemigo debe levantarse hoy Europa.
Al menos Europa ya ha dado unos breves pasos. La alianza entre Polonia, Alemania, Francia e Inglaterra, es una alianza militar. Hace pocos días Alemania desplegó grandes cantidades de tropas a Lituania, uno de los países más amenazados por Rusia. Pero falta dar muchos pasos más. Europa debe desarrollar, además, una política de guerra. Una que trace al interior de cada país una línea demarcatoria entre los nacional populistas como enemigos de la nación y los demócratas que apoyan el orden constituido. No es posible defenderse de una guerra asesina sin un espíritu militar (me duele decirlo). O en las palabras de Habermas, sin el desarrollo de un patriotismo constitucional.
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Hacia una internacional democrática
Emmanuel Macron ha dicho que bajo la hegemonía de Putin ha sido formada una internacional de las autocracias a nivel mundial. La respuesta sólo puede ser la formación de una internacional de las democracias, una dentro de la cual puedan tener representación los propios actores de la oposición de los Estados Unidos. O dicho en las palabras del mandatario polaco, Donald Dusk: una “alianza de los demócratas de Europa y de los Estados Unidos”.
La guerra mundial fragmentada que ya estamos viviendo es militarmente frontal pero políticamente transversal. Atraviesa a casi todos los países del mundo, incluyendo a los de la siempre olvidada América Latina. Allí, en ese «sub» continente, avanzan los trumpistas al estilo de Milei y Bukele y a la vez se mantienen firmes las tres dictaduras putinistas, cada una más siniestra que la otra: la cubana, la nicaragüense y la venezolana. El virus de la guerra fragmentada nos ha infectado y no hay más alternativa que tomar posiciones internas en el marco del espectro geoestratégico mundial.
El concepto de guerra mundial fragmentada según León XIV es muy directo. El Papa habla en representación del cristianismo y –esto es muy importante– también en nombre de Occidente. No solo porque el Vaticano sea un estado europeo, es decir, occidental. También porque los fieles del catolicismo definen a su iglesia como cristiana, apostólica y romana.
Benedicto XVI escribió una vez que el cristianismo eclesial proviene de tres vertientes: el judaísmo, el derecho romano y la Ilustración europea. La señalización de la última vertiente, causó asombro. Pero Benedicto la explicó así: con la Ilustración y la consecuente secularización, vale decir, con la separación entre Iglesia y Estado, los cristianos pudieron dedicarse más a su religión que a los asuntos mundanos. Por eso, añadió el mismo Benedicto, hay una alianza objetiva entre democracia e Iglesia. Los fieles necesitan del aire de la libertad para practicar y predicar su fe, y esa libertad solo puede estar constitucional e institucionalmente asegurada bajo condiciones democráticas Desde esa perspectiva, el cristianismo es occidental, aunque occidente no sea todo cristiano. Los papados, desde León XIII hasta llegar a León XIV, han mantenido esa tradición occidentalista.
Frente a la guerra mundial y fragmentada, predicar la paz es un imperativo moral y religioso. Pero esa paz solo puede estar asegurada bajo condiciones democráticas. Nunca, o casi nunca, ha habido guerra entre democracias.
Luego,predicar la paz es defender a la democracia así como predicar la democracia es defender la paz. Esa máxima vale para los cristianos, pero también para todas las religiones del mundo, incluyendo, además, a muchos ateos.
Putin, a su vez, ha demostrado a través de las fracasadas conversaciones con Trump, que lo menos que él quiere, es la paz. La suerte está entonces echada. Así, al parecer, lo ha entendido León XIV: un estadista que no posee divisiones militares (Stalin dixit), pero sí, uno que tiene la posibilidad de llegar hasta el fondo de las conciencias. Esa arma no la poseen ni Putin, ni Xi, ni Trump.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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