Gusanos, por Bernardino Herrera León
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Así llamó Fidel Castro Ruz a sus compatriotas: «gusanos». Denigrante insulto que usó tempranamente en sus abundantes arengas. Apenas constituidos los temidos Comités de Defensa de la Revolución (CDR), en septiembre de 1961, ya agregaba el calificativo «larvas gusaniles» a la lista de enemigos de la revolución. Los contrarrevolucionarios, que incluía a todos los disidentes, el imperialismo, las clases privilegiadas, la CIA de EE. UU., todos los villanos de las películas.
Décadas después, Hugo Chávez, discípulo predilecto y salvador de Fidel Castro, usó otra palabra menos agresiva, aunque más burlona: «Escuálidos», forma socarrona de ridiculizar la supuesta minoría y minusvalía de los opositores a su gobierno, pero con la misma intención y el mismo efecto perverso.
De tanto repetir, el denigrante «gusano» comenzó a ser usado como etiqueta para identificar a cuanto disidente se aviste, declarados enemigos mortales de la sociedad. Lo mismo hicieron los hutus, en Ruanda, llamando «cucarachas» a los tutsi, acabando en genocidio su guerra civil en 1994.
El acto de disentir en Cuba disminuyó considerablemente. Era muy alto, aún lo es, el precio a pagar por expresar descontento abiertamente. Desde convertirse en paria en su propia tierra, sin posibilidades de empleo ni de estudio. Dependiendo de la caridad de amigos, vecinos y de alguien desde el extranjero.
Los atormentantes y terroríficos actos de repudio se perfeccionaron. Los CDR aplicaron un intenso programa siniestro de intimidación, cuadra por cuadra. A los disidentes que no eran apresados solo les quedaban dos opciones: someterse o el exilio. La etiqueta «gusano» se trasladó así a los emigrantes que lograban salir, legalmente unos pocos, ilegales los muchos.
En la crisis de la embajada de Perú en La Habana, en abril de 1980, «gusano» se convirtió en sinónimo de emigrante traidor a la patria y a la revolución. Poco menos que lacras y basura que debían ser reducidas en la sociedad.
Este recurso discriminador para el control social no es de exclusiva marca castrista. Otros caudillos ideológicos como Lenin, Stalin, Trotsky, Mao, Mussolini, Hitler y muchos otros, vociferaban altisonantes insultos para clasificar a los enemigos de sus causas. Promovían que sus militantes acosaran, maltratasen, discriminaran y hasta asesinasen a todo aquel que asome algún destello de disidencia con el líder, el partido, el régimen y la sociedad idílica que prometieron construir.
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Lenin, considerado el dios de los revolucionarios en la época de Castro, no tuvo pruritos que le frenaran publicar sus «frases célebres», tales como: «Usaremos a los idiotas útiles para el frente de batalla (…) Destruiremos su base moral, su familia y su espiritualidad. Comerán las migajas que caerán de nuestras mesas». O amenazas encubiertas tales como: «Si no eres parte de la solución, eres parte del problema». Mao fue menos sutil y más directo: «Todo lo que perjudique la unidad debe ser eliminado».
Gusano fue, qué duda cabe, un recurso original de Fidel Castro. Y, como toda acción de discriminación, tuvo consecuencias devastadoras. Porque «gusano» es un insecto. Y a los insectos se les puede pisar, aplastar, matar, sin que por ello sintamos los humanos ningún remordimiento.
A medida que esta clasificación se extendía a toda la sociedad cubana se justificaba que cualquiera que se sintiera patriota y revolucionario podía escupir, patear y maltratar a placer a todo aquel considerado «gusano». Varios documentales testimoniales pueden verse accesibles en YouTube. Me conmovió mucho uno con el desesperante título: Nadie escuchaba. Y otro titulado precisamente Gusano.
La pesadilla del gueto cubano comenzó desde 1960. Y aún lo sufren con diversas variantes e intensidades. El insulto «gusano» revela el extremo de la histeria y del fanatismo social, tan inútil como destructivo. Inútil, porque lejos de asimilar disidentes a la ideología revolucionaria solo produce el efecto contrario. Y destructivo, porque la base de la convivencia social, imprescindible para la sustentabilidad de cualquier nación, se deteriora a niveles de una decadencia moral insoportable. Y un país en ese estado poco o nada tiene que ofrecer a sus habitantes.
En el caso del régimen castrista, se trata del perverso y manido método de control social que aplican las ideologías, alcanzado ya el poder absoluto. Los magros resultados en asimilación ideológica, no parece preocuparles. Pero sí el eficiente efecto de sumisión por terror. Y no parece tener límites. Son capaces de desquiciar a extremos el comportamiento de las personas. Cada vez es más creíble la estrecha relación que existe entre un psicópata violento o asesino y la influencia de las ideologías totalitarias. Especialmente, cuando monopolizan el sistema político y convierten la ideología en parte cotidiana de la cultura social. Sin propaganda no hay revolución. Y en Cuba la propaganda es alfa y omega.
Ya lo había advertido Hannah Arendt con el concepto «banalidad del mal». La ideología puede convertir a una persona normal en un brutal genocida. Es lo que seguro puede esperarse de las ideologías totalitarias: un trastorno mental tanto individual como social.
El método de la histeria colectiva, mediante la fabricación ficcional de monstruos amenazantes como el imperialismo, los contrarrevolucionarios y otros, es el más efectivo y barato de los sistemas de control social. La longevidad de seis décadas de escandaloso fracaso social en todos los órdenes de la vida lo comprueban. El régimen castrista ha patentado una muy eficiente metodología de control interno, al mismo tiempo que mantiene la ilusión de la épica romántica que todavía cautiva a parte de la opinión pública mundial. Es el relato de David, que es el heroico pueblo cubano, combatiendo contra Goliat, que es el perverso imperialismo norteamericano.
El relato épico de la revolución cubana se convirtió en una franquicia. En un primer momento, el castrismo intentó expandirse por la vía violenta, fomentando grupos guerrilleros, invasiones y hasta intervención militar directa, como ocurrió en África. Después, probó montar un cartel de narcotráfico. Luego, tras la caída de la ilusión comunista soviética, se reinventaron.
El Foro de Sao Paulo y el Foro Social Mundial fueron su giro maestro. Todo el horror del comunismo, incluyendo la serie de prisión, tortura, pobreza y muerte del absurdo «paraíso cubano», fueron sumergidos en la amnesia histórica, del mismo modo como se ha puesto en duda el Holocausto.
En Venezuela, un numeroso grupo de destacados intelectuales se convirtieron en los célebres abajo firmantes de un Manifiesto de Bienvenida para Fidel Castro a Venezuela, en febrero de 1989. Como si todo el horror y el sufrimiento provocado por semejante psicópata jamás hubiera ocurrido.
El culto y la adoración ideológica al sátrapa esclavista fue el manto que hizo posible ignorar la dura realidad de la desdichada Cuba.
Aquella triste bienvenida hizo cambiar de opinión al dictador, quien vio una nueva oportunidad en la idolatría. Fue el preludio de la fabricación de un clon suyo, Hugo Chávez. Y del cruel aplazamiento de la tiranía isleña. El castrismo se vendió, en adelante, como una empresa de servicios ideológicos y de control social. Apenas recién, su programa de médicos cubanos ha sido calificada como lo que es: esclavitud moderna.
Hoy, aunque deteriorada, decadente, cínica, burda e insoportable, la franquicia castrista aspira a «venderse» en México, Perú, Colombia y Chile. Solo la ceguera, la mediocridad, la ignorancia y, también, el oportunismo de la sociedad racional, que se supone debemos ser, permite que estas horrendas barbaries criminales y genocidas se sigan sosteniendo, inspiradas en el fraude de una causa justa de redención social.
Era yo un adolescente, convencido militante de la izquierda revolucionaria, cuando escuché al idolatrado comandante Fidel Castro llamar «gusanos» a otras personas. ¿Quién le dio la atribución para arrebatar así la condición humana? Me hizo tanto ruido que a los pocos años dejé de ser marxista y luego de izquierda. Pero nada tengo que agradecerle y sí mucho que demandar.
Bernardino Herrera es docente-investigador universitario (UCV). Historiador y especialista en comunicación.
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