Gustavo Petro y la petroseñora, por Ibsen Martínez
Autor: Ibsen Martínez | @ibsenmartinez
Los venezolanos a quienes en Colombia he escuchado hablar del asunto están muy preocupados por el empuje que en las encuestas muestra el candidato Gustavo Petro, exalcalde izquierdista de Bogotown, a quien muchos juzgan criptochavista.
Con más razón ahora que Petro ha prometido que, de ganar las presidenciales, convocará una Asamblea Constituyente encargada de reescribir la Constitución colombiana según un diseño que el iluminado de Ciénaga de Oro debe tener ya muy bien pensado.
Tan solo imaginar a Petro en el acto de promover en Colombia un proceso constituyente a fines de este año, obra en los exiliados venezolanos de estrato cinco y seis el efecto de un escalofriante repeluzno porque fue así, con la misma promesa de convocar una Constituyente, como comenzó la era Chávez. Inútil será argumentarles que Colombia en 2018 no es la Venezuela de 1998. “Petro fue alto pana de Chávez, haz memoria. Tenían un plan. ¡Se retrataban juntos!”.
Conozco una dama que, en mi lejana adolescencia y por dar más señas, fue candidata a reina en los festejos de la semana del Liceo Fermín Toro, en 1967, año remoto en que Caracas cumplió 400 años de fundada. Era sensación en las fiestas bailando el Pata-pata de Miriam Makeba. No ganó el reinado, pero anduvo cerca. Andando el tiempo, mi amiga cursó una maestría en Ingeniería de Yacimientos por la Universidad de Tulsa. La masacre de abril de 2003, cuando Chávez despidió de un sombrerazo a 17.000 empleados (el 47% de la nómina de la petrolera estatal), la aventó al exilio junto a su esposo, también él petrolero de nómina mayor. Conocieron mundo: Tampico, Alberta, Dubái, Guinea Ecuatorial… Cuando nos reencontramos en Colombia, en mitad del recordadísimo boom petrolero, había enviudado y trabajaba para una contratista de Pacific Rubiales o Ecopetrol. Su trabajo entrañaba inspeccionar kilómetros de tubería desde un helicóptero en vuelo a baja altura, o visitar plataformas de perforación costa afuera, 30 o 40 kilómetros Caribe adentro.
La petrosifrina tomaba fotos aéreas, bajaba luego del helicóptero, conducía glamorosamente su experticia y regresaba a tierra firme a presentar su informe. Le iba divinamente hasta que los precios del crudo se zambulleron. El tiempo no espera a nadie: la tecnología petrolera avanza tumbando caña como el alacrán y hoy día la ingeniera venezolana (que hace rato dejó atrás la edad del retiro), el helicóptero R44 y el protector solar La Roche-Posay 50 plus han sido exitosamente suplantados por un intrépido dron con software geosatelital operado desde una oficina con aire acondicionado en Barranquilla. Y ahora, para colmo, Petro.
Petro y la marea migratoria, el medio millón largo de desplazados venezolanos de estratos uno, dos y tres que han cruzado ya la frontera acapararon nuestra conversación la última vez que nos vimos. Tratando de no quemarse, cada candidato da vuelta y vuelta a la gravísima crisis migratoria que permanecerá en la sartén del Estado colombiano por largo tiempo. Muy especialmente Petro, quien cuando le hablan de las decenas de miles venezolanos desplazados diariamente hacia Colombia por el régimen chavista que hasta ayer mismo alabó, prefiere denunciar los incumplimientos en el proceso de paz, la corrupción campante, la politización de la justicia, los líderes sociales asesinados, la ineficiencia de las EPS (empresas de salud privadas) y venderle a los colombianos la solución final que traerá su Asamblea Constituyente federativa.
“¡Pobre gente!”, exclama la petroseñora, quien con una socia quiere poner una posada-boutique en Guasca. Escapar de Maduro, el chingo, para que los agarre Petro, el sin nariz. Ni más ni menos que como aquel japonés que sobrevivió al bombazo de Hiroshima y tres días más tarde fue a hacerse ver en Nagasaki.
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