Ha nacido una nueva nación europea: Ucrania, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
En el muy visto programa que dirige la moderadora alemana Anne Will (ARD) junto a conocidos especialistas en temas rusos y ucranianos, estuvo invitado el famoso escritor ruso Viktor Erofejev quien conoció personalmente a Vladimir Putin. Pese a las expectativas, Erofejev no agregó mucho a lo que ya sabemos sobre la personalidad narcisista del dictador (o sobre su crueldad o sobre su falta total de escrúpulos), pero sí produjo un impacto cuando en poético tono dijo: «Desde la sangre derramada está naciendo una nueva nación europea, Ucrania».
Después del efecto producido por el énfasis dramático impreso por el escritor fue imposible no preguntarse: ¿no nació Ucrania como nación en 1991? Evidentemente, Erofejev estaba hablando de otro nacimiento y, por lo mismo, de un distinto concepto de nación al que imperaba desde hace no mucho tiempo.
De la nación jurídica a la nación política
En 1991, a partir del colapso de la URSS —o sea desde el momento en que Ucrania fue reconocida por la UE y sobre todo por la ONU— había tenido lugar el nacimiento jurídico de una nación, o si se prefiere, el de una nación en forma. Erofejev se refiere entonces a un nacimiento al que nos atrevemos a denominar nacimiento político. Con eso queremos decir simplemente que hay una diferencia entre una nación jurídica y otra políticamente constituida. O lo que es casi igual: existe la nación jurídica y existe la nación política.
La nación jurídica es reconocida como tal por las demás naciones, en este caso por la ONU. Es, por así decirlo, la nación acreditada como nación. Para que eso suceda, esa nación tiene que estar dotada de un Estado y de un gobierno. La nación política, en cambio, aparece cuando sus habitantes, a través de sus distintas asociaciones, se reconocen como ciudadanos de una determinada nación de acuerdo a lo estipulado por una Constitución. Luego, la nación jurídica tiene que ver más con el reconocimiento externo y la nación política tiene que ver más con el reconocimiento interno de una nación. A ese reconocimiento interno se refería el escritor Erofejev.
Los ucranianos, durante la invasión ya no son solo ucranianos sino, además, se sienten ucranianos. En cierto sentido, su nación ha llegado a ser «una comunidad de destino», como definió a la nación el socialista austriaco Otto Bauer.
Los habitantes de Ucrania, a través de la guerra defensiva en contra del invasor ruso, han decidido no solo ser ucranianos en sentido demográfico sino también político y, por supuesto, militar. Por el solo hecho de defender a su nación en contra de la invasión externa, han establecido un lazo político con el gobierno que representa a esa nación. En ese sentido, la de los ucranianos puede ser vista como una guerra de liberación nacional.
Ahora bien, la definición de Ucrania como nación jurídica y política a la vez, no es por supuesto la misma de Putin, pues para Putin una nación no es una entidad jurídica ni política, sino una entidad consanguínea y cultural.
En su ya conocido ensayo titulado Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos encontramos de modo explícito el concepto de nación en la versión de Putin. Los ucranianos son, según el dictador, miembros de la Gran Rusia según determinaciones biológicas (lazos de sangre) culturales, históricas, idiomáticas e incluso, como él mismo ha afirmado en diversas ocasiones, religiosas.
De acuerdo al principio de consanguinidad, la definición de Putin se encuentra cerca de la definición nazi de nación (Putin cultiva el paneslavismo como Hitler cultivaba el pangermanismo). De acuerdo al principio de pertenencia cultural está, en cambio, más cerca de la concepción de Stalin. Ahora bien, esta última es la que aún prevalece —sin nombrar a su autor— en los círculos intelectuales y políticos de Rusia.
En su libelo El marxismo y la cuestión nacional, considerado en su tiempo por la mayoría de los comunistas del mundo como un gran aporte al marxismo leninismo, definía Stalin a la nación en los siguientes términos: [La] nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada esta en la comunidad de cultura.
Pongamos atención. En la definición de Stalin no aparece nada parecido a la relación jurídica y política de la ciudadanía con un Estado nacional. La nación, según Stalin, no necesita de ninguna Constitución para constituirse, tampoco de un Estado, ni siquiera de un gobierno que la represente ante los demás gobiernos y estados. Pues bien, esa, la estaliniana, es la misma concepción de Putin: la de una nación preestatal y preconstitucional, la de una nación puramente cultural.
De acuerdo a Stalin y Putin la mayoría de las naciones occidentales de nuestro tiempo, al ser multiculturales, no serían naciones. Por lo tanto, la definición culturalista de la nación dista de ser inocente. Todo lo contrario: hay un objetivo muy claro en la castración de lo jurídico y de lo político del cuerpo de la nación. Y es este: las naciones, al ser simples entidades culturales no requieren de un Estado, pues un Estado las convierte en independientes ante las demás naciones. Por eso las mal llamadas repúblicas soviéticas no eran repúblicas, en el mejor de los casos simples territorios culturales, subordinadas todos a la égida de un Estado central y unitario: el de la URSS.
La definición de nación, según Stalin, hecha después suya por Putin, es una noción imperial e imperialista, confeccionada a la medida del centralismo burocrático de tipo asiático (dutschke) impuesta por la tiranía comunista de la URSS. Tampoco era una federación al estilo de los EE. UU. o de la actual Alemania. Se trataba, simplemente, de agrupaciones y territorios culturales desprovistos de representación política.
La de Stalin era la definición de un conglomerado de culturas a las que el llamó naciones, subordinadas todas a un solo Estado. De acuerdo a esa definición, la URSS llegó a ser, después de que Stalin se hiciera del poder, lo que algunas izquierdas latinoamericanas llaman hoy —muchas veces sin saber lo que dicen— Estado plurinacional: es decir varias naciones culturales sin formato político.
No está de más decirlo: la concepción del Estado plurinacional de un Evo Morales, menos que indianista, es genuinamente estalinista. Afortunadamente, en Chile, donde su ciudadanía parece ser más moderna que sus izquierdas, el plurinacionalismo fue rechazado por amplia mayoría, sobre todo por las comunidades indígenas las que, con todo derecho, no querían ser convertidas en naciones de segunda clase.
El culturalismo que hasta el siglo XlX fue ideología predominante en los movimientos nacionalistas europeos, pese a su condición atávica, continúa perviviendo en algunos países de Europa. La guerra imperial de Milosevic, por ejemplo, tuvo como fundamento ideológico la eslavización promovida desde Serbia. A ese nacionalismo cultural (idioma, folclor, «mentalidad») recurren también grupos separatistas de regiones españolas como Cataluña y el País Vasco para fundamentar sus proyectos de supuesta independencia «nacional».
La arcaica idea (prejurídica y prepolítica) de la nación cultural sigue siendo vigente también para Putin. Según el dictador ruso, Ucrania —así lo dejó establecido en su ensayo del 2021— es una nación cultural, pero en ningún caso una nación jurídica y mucho menos política.
La revolución nacional de Ucrania
Como hemos reiterado en otros textos: el propósito central de Putin en Ucrania más que anexar territorios es destruir a la organización política de la nación articulada al Estado ucraniano —Estado representado en estos momentos por el gobierno de Volodímir Zelenski— y así reconvertir a Ucrania en una simple nación cultural, vale decir, en una nación sin Estado, sin Constitución y con un gobierno dependiente del exterior al estilo de las republiquetas fundadas por Putin en Donetsk, Lugansk y en los territorios sureños de Jerson y Zaporiyia. Ese sería por lo demás el destino que espera a Ucrania en caso de que su Estado nacional sea destruido: una nación sin soberanía, sin independencia, sin Estado, surgida de plebiscitos donde los votantes son apuntados con metralletas, «eligiendo» a grotescos gobernantes seleccionados a dedo por el dictador ruso.
El proceso que lleva a convertir una nación cultural en una nación jurídica, y a una nación jurídica en una política, no ha sido fácil de recorrer en Ucrania. Pero, a diferencias de Bielorrusia y otras exnaciones soviéticas, ha logrado ser transitado. Para que eso hubiera sido posible, la nación debió atravesar diversas fases o períodos. Así, a partir de 1991, mediante la declaración de independencia de Ucrania como consecuencia de la disolución de la URSS, podemos hablar de un periodo formativo.
Desde 1904 hasta el 2013 nos encontramos con un periodo de lucha hegemónica donde dos tendencias se enfrentaron continuamente. La primera está asociada al hombre de Rusia en Ucrania, Viktor Yanukóvich. La segunda a Julia Timoschenko y Viktor Yushchenko, líderes de de la llamada «revolución naranja», enfilada en contra de la corrupción, pero también en contra de la rusificación de Ucrania, ya fraguada desde el Kremlin.
Precisamente, enarbolando el estandarte de la anticorrupción y en elecciones consideradas fraudulentas, Viktor Yanukóvich llegó nuevamente al gobierno el 2010. Desde el poder, como si fuera un Lukashenko ucraniano, Yanukóvich se convirtió en simple portavoz de Putin, mientras los nacionalistas ucranianos veían con espanto cómo bajo su gobierno iba a terminar la independencia de Ucrania.
La gota que colmó el vaso fue la decisión de Yanukóvich (orden de Putin) de oponerse al acercamiento de Ucrania a la UE. Como respuesta, a fines de 2013, estalló la revolución, llamada con justeza Euromaidán. «Euro» porque su proclama más importante era la europeización de Ucrania.
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Como es sabido, la revolución tuvo un origen principalmente estudiantil en la plaza Maidán (plaza de la libertad). A los estudiantes se fueron plegando partidos políticos, organizaciones civiles, confesiones religiosas, sectores del ejército, grupos nacionalistas y también ultranacionalistas (en Ucrania los hay, como en todos los países europeos). Esa auténtica revolución popular es llamada en la literatura putinista, «golpe de Estado». Por cierto, hubo enfrentamientos, violencia, muertos, heridos. Pero todos sabemos que las revoluciones populares nunca han sido bellas, como a veces aparecen en las películas.
En Maidán —visto en retrospectiva— surgió un movimiento en primera línea nacional y antimperial opuesto a la rusificación y abierto a la europeización. De ahí proviene el que hoy Zelenski llama «mandato de Maidán». En fin, con la revolución de Maidán comenzó la lucha de Ucrania por su independencia de Moscú. Como respuesta a Maidán fue iniciada en el 2014 la invasión de Rusia a Ucrania, cuando Putin se apoderó de Crimea, de Sebastopol, de Donetsk y Lugansk, declarando a esas regiones, sin antecedentes jurídicos ni históricos, territorios rusos.
¿Por qué no continuó Putin inmediatamente la guerra de anexión total de Ucrania? No es tan cierto, en el hecho lo intentó pero sin éxito.
Donetsk y Lugansk pasaron a convertirse en enclaves militares rusos y como tales fueron objeto de continuos ataques de parte de milicias patriotas y nacionalistas de Ucrania («nazis», según los putinistas). En efecto, desde 2014 hasta el 2022 tuvo lugar una guerra de baja intensidad en Ucrania, una a la que los historiadores no han prestado debida atención. También Putin utilizó ese periodo para acentuar la dependencia energética de Europa —sobre todo de su locomotora económica, Alemania— con respecto a Rusia. Y por cierto, dedicó ingresos obtenidos por el gas y el petróleo a modernizar al máximo posible a sus destacamentos militares.
Probablemente tampoco Putin había abandonado la idea de ocupar Ucrania mediante medios políticos, como intentó hacerlo utilizando a su títere, Janukóvich. Poroshenko, el presidente elegido después de Maidán, usaba un vocabulario nacionalista, pero a la vez estaba muy ligado a la oligarquía financiera rusa. Su sucesor, Volodímir Zelenski, pese a ganar las elecciones con una mayoría descomunal (más del 70%) no ofrecía un serio programa independentista, más bien parecía proclive al diálogo y al compromiso con Putin. Nadie podía sospechar que, bajo la apariencia más bien tímida del «actorzuelo», como aún lo califican con odio los putinistas, se escondía un formidable líder nacional. Menos imaginaba Putin la predisposición del pueblo ucraniano a defenderse hasta la inmolación en defensa de su país invadido, como tampoco la decisión de la mayoría de los países europeos para ponerse al servicio de las decisiones militares ucranianas. Ese momento de encuentro histórico entre Ucrania y Europa, percibido poéticamente por el escritor ruso Viktor Erofejev, hizo nacer sobre las ruinas y la sangre derramada a una nueva nación europea. Ucrania, se quiera o no, ya tenía antes de 2022 una historia política. Una muy breve, pero a la vez muy intensa.
Ucrania europea
La afirmación del ser europeo contiene, como toda afirmación, una negación. Europeo quiere decir en el contexto de la resistencia ucraniana «no queremos ser rusos», o también «no queremos ser habitantes de una provincia rusa». Europeo significa, además, «queremos ser occidentales en todo lo que signifique serlo»: ciudadanos de una nación donde sean respetados los derechos humanos; donde rija la Constitución por sobre la voz del mandatario; donde haya una clara división de poderes (ya establecidos en la Constitución ucraniana de 1996); donde haya partidos políticos, libertad de culto y de opinión. En otras palabras, donde haya todo lo que no existe en la Rusia de Putin. En ese sentido, la lucha de liberación nacional emprendida por el pueblo y el gobierno de Ucrania es también una lucha patriótica.
Patria no es lo mismo que nación, eso hay que tenerlo muy claro. Incluso en el mundo globalizado en que vivimos pueden llegar a ser dos conceptos separables. La patria hace referencia a un punto de origen, al espacio primario desde donde venimos, al lugar donde yacen nuestros recuerdos, amores y nostalgias, nuestros decires, nuestros gestos, nuestros modos de ser en la vida, pensados e incluso soñados en el lenguaje materno o paterno.
La nación, en cambio, supone una relación activa y dinámica con un Estado, el lugar donde asumimos derechos y deberes de acuerdo a las normas y leyes que provienen de una Constitución que rige para todos, más allá de nuestras diferencias culturales, religiosas o políticas. De la patria somos sus hijos, de la nación somos sus ciudadanos.
En la nación pagamos impuestos y elegimos a nuestros representantes de acuerdo a intereses e ideales. Del sentimiento patrio no puede surgir, por lo mismo, ninguna nueva nación. Pero a la inversa, de una nación, sobre todo cuando está a punto de ser perdida, sí puede surgir un sentimiento patrio. «Patriotismo constitucional» lo llamó una vez Habermas, retomando el concepto inventado por Rolf Sternberger. Efectivamente, de eso se trata. Vista así, Ucrania representa para muchos ucranianos la adhesión a una trinidad irrenunciable: es la patria originaria, es una nación políticamente constituida y es una parte de un continente occidental llamado Europa.
Desde la patria invadida ha nacido una nueva nación europea, reconocida y acogida por Europa. Eso nunca lo podrá entender el gobernante ruso. Por eso, destruya lo que pueda, y siempre será mucho, Putin está condenado a vivir y a morir en la derrota. En su derrota.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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