Hacer una élite, por Julio Castillo Sagarzazu
Twitter: @juliocasagar
Cuando los primeros seres humanos, se asentaron y aprendieron a labrar la tierra y a domesticar animales, el tema del liderazgo conoció un cambio dramático. A los agrupamientos nómadas y trashumantes, se les daba bien aceptar las órdenes del más fuerte, del más dotado y el que podía, gracias a esa fuerza, imponer su voluntad al resto del grupo.
Pero el asentamiento hizo aparecer otras necesidades para mantener el liderazgo grupal. Empezó a ser necesario crear instituciones de cierta permanencia. Ya no solo la fuerza era suficiente para mantener el poder de aquellas sociedades incipientes. Hacía falta también, el conocimiento y controlar el desarrollo de la tecnología, por más rudimentaria que ésta fuera.
Fue en ese momento, que los detentadores de aquel elemental poder, comienzan a usar parte de su acumulación primitiva de recursos, en la formación y la educación de las familias y, en particular, de los hijos, con la esperanza de que aquello les daría ventaja sobre el resto de la población y haría más sustentable el ejercicio del mando de sus comunidades.
Desde entonces, la formación de un élite ilustrada y formada, ha sido preocupación constante de todas las clases gobernantes.
En la Edad Media occidental, la iglesia asume la tarea de la formación de las élites, fundando universidades y haciendo de sus conventos, verdaderos centros de la transmisión de la cultura y hasta de la ciencia. Las poderosas familias de la época hacen del mecenazgo una manera de tener bajo su cobijo a los mejores artistas e intelectuales. Italia es una muestra fascinaste de ello. Los palacios y propiedades de los Sforza en Milán; los Medici en Florencia; los Farnesio en Parma, se convirtieron en centros del arte y la formación de sus descendientes para el manejo del gobierno y el poder cultural o ideológico.
*Lea también: Protección al autista: Ley necesaria, por Omar Ávila
Posteriormente, llega el ascenso social y económico de la burguesía, la Revolución Francesa y la Ilustración. Se democratiza la educación, pero las familias y grupos de poder siguen invirtiendo en la formación de sus descendientes.
Las grandes universidades y los centros de formación, pasan a ser subvencionados oficialmente y también por fundaciones de familias poderosas como ocurre todavía en los Estados Unidos y en Inglaterra.
En Venezuela, la trilogía de Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Andrés Bello, son una buena muestra de los esfuerzos de sus familias para que se formaran. Bello obtuvo una educación de primera en la propia Caracas y luego, por su conocimiento del inglés, fue enviado, junto con López Méndez y Bolívar, en la primera misión diplomática a Londres a encontrarse con Miranda. Este último y Bolívar fueron enviados, por sus familias, a las mejores academias militares de la metrópoli. Bello, por su parte, culmina su carrera como ministro de educación de Chile.
Con la llegada del petróleo y el posterior advenimiento de la democracia, esta prioridad no fue descuidada. Al contrario, el estado se unió al esfuerzo de las familias, sembrando de escuelas todo el país; reforzando la universidad pública e, incluso, promoviendo extraordinarios programas de formación como el de las Becas Gran Mariscal de Ayacucho, que llevó a miles de nuestros jóvenes a las mejores universidades del mundo entero.
La llegada de Chávez al poder implicó un frenazo a todo este proceso. Con su propósito «refundacional de una V República», era lógico que necesitara promover una nueva escala de valores morales y sociales para apuntalar su proyecto.
Comenzó su tarea con la ideologización de los libros de texto y la continuo con expresiones, muy bien pensadas: Un día, en plena plaza pública manifestó: «si mi hija tuviera hambre, yo también robara”.
En la frase estaba contenido todo un programa moral y político de una batalla cultural necesaria para formar una nueva élite del poder. Los valores del estudio, el trabajo, el esfuerzo quedan apartados de la ideología oficial, para dar paso a los de si necesitas algo: «ven a mí que tengo flor».
Fue una forma de iniciar el capitalismo de panas y la hegemonía estatal de la economía: Existirá solo lo que yo no expropie y lo manejarán los que se acerquen a mí.
La economía de puertos; la minería ilegal; la vista gorda a grupos irregulares; el uso de colectivos para sustituir la fuerza pública; las zonas económicas especiales; la ley anti bloqueo, todos, son instrumentos de esa batalla cultural y moral.
Pero hay un elemento en el que hay que poner especial interés. Se trata del desmantelamiento de la educación pública y de la universitaria.
El carro de guerra desplegado para humillar a las universidades, a la protección social de sus empleados y docentes; la confiscación de los presupuestos; el abandono de sus plantas físicas, son todos intentos de someter a un sector que aún tiene reservas para la formación moral, intelectual y para impartir conocimiento, tal como quedó demostrado en esa ventanita abierta de las elecciones de representantes profesorales al cogobierno de la UCV.
La élite que necesitan, para mantenerse en el poder, no es la de los profesionales desarrollando al país, sino la de los enchufados, con guayas de oro en el pescuezo, camionetotas que pueblan la noche caraqueña y venezolana en restaurantes suspendidos y haciendo «piques» en Ferraris.
El proceso de formación de esta élite sigue avanzando, tiene en la consigna, «esto se arregló», su principal estandarte. Desgraciadamente, muchos compatriotas, deslumbrados por los destellos de esa realidad de farol y por las lentejuelas de las rumbas, se han dejado seducir.
Una «nueva moral», basada en el dinero, trata de esconder (como siempre) que la falta de democracia; la violación de los derechos humanos y la corrupción, son problemas de los políticos y no de ellos.
Esta es la batalla cultural que el régimen necesita ganar y esta es justamente la ofensiva que los demócratas debemos resistir.
Julio Castillo Sagarzazu es maestro.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo