¡Hasta siempre, maestro!, por Gustavo J. Villasmil Prieto

«He combatido el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe»
2 Timoteo 4:7
La muerte del maestro Rodolfo Saglimbeni me arrebata el afecto de una amistad que mereció ser más larga. Ambos nos escogimos como amigos entre conciertos y las muchas reuniones médicas a las que Maritza convocaba en su casa. Todo un regalo que siempre agradeceré a la vida a pesar de su brevedad. De su trayectoria musical habrá quien hable con mayor propiedad que yo, por muchos años apenas uno más de los tantos que domingo a domingo abarrotaban los espacios de la Ríos Reyna en aquella Caracas culta de los ochenta de la que hoy tan poco queda. He de ser necesariamente breve, porque puesto a elegir, el espíritu hoy me llama más a la oración y al silencio.
Con Rodolfo Saglimbeni se marcha parte de esa Venezuela buena que lucha por pervivir en medio de la tragedia histórica por la que hoy transita. Que en medio de tan formidable debacle hayan seguido brillando el talento y la sensibilidad del muchacho barquisimetano formado en la cantera de «El Sistema» cuya batuta llegó a dirigir a algunas de las grandes orquestas del mundo, habla de la solvencia espiritual del país real que somos y que no es como muchos dicen. Me mueve hoy, pues, esa llamada del espíritu que pide dar testimonio de la estatura humana del venezolano, del padre y del amigo cercano que hemos perdido.
La última vez que nos vimos caminó con dificultad hasta su biblioteca para mostrarme el «score» de la «Cantata Criolla» que habíamos escuchado el domingo antes en el Aula Magna. Me conmovió el entusiasmo juvenil con el que recorría una a una sus páginas amarillentas, llenas de notas marginales y de llamadas multicolores con resaltador mientras iba relatándome anécdotas atesoradas en incontables tardes de concierto. Incluso recuerdo que se detuvo a explicarme, con todo fundamento, el originalísimo recurso de la lámina de zinc del que el gran Antonio Estévez echó mano en su día para reproducir el inconfundible sonido que anuncia al chubasco llanero. Esa tarde –la última juntos– se desveló ante mí como nunca antes la superioridad y el carácter de aquel espíritu empeñado en asirse a la vida a todo trance.
¡Tante grazie, maestro! Por el «Carmina Burana» más emocionante que jamás escuché y por aquél «Egmont» que, llenándole de lágrimas los ojos, evocara en mí la memoria amada de mis compañeros muertos. Por el hermoso regalo de los danzones de Arturo Márquez que yo no conocía y por tu gesto de profesor benevolente ante el público empeñado en aplaudir entre los movimientos de una sinfonía; ¡mil gracias! Por aquel «Réquiem» de Mozart en la Asociación Humboldt que nunca olvidaré y por el histórico «llenazo», pletórico de esperanza y de fe en el hombre, que lograste en el Estadio Nacional de Chile en diciembre pasado con la «Novena» de Beethoven, cincuenta años después de la inmensa tragedia humana acaecida en esos mismos espacios y que todavía duele en lo más profundo del alma chilena: ¡venezolano tenías que ser!
Por el vino compartido en tantas conversaciones en la terraza de Maritza en el mejor francés del que fuimos capaces. Por las anécdotas de Aldemaro Romero y por las bandas sonoras de Morricone. Por tu fe inquebrantable en este país nuestro en el que, como una vez me dijiste: «le das una patada a una lata y salta un genio de la música». Por el afecto que prodigaste y el puesto en la mesa siempre reservado, junto a los tuyos, para todo aquel que llegó a tu casa, ¡gracias, querido!
Hasta el Cielo de los músicos marcha en paz, amigo bueno. Lo mereces. Por haber combatido el buen combate hasta el final preservando intacta la fe en lo que los venezolanos somos. Por haber guardado el legado de tus maestros para entregarlo íntegro a tus muchos discípulos y por lavar día a día la mancilla recaída sobre nuestro gentilicio en cada ocasión en la que el público del mundo hizo silencio al verte levantar, solemne, la batuta de director ante la orquesta desplegada: ¡gracias!
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Nosotros, tus amigos, rodearemos a Maritza y a tus muchachos, protegiéndolos y acompañándolos como la cosa más nuestra. Ése habrá de ser nuestro tributo cotidiano a tu memoria, al privilegio de tu amistad y al legado de venezolanidad y de bien que nos dejas.
¡Hasta siempre, maestro!
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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