¡Hasta siempre, Pablo querido!, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“Adiós infancia
Ojalá que te recuerde en mi vejez con amor”
Pablo Milanés, “El primer amor” (1988)
Leí con tristeza hondísima la noticia de tu muerte, Pablo querido. Mirando pasar con asombro la andanada de «tuiters» con la mala nueva, mi memoria voló de vuelta a los años cálidos en la Facultad, cuando sentados en el engramado frente al IME* o en los bancos del Anatómico, recitábamos al dedillo las letras de tus canciones. A casi cuarenta años, el recuerdo de todo aquello aún me sabe a dulce.
Años felices, Pablo. Días en los que nuestras enamoradas habrían querido todas llamarse Yolanda. Pero el tiempo, Pablo querido, fue haciéndose cargo – como tu decías– de cada uno de nosotros. Uno por uno. Hubo el que terminó aliado del poder y el que fue a dar a algún lejano laboratorio de investigación en el Alpe suizo, el que puso a dar consultas en un pueblo frente al mar en Tenerife o a hacer vida en algún suburbio de Florida. Como también hubo quien le entregó el alma a Dios antes de lo previsto o quien, como yo, se quedó aquí, mirando a las ardillas que retozan entre los árboles del jardín del IME mientras llega la hora de la revista de sala en el hospital, suturada la vida a la piel de este pobre país. Así terminó toda esta historia, Pablo querido. Pero con todo, aún te recuerdo con afecto.
Cantar tus canciones fue para mi generación la ratificación de nuestra fe en un tiempo mejor que nunca llegó. De manera también callada se nos acercaron una noche quienes en las manos no llevaban precisamente rosas de su jardín principal, como decías tú en aquel poema de Nicolás Guillén al que pusiste música y voz: sus sonrisas eran retorcidas y llevaban, en cambio, cachiporras y fusiles para descargarlos contra nosotros. Recuerdo aquel 10 de marzo, Pablo. Era el natalicio de Vargas y salimos en marcha a la calle, como tantas veces en otro tiempo, a clamar por nuestros enfermos.
En la esquina nos estaban esperando, Pablo. Como decías en otra canción tuya, nos tendieron una celada, ni más ni menos que los mismos que en otros años marcharon junto a nosotros arropados en la misma bandera. Porque cuando se está en el poder, Pablo querido, lo sabes bien: la vida tampoco vale nada.
Se puso piche la utopía, Pablo. Se jodió el sueño. La justicia por la que luchamos se convirtió en venganza en manos de unos resentidos. El «monumento a la felicidad y a los valores de la humanidad» que pediste a tus hijos a construir se redujo a una tienda de alta gama en Las Mercedes y la estrella azul de aquella otra canción tuya en un contrato firmado con los nuevos piratas del petróleo. Fue todo lo que quedó del futuro que en tus canciones nos anunciabas y del paraíso a la vuelta de la esquina que, al doblarla, vimos que nunca existió.
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Te velaron en la sala de un viejo caserón madrileño –el Palacio de Linares– sede de la Casa de América. Lo que es la vida, Pablo querido: ¡mira que velarte a ti, a un bayamés de pura cepa, en los predios que pertenecieron a un español indiano que se hizo tan, pero tan rico en la Cuba colonial, que el bueno para nada de Amadeo de Saboya terminó ennobleciéndolo!
He sabido también que, por decisión tuya, será España, patria de tantos poetas peregrinos, la tierra que acoja tus restos: ¡tan lejos, Pablo! ¡Lejos del Caribe y de Cuba, tu isla amada, la que juraste nunca dejar so pena de «inhibirte»!
Pues sí, Pablo querido: se pudrió el ideal juvenil. La poesía se cubrió de herrumbre y el sueño degeneró en pesadilla. Ya no se hacen versos, sino que se emiten órdenes de captura. ¡Cuántos «sifrinos» de los de antes, de esos que por encima del hombro nos miraban con desprecio, cuántos «batesquebrados» de toda la vida, hacen ahora de jefes y de voceros de una revolución que prometió el pan a los pobres y terminó poniéndolos a hacer cola a pleno sol por una bolsa con quinchonchos llenos de gorgojo! Por ahí se les ve a cada rato, Pablo, por Miami y por Madrid, por Dubái y por Viena: porque por los barrios de Caracas, ¡ni de vaina! La vieja utopía terminó pariendo engendros así. Pero pese a todo, yo tengo que agradecerte por toda aquella música tuya que nos llamaba a ser mejores. Con la cabeza ahora llena de canas, me esfuerzo, no sé si vanamente, por conquistar el tiempo perdido que a ti y a todos nosotros nos dejó vencidos y sin haber conocido el «amor para vivir» al que cantabas. No me dan los medios para ir a poner flores sobre tu tumba, Pablo. Me habría gustado.
Hoy he vuelto a recorrer el engramado entre el IME y el Anatómico, como en aquellas tardes de mi memoria. Desde aquí ha querido tributarte su último homenaje el muchacho de bigote, melena y boina azul que un día fui. ¡Hasta siempre, querido Pablo! Con los versos de aquella otra canción tuya te despido y, contigo, a los años de la infancia de mi pensamiento, que ya cercana la inevitable vejez evoco con nostálgico amor.
*Instituto de Medicina Experimental, Ciudad Universitaria de Caracas.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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