Hay quórum en el cielo, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios. Bienaventurados los que son perseguidos por causa del bien, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Mt 5,9.10
Fernando, hermano mío
Pronto hará un año ya desde que nos quedamos sin tu luz todos nosotros, tu mujer y tus hijos, tus amigos, tus compañeros de lucha, tus desamparados de la calle. Todos estamos hoy huérfanos. Te hacíamos en misión en el extranjero –una más de las tantas que cumpliste con el decoro y la altura del hombre de estado que en ti cohabitaba con el activista de barrio– cuando nos sorprendieron con la infausta noticia de tu desaparición. Nuestra angustia se tornó en desesperación cuando vimos a Su Eminencia el Cardenal Urosa en los medios exigiendo saber de tu paradero. “¡Lo mataron!”, exclamó alguien al teléfono. “¡Nos lo mataron, nos mataron a Fernando!”. El cielo se nos abrió en dos, nuestros latidos se interrumpieron: “¡habían derramado la sangre de un Abel!”.
La evocación de la imagen de tu cadáver estrellado contra el asfalto mientras los fablistantes del régimen manchaban tu memoria con declaraciones y comunicados arde todavía como una inclemente tea en nuestros corazones. ¡Mataron a Fernando Albán! ¿Quién podía haber concebido el crimen del hombre bueno que llamaba uno a uno a sus amigos pidiéndoles “kilo de algo” para ponerse a cocer los domingos en la Parroquia Universitaria y aplacar al menos por ese día el hambre de tanta gente? Un “kilo de algo”. Porque cualquier vianda, paquete de granos o de legumbre era oro para ti a la hora de elaborar aquellos sopicaldos con los que llevabas un poco de alegría a los más pobres entre los pobres, que siempre fueron los tuyos.
¿Cómo hacernos ahora a la idea de que aquel torrente de generosidad que eras acabaría yaciendo destrozado en los predios del templo de muerte que el régimen chavista erigió en plena Plaza Venezuela no era otro sino tú?
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Tus amigos y compañeros te recordamos aún con tu morral al hombro, maleta mágica como aquella del Gato Félix en la que podías llevar absolutamente de todo: desde un cable de extensión y un “videobin” hasta un rollo de tirro, agua mineral para el sediento y Atamel® para el que le doliera la cabeza. Contigo y con tu morral salimos un día a recorrer la Venezuela palmo a palmo, reencontrándonos con la gente del país profundo que no sale en los programas de la CNN y al que nadie invita a reuniones en Washington y Bruselas.
Un día amanecíamos marchando con aquella juventud vibrante que nos recibió en San Cristóbal para cerrar la tarde comiendo cepillados en Maracaibo con Manuelito Iturralde o agarrando carretera rumbo a Valera o Barquisimeto; al otro, cruzábamos a bordo de un peñero el mar hasta Margarita para poco después, con el carro recalentado, contemplar el verdor del bosque de Uverito camino a Puerto Ordaz y Ciudad Bolívar. Por eso nunca nadie te venció en debate abierto sobre los grandes temas venezolanos.
Porque para ti Venezuela no era un dato en Excel® o un paper académico escrito en alguna universidad norteña: era una realidad palpitante, un drama en desarrollo, un grito desesperado que llamaba a la acción urgente, un documento que llevabas impreso en la piel. Como tampoco sería la Primero Justicia a la que tanto diste un club de amigos “de la Católica” – tú eras, como yo, de la Central– sino una perenne voluntad de convergencia de talentos y de pasión venezolana convocadas para ir en pos del compatriota postergado de siempre. Acompañándole y de tu mano siempre afectuosa, ofreciste tu amistad personal aún al más modesto de los militantes, al muchacho de pueblo que con afecto ponía al secar al sol la franela amarilla a la espera de la próxima convocatoria.
Para ti, ésa era la fuerza de Primero Justicia, su savia vital, su esencia. Y cuando con firmeza nos exigías más y mejores desempeños lo hacías acicateado por el recuerdo del militante de base, “el que le echa bolas todos los días, así no tenga ni agua ni luz” y a cuya altura había que estar.
Lejos te mantuviste siempre de los salones de hotel y de los restaurantes del Este: lo tuyo era la calle, el mercado, la escuela. ¡Hasta en mi ambulatorio de barrio solías visitarme pidiéndome ayuda; siempre para otros, jamás para ti!
En mi memoria pervive aquel fatídico día en que te fuiste de misión sin más investidura que la de concejal por San Pedro: “¡pendientes, mis panas, que nos vemos pronto!”, nos dijiste. Ninguno de nosotros podía saber que aquel sería el último día que te veríamos. Quisiste regresar pese a los riesgos que ello suponía y por el camino te asaltaron los sicarios de la revolución. ¡Regresar a Venezuela! ¡Volver cuando vemos a tanto pretendido dirigente revistiendo su proyecto migratorio, laboral o de estudios con ropaje de “exilio” en tiempos en lo que parece sentar mejor ir por el mundo como “perseguido político” que como “sin papeles”! Y pese a todo, regresaste. Porque tú no eras así.
Tuvimos que despedirte con tu féretro cerrado para que el horror no eclipsara la hermosa efusión de afecto de tanta gente buena que te quiso que se reunió a tu derredor. Dicen que hasta tus esbirros lloraron al verte muerto: ¡habían derramado la sangre de un justo!
A un año de tu vuelta a la casa del Padre, tus compañeros de ruta y de mochila nos hemos vuelto a reunir aquí, ante tu tumba. Llorosos y cansados, apretados por el mismo apremio de tantos venezolanos, hemos decidido echar mano a las reservas que aún nos quedan para hacernos otra vez a los mismos caminos por los que contigo tantas veces anduvimos. Con nosotros irán tu recuerdo y tu ejemplo de venezolano íntegro y de militante noble y esforzado para quien la política fue siempre una forma superior de practicar la caridad.
¡Hay quórum en el Cielo! Hasta aquellos altos cabildos llegó un día como hoy, inocente y limpio, el concejal Fernando Albán!
Descansa en paz, caro amigo.