Hijos de Putín, por Fernando Mires
Autor: Fernando Mires
Es solo una constatación. Putin ejerce a nivel mundial cierta paternidad política del mismo modo como los EE UU la ejercieron sobre gran parte del hemisferio occidental hasta el día en que se les ocurrió elegir a un presidente aislacionista. Por cierto, muchos prefieren seguir usando el concepto clásico de “hegemonía”, pero según mi opinión el de paternidad calza mejor para entender el tipo de relaciones establecido por Putin con diversos gobiernos, en particular con algunos latinoamericanos
Hegemonía supone, de acuerdo al politólogo Joseph Nye, jugar un rol directriz sobre otros países mediante una superioridad militar o económica, o mediante una ideología carismática como la que ejerce (¿o ejercía?) El Vaticano hacia las naciones cristianas o como la que ejerció el Kremlin con respecto a las naciones comunistas antes del cisma chino. En cambio, paternidad, el nombre lo dice, sigue las líneas impuestas por una relación de parentesco.
Ahora, lo que menos puede ejercer Putin, sobre todo si se toma en cuenta que Rusia sigue siendo una enorme nación empobrecida, es hegemonía económica, como de hecho la ejerce China en Asia. Basta anotar que entre las grandes migraciones de fuerza de trabajo hacia Europa Occidental no solo se cuentan las islámicas sino también las que provienen masivamente de Rusia.
Su hegemonía militar la ejerce Rusia solo en países periféricos y, si se dan las condiciones, en los huecos que abren las torpezas de los EE UU de Trump (particularmente en el Medio Oriente) Sin embargo, Rusia, pese a sus demostraciones de poderío frente a naciones militarmente débiles, no está en condiciones de medir su tecnología bélica, no hablemos con los EE UU, sino con la mayoría de los países europeos.
En cuanto a la hegemonía ideológica, esta no puede ser ejercida por un gobernante cuya característica fundamental es carecer de ideología (hecho que lo hace muy imprevisible). Incluso la manipulación ideológica que practica Putin con respecto a la religión ortodoxa es solo para el consumo interno. Por otra parte es evidente que millones de jóvenes rusos se siente atraídos por la cultura occidental en todas sus formas, desde las literarias, pasando por las musicales y cinematográficas, hasta llegar a modos de vida e incluso al consumo barato. Los jóvenes occidentales que en cambio se sienten atraídos por la cultura rusa pueden ser contados con los dedos de la mano.
No: Rusia no puede ejercer hegemonía económica, ni militar, ni cultural, ni ideológica hacia Occidente. Pero eso, sin embargo, no le impide crear zonas políticas de influencia, sobre todo en Europa del Este y del Sur. Además, y ahí vamos, puede establecer con diversos gobiernos relaciones de parentesco. De ese parentesco deriva el punto al cual me estoy refiriendo: su rol paternal. Putin puede ser considerado, efectivamente, como el padre político de diversas neo-dictaduras del siglo XXl, entre ellas las que pululan en el espacio latinoamericano.
Para ser más preciso, la forma primordial de relación política que mantiene Rusia con “sus” países periféricos (ex miembros de la URSS) es la dominación militar en su más brutal expresión (Bielorrusia, Chechenia entre otros). La que mantiene con la mayoría de los gobiernos del Este y del sur europeo (Hungría, República Checa, Eslovaquia o Turquía) busca expandir zonas de influencia. En cambio, las que comienza a establecer con algunos países latinoamericanos (Cuba, Nicaragua, Venezuela, Bolivia) están basadas en relaciones de parentesco, vale decir, en sincronías que se generan entre sistemas de dominación organizados de modo idéntico o similar. Los gobernantes de esos países, si los agrupamos en familias politológicas, serían efectivamente los verdaderos hijos de Putin.
¿Pueden ser los regímenes políticos agrupados en familias como ocurre con los entes bio y zoológicos? De hecho lo son, pero bajo el denominador de “tipos”. Las tipologías socio y politológicas son equivalentes a las “familias” en las ciencias naturales. Y lo son en dos sentidos. Por una parte, la similitud y, por otra, el reconocimiento empático que se establece entre ellas. En el caso de los regímenes autocráticos de Latinoamérica, todos, sin excepción, pueden ser considerados hijos de Putin.
Autocráticos, dicho en el exacto sentido de la palabra. La identificación entre poder, pueblo, gobierno y estado es tan propia al sistema político ruso como lo es al cubano, boliviano, nicaragüense y, si las cosas se dan como se están dando, al hondureño. Por de pronto, al igual que el de Putin, el de sus nuevos hijos ha emergido la mayor de las veces desde estructuras democráticas (deficitarias, pero democráticas) Por lo mismo, conservan y se sirven de elementos propios a la formación política de donde provienen, entre ellos, la celebración de periódicas elecciones. No obstante, se trata solo de una mascarada. Las elecciones libres y secretas han sido pervertidas en los países mencionados hasta el punto de convertirse en rituales destinados a perpetuar el poder de los neo-dictadores.
En ninguno de esos países la oposición puede oponerse. En casi todos el detentor del poder se reserva el derecho a vetar candidatos. En el caso del régimen de Putin, sus principales desafiantes, o son periódicamente encarcelados como sucede con el líder Alexi Navalni o aparecen muertos, incluso muy cerca del Kremlin, como ocurrió al político disidente Boris Mentsov (hecho que hizo recordar la muerte del cubano Oswaldo Payá) Maduro, siguiendo el ejemplo de su padre político, ha inhabilitado a sus principales contrincantes: el prisionero Leopoldo López y Enrique Capriles. Lo importante es que nadie en condiciones de desafiar al poder establecido pueda hacer política activa.
Las elecciones han llegado a ser en los sistemas putinescos meros actos de consagración del poder infinito del autócrata. Los tribunales electorales, simples ministerios al servicio del ejecutivo. El poder judicial cumple la función de bloquear al poder parlamentario.Y no por último, el rasgo común a todos, los altos mandos del ejército son miembros de la nueva clase dominante establecida en el poder.
El ex presidente de Bolivia, Carlos D. Mesa Gisbert, ha calificado los actos de Evo Morales en aras de su reelección perpetua como una vía hacia el totalitarismo (Los Tiempos, 03.12.2017) Pero quizás el término no es el más apropiado. No permite, entre otras cosas, percibir “lo nuevo” que traen consigo esos regímenes. Calificarlos como fascistas o estalinistas puede servir como invectiva, pero para dar cuenta de las características comunes a todos ellos, es insuficiente. Estamos, definitivamente, frente a un nuevo fenómeno. Ya llegará la hora de denominarlo con términos más adecuados. Por ahora, contentémonos con afirmar que todos sus representantes, de una manera u otra, son hijos de Putin. Y lo son en el más exacto sentido del término.
En medio del putinismo latinoamericano (de derecha o de izquierda, es lo que menos importa) ha aparecido, sin embargo, una voz disidente: El ecuatoriano Lenín Moreno. Enfrentado a la alternativa de ser un nuevo hijo de Putin, o el refundador de la democracia ecuatoriana, ha optado por convocar al soberano, al pueblo, en contra del putinismo re-eleccionista de Correa.
Moreno merece ser apoyado por todos los demócratas latinoamericanos. Su gesta muestra, una vez más, como esa luz aparecida una vez en Atenas puede reaparecer en cualquier momento y en los lugares menos imaginados. Lenín Moreno, en el exacto sentido acordado por Hannah Arendt al término, es un milagro político.
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